viernes, 26 de abril de 2013

MIRAD A LAS ESTRELLAS. CRITICA DE YURI, DE PABLO PELLUCH QUESADA


MIRAD A LAS ESTRELLAS

Yuri por fin enfiló el canal de la luz y ya se encuentra entre nosotros. Bienvenido sea. Todavía humedo, arrugado y tembloroso, se presenta ante las sonrisas complacidas de los que hemos sido testigos de su gestación a lo largo de todas las semanas de embarazo. Los que vimos las ecografías, los que recomendaron dietas, las comadronas, todos los que ayudamos a empujar, lo tenemos ahí, desnudo y palpitante, ahora por fin frente al mundo. Mientras damos la enhorabuena a Pablo, su madre, por la nueva y orgullosa criatura, no podemos evitar examinar sus facciones, comprobar la largura de sus pestañas, la potencia de su lloro. Y Pablo, extenuado tras el parto, lo ha dejado solo en una camilla a merced de las visitas, agradeciendo los plácemes, pero esperando el momento de comprobar el nivel de condescendencia de las felicitaciones.

Con el neonato en los brazos, la sonrosada piel de Yuri me ha hecho meditar un par de reflexiones. Sobre la criatura en si misma y sobre su hacedor. La primera reflexión es sobre ese medio de expresión que llamamos cine, arte de consumo masivo, híbrido de fascinación y puro entretenimiento, servido y esclavizado al mismo tiempo por su técnica complicada y por su dificultad de producción. Para mucha gente el niño sólo tendría que ser guapo, otros preferirían que fuera inteligente, otros que fuera las dos cosas. Algunos sólo pretenderíamos enamorarnos de él, y no sabríamos realmente decir qué es lo que tendría que tener para que así sucediera. 

Y nos olvidamos, en el paritorio, del complicado embarazo de la criatura. La cantidad de personas que han tenido que intervenir. No se trata de una novela, de un cuadro o de una canción, cuya orgullosa madre no deja de ser madre soltera, aún teniendo ciertas nociones básicas de como sacar la preñez adelante. No, aquí el parto es un esfuerzo conjunto, y la madre, el director, el padre de la criatura, no es solamente el artista que imagina la historia, la persona que siente lo que tiene que contar, es también un capataz de obra, un arquitecto y un ingeniero. Y el resultado algo que se somete al juicio de muchos, que además han visto miles de nacimientos parecidos. 

Porque son muchas cosas las que la gente en general puede esperar del neonato. La calidad del encuadre, las actuaciones, la perfección del guión, la idoneidad de la música. Que sea, simplemente, más o menos divertida. Pablo tiene que sentirse un poco abrumado por las diferentes miradas que la gente va a echar sobre su niño, la cantidad de voces autorizadas que va a tener que soportar, voces y miradas de una índole que él bien conoce, pues también las echa frecuentemente sobre los niños de los demás.

Y eso me lleva a la segunda reflexión. Qué se le pasa por la cabeza a una madre primeriza. Los cortometrajes de los directores noveles se los imagina uno como la prueba de fuego del propio talento. El director se debe pasar el embarazo enfrentado a la gran dicotomía: cómo ser fiel a lo que uno quiere hacer, y cómo conseguir, al tiempo, destacar y llamar la atención del público en general. Ante esto uno se encuentra con cortometrajes curiosos. Algunos se podrían llamar literatura visual, imágenes pseudobrilllantes con voces en off hablando de la vida y la muerte, se sonroja uno pensando en gente tan joven tratando de desentrañar las verdades de la vida con frases grandilocuentes e incomprensibles. Otros son teatro metafísico, varios personajes se reúnen para decir cosas profundísimas alrededor de una mesa. Otras veces, se trata de la idea feliz de turno, algo más o menos gracioso, estos suelen ser los mejores. El caso es ser capaz de desmenuzar el sentido de la vida en cinco minutos.

Y aquí es donde empieza mi crítica. Yuri no es así. Yuri es valiente. Pablo se ha decidido   a contar una historia. Pablo ha hecho cine. Ha tomado un tema que le interesaba y lo ha puesto en imágenes. Quería contar la vida de un astronauta y ha filmado un astronauta y un lanzamiento espacial, y las estrellas. 

En la puerta de la clínica ahora deben estar discutiendo sobre la técnica. Efectivamente hay cosas que comentar. Se echa en falta la explosión del avión de Yuri, puede que no se entienda del todo alguna escena, quizás los actores podrían haber ensayado más, algún encuadre mejorable. Pablo tenía razón en una cosa. Todos pensábamos que podríamos haber hecho un niño mejor.

Pero el caso es que Yuri funciona. Quizás no sea el más guapo, quizás no el más inteligente, pero es ambas cosas, y yo me voy a enamorar de él. Y esta vez creo que se por qué.

Yuri cuenta la historia de Yuri Gagarin, cosmonauta ruso que fue el primer hombre que salió al espacio, allá por el año 1961, en el famoso Sputnik. Y la frase anterior hay que tomársela al pie de la letra: Yuri cuenta la historia de Yuri Gagarin. Ni más ni menos. En seis minutos, con tres pinceladas. Pablo consigue contar, si no la vida entera, que sería imposible, sí la esencia de la vida de Gagarin en tres o cuatro escenas. Podrían haber sido más largas, podrían haber conseguido que se cerrara la visera del casco del cosmonauta, pero el caso es que el esplendor y caída de Yuri está completamente allí. La emoción de viajar al espacio, el enfrentamiento con su propia realidad, el vacío posterior, ya de vuelta a la Tierra, la incapacidad para pertenecer a algún sitio una vez que se ha llegado tan lejos.

Pero también está parte de la historia del siglo XX. El sueño de la Carrera Espacial que yo vislumbré en mis ojos de niño, las fronteras por traspasar, el esplendor futuro de la raza humana. Yo era de los que pensaba que a lo mejor podría llegar a vivir en la Luna o en Marte, antes de que el sueño cayera y nos diéramos cuenta de que al final resultó ser una falacia propagandística y económica. Esto también está en Yuri.

Y también está la infancia. Pueden verse los ojos de Pablo siendo niño, y de algunos otros que como él, leyendo la historia de Laika, no podíamos comprender, desde la incontestable lógica infantil, que la Carrera Espacial justificara la muerte de una pobre perra callejera. Valía más la vida del pobre animal, que era incapaz de entender lo que estaba sucediendo. Como Yuri.

Pero es verdad que el bebé podría haber sido más guapo. El trabajo de los actores echa en falta algo más de concreción, el diálogo de Yuri con su mujer siendo fundamental para la narración quizá adolezca de algo de empaque. El accidente final de Yuri puede que no quede lo suficientemente claro. Todo eso es cierto, todo eso es mejorable. Pero la técnica cinematográfica, con toda su capacidad de fascinación y su dificultad ha de estar puesta al servicio de otro talento, el de tener algo que contar y saber contarlo. Yuri tiene de sobra. Sin ese talento lo demás no serviría de nada, el niño sería guapo pero inexpresivo. Lo demás se aprende y se perfecciona, con más tiempo o más recursos. Pero el talento o se tiene o no se tiene. Y Yuri es un digno hijo del talento de su padre.

De todas formas, por si lo anterior aún no es convincente, que sea la bella escena final la que despeje dudas. Laika y Yuri solos por una llanura de fantasía, en una escena que se abrasa en luz, caminando hacia la eternidad, hacia nuestros sueños. Perra y hombre solos, los dos cosmonautas, individuales, únicos y cómplices, conocedores de un secreto que tan sólo ellos sabrían explicar.

Parafraseando los versos iniciales de Szymborska (tan bien recitados por la hermosa voz de Roszana Dalati), ante Yuri no bajéis los ojos, no miréis al suelo. 

Mirad a las estrellas.

martes, 23 de abril de 2013

APUNTES SOBRE TENOCHTITLAN. LA SOMBRA DE LA SERPIENTE


Mi buen Tonoliahn. Siempre te he sabido consejero certero y amigo leal, lo que ya es de apreciar en estos tiempos de intrigas y desencuentros. Tampoco ignoro que no sería un buen tlataoni, ni lo sería realmente en modo alguno, si pretendiera prescindir de vosotros los sacerdotes a la hora de sentarme en este trono. No, ni se me pasa por la cabeza. Tengo siempre en mente lo que ha sido nuestra historia, y no se me ocurriría seguir otro camino que los de tu estirpe marcastéis. La labor que hacéis la casta sacerdotal es fundamental para que el pueblo se mantenga de ánimo alegre, pero con ese punto de aprensión que permite mantenerlo quieto. Reconozco que durante décadas habéis dirigido lo vuestro con tino, y que sin los de tu condición mi poder no sería tal, pues los hombres no se conformarían con ser gobernados si no creyeran que quien lo hace se encuentra muy por encima de sus capacidades, cercano a la divinidad. Esa falta anima las revoluciones, y las revoluciones son el caos, y no hay imperio que se sostenga si cada hombre se cree con derecho a gobernarlo.

Pero no olvides, mi buen amigo, que nada de esto sirve si el hambre acecha los cuerpos, porque el alimento del alma sólo colma si saciada está la sangre, ni tampoco se detiene un ejército lanzándole oraciones, sino con flechas y lanzas. Así son las cosas, Tonoliahn, y no ignoro que en definitiva realizas tu trabajo, y lo haces bien. Mas yo soy el gran Ahuitzotl, no una comadre de rezo vespertino y de éxtasis frente al Templo Mayor. Yo no entrego mi vida a la contemplación y a la espera, sino que hago que sea posible esperar. Yo no sacrifico enemigos a la gloria de los dioses, pero soy quien os proporciona miles de enemigos a los que inmolar. Yo no tengo que creer, me basta con lograr que el pueblo pueda creer.

Así que no pretendas que tome en demasiado en serio las historias que me cuentas, por muchas señales que veas en las tripas de tus animales. Estos me sirvieron bien cuando hube de dirigir al pueblo a la lucha, aunque me extraña que pensaras que a mí me afectaban de alguna en manera en particular esos oráculos sangrientos. El color de la sangre no me importa cuando se trata de derramarla, y los vientos no deciden el triunfo en la batalla, a pesar de que casi todo mi pueblo, y tu mismo, lo creáis así.

Yo soy Ahuitzotl, monarca del pueblo más odiado de todos los lugares de esta tierra y el que reina sobre todos ellos. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí, tú ya conoces la historia, y sabes que hemos tenido que tragar mucho barro antes de poder construir con él las torres más altas que jamás vio hombre alguno. Así que no me pidas ahora que considere ni por un momento que todo lo que hemos levantado pueda caer en un día por el aliento de unos espíritus que dices saber que han llegado a las islas del oriente, a través del mar del este, en lo que llamas casas flotantes. Si algo ha llegado serán hombres, y contra hombres he luchado y jamás les tuve miedo. Nunca ví un espíritu empuñar una lanza, y sé que esto no va a ocurrir.

Percibo algo de sorpresa en tu rostro, como si estuviera diciendo herejías. Mira Tonoliahn, todavía no eres cihuacoatl, eres miembro de mi familia y creo que puedo hablarte sin máscaras ni aceites. Eres muy joven todavía, y tal vez demasiado bienintencionado, sólo eso explicaría que achaques sólo a la divinidad que seamos ahora los dominadores de esta tierra. Tampoco me extraña. Hace años que decidimos borrar el pasado, y encargamos a muchos como tú que escribieran una historia más acorde con nuestra actual posición. Todo esto, en realidad, fue idea de tu idolatrado Tlacaélel, adoración justificada, no lo pongo en duda. Al fin y al cabo fue el propio Tlacaélel, el gran sacerdote blanco de Quetzacoatl, el que unificó al pueblo, el que nos arrancó de la esclavitud. 

Fue él quien convenció a Iztcóatl, hace ya más de sesenta años, para que emprendiéramos una guerra que muchos daban por perdida contra los de Azcapotzalco, que era mejor liberarse del yugo de la esclavitud, aunque la única alternativa fuera la muerte. Tú, sin embargo, consideras a Tlacaélel como fungido con el hilo divino, como el confidente del poderoso Huitzilpochtli, el señor del sol. Le crees el portador de la verdad de los cielos, el gran intérprete de los designios y de los requerimientos de los dioses. Dada tu condición es lógico que pienses así. Pero todavía tienes mucho que aprender si pretendes ser algo más que el que vocifera los sacrificios en los altares, que el que recoge la sangre y la ofrece a los dioses en un cuenco de barro. 

Yo conocí muy bien a Tlacaélel, y te puedo asegurar, aunque te escandalice, que él no creía la mayor parte de lo que predicaba. Al menos al principio. Así es, Tonoliahn, aunque en este momento pienses que me he vuelto loco. Fue un gran orador, y consiguió enardecer al pueblo con la idea de que el mejor alimento del sol sería la sangre de nuestros enemigos. No obstante, su verdadero talento, su gran contribución, fue comprender que no podríamos reinar sobre los demás pueblos sin antes reinar sobre el nuestro. Entendió que si queríamos sobrevivir la plebe tendría que poner su vida en nuestras manos, ciega e irrevocablemente. Había que actuar como un cuerpo, arriba una  cabeza que piensa y decide los pasos, en el suelo unos pies obedientes que andan el camino. Para conseguirlo fueron muy útiles los dioses, y Tlacaélel muy hábil para hacerlos acudir a su llamada.

Ese fue su hallazgo, y fue un hallazgo certero, pues el resultado fue que tuvimos la suficiente fuerza para derrotar a Azcapotzalco y convertirnos en los dominadores del valle. Todo esto ya lo sabes, como todas las victorias que vinieron después, todas las ciudades que hemos conseguido someter en estos años. A pesar de todo te digo que jamás ví a Quetzacoatl ni a ningún otro sobrevolar los campos de batalla, sólo ví flechas y lanzas, y sangre de mexicas derramada.  

De todas formas, y para que lo tengas en cuenta, si quien te ha contado esa historia son los mayas, deberías desconfiar de la información, por mucho que les admires. Los mayas son un pueblo huidizo, como los animales pequeños, que viven en su selva protegidos por la superstición y la ignorancia. Hablan de un imperio que nadie recuerda y que aniquilaron ellos mismos, y se sienten orgullosos de sus ruinas convertidas en madrigueras de monos y de serpientes. Cuando vosotros escribís que su tierra de Mu y nuestra Aztlán son la misma cosa, no hacéis más que lo que fue ordenado, pero a mí se me tensan los músculos. Y lo cierto es que no creo en ninguna de las dos, pero me crispa la más lejana perspectiva de que provengamos del mismo origen, aunque ésto sea para vestir de herencia nuestra recien ganada grandeza. Sí, Tonoliahn, no me fió de los mayas. Detesto su orgullo de pueblo sin reino, de imperio de mil estados. Su arrogancia de superviviente que mira con superioridad lo que nosotros hemos logrado. Su dignidad de campesino que cree que puede dar lecciones a un rey. Odio sus templos mohosos y sucios que se mantienen firmes en la selva a pesar de que ellos mismos los ignoran. Y sé que, desde su presunción, serían felices si supieran que otro pueblo viene a conquistarnos. No creas lo que dicen, amigo mío. Ellos saben que van a perdurar siempre y creen que nosotros habremos de sucumbir, así que les divierte reírse de nosotros, cuando la verdad es que el único imperio desaparecido es el suyo. Presumen de que jamás nadie pudo someterlos, pero en este momento te digo que pronto habrán de cambiar las tornas, pues en cuanto terminemos la expansión hacia el mar del oeste y consiga dominar a algunos como los de Tlaxcala, he decidido impulsar el bienestar de mi pueblo hacia el sur, hacia los lugares donde quien aún no nos teme pronto habrá de hacerlo. 

Sigues en tu sorpresa. Más bien debería a mi sorprenderme tu fe en grandezas olvidadas y, por definición, dudosas. ¿De verdad te crees los cuentos de los mayas? ¿Crees de verdad que el gran Ahuitzotl, monarca de los mexicas adorado por la plebe, debe derramar su “divina” sangre periódicamente para complacer a los inexistentes dioses?¿No crees que es suficiente con todas las victorias que les estamos brindando? ¿Es que acaso estarías dispuesto a sugerir que a fin de aproximarnos al legendario esplendor de ese imperio de cuento yo debería mutilarme la lengua y los genitales ante la multitud enardecida? Se ve que nos conoces muy poco a tu pueblo y a mí.

En todo caso, mi buen consejero, y dejando de lado a los mayas, no creo que hayan sido estos los que han grabado en tu mente la idea de la serpiente emplumada. Porque esto, por encima de todo lo demás, es lo que enciende mi ira. Estoy dispuesto a enfrentarme a un ejército aunque sea mil veces más poderoso que el nuestro, aunque tengan millones de guerreros y no sólo casas flotantes sino también carros volantes. A estos podría hacerles sangre. Pero no sería quien soy si me limitara a palidecer o a arrodillarme jubiloso ante la llegada de Quetzacoatl montado sobre una nube. Es más, me decepciona comprobar qué clase de hombre crees que soy cuando me propones preparar al pueblo para la llegada del redentor. ¿Qué quieres decir con preparar al pueblo? ¿Debemos vestirnos todos de blanco y lanzarnos al lago en señal de sumisión? ¿O tal vez dejar de cultivar la tierra esperando que el buen dios vuelva a alimentarnos? Me parece que el mezcal se te ha subido a la cabeza.

Sí, tienes todavía mucho que aprender si de verdad te crees todas esas historias. ¿Tú has visto esta ciudad? Diría que hace mucho que no cruzas las calzadas y miras Tenochtitlán desde lo alto. Ya podrías, alguna vez, entre sacrificio y sacrificio, aprovechar la estatura del Templo Mayor y volver tu mirada hacia la realidad. ¿Dónde estaban tus dioses cuando la sacamos del agua? ¿Qué espíritus labraron sus muros, qué lágrimas del cielo le dieron sus brillos? ¿Qué otro lugar podría ser tan hermoso? ¿Aztlán? ¿Quién querría volver a Aztlán cuando puede contemplar esto? Mira, Tonoliahn, no creo que Quetzacoatl exista, ni ninguno de los otros. Sólo creo en el sol y este se comporta siempre igual. Ha de haber una explicación para él, como ha de tenerla la lluvia, pues el agua siempre está en movimiento, o el viento, que cambia de dirección. No son dioses todo lo que no llegamos a comprender del todo, pero aunque los dioses existan son sólo hombres los que pelean, y a estos, como te dije antes, se les combate con valor, no con supercherías.

Además, Quetzacoatl no va a volver después de lo que le hicimos. Nos enseña a cultivar la tierra y a fabricar mezcal, nos da la música y la risa y acabamos echándole porque se toma libertades con nuestras mujeres. ¿Les gustan las mujeres a esos espíritus de las islas? A mi sí. No me creerás un dios porque me gustan las mujeres.

Por otra parte, si no me equivoco al contar los ciclos de nuestro calendario, faltan aún más de veintiséis años para que el momento sea propicio. Así que según tus creencias queda todo ese tiempo para la venida de tu serpiente emplumada. Para entonces yo ya no estaré aquí, mi buen amigo.

Pero has sido leal, Tonoliahn, como lo fuiste siempre, y aprecio tu información. Demasiadas intrigas hay en palacio y tú eres de los pocos en los que puedo confiar. Lo cierto es que lo que dices me preocupa, porque mi deber como gobernante es admitir el riesgo por muy improbable que este sea, y he de salvaguardar a mi pueblo ante el acecho de lo imposible. Y no lo es tanto que nuestra fama haya llegado a lejanos oídos y que huestes codiciosas estén poniéndose en marcha. Por eso habrá que extremar la vigilancia en la costa y preparar a los guerreros para tales contingencias, si estas han de ocurrir. No dudes que son hombres de lo que hablan los mayas, y poderosos si el rumor ha llegado hasta sus orillas. Habrá que saber lo que pretenden y hasta donde quieren llegar. En todo caso, para no cometer errores, ten por seguro que atacaré primero y preguntaré después.

Ahora te he de pedir una última prueba de lealtad. Yo no viviré para siempre, pero tú aún eres joven y verás lo que tendrá que acontecer. Sabes que en la línea de sucesión hay ratas de templo, jovenes como tú discípulos entregados a las enseñanzas de Tlacaélel. Convino en aquel momento que creyeráis que proveníamos de una estirpe de reyes, de los toltecas o de los mayas, o de los mismos dioses si fuera necesario. Se os ordenó destruir los códices antiguos y crear unos nuevos, cambiar harapos por oropeles, y a ello os habéis entregado con una perfección que me llena de orgullo. Pero en vuestra generación no sólo recae el peso de reescribir el pasado, sino también de gobernar el futuro, y me temo que os hemos hecho creer demasiado en supersticiones. 

Yo siempre he tenido clara la frontera entre el cielo y la tierra, porque el hombre ha de estar dispuesto al trabajo y a la guerra cuando el momento lo precisa. Creo también que un buen tlataoani debe separar siempre ambas cuestiones, que aunque sea necesario inundar al pueblo de creencias el gobernante ha de estar por encima de ellas. Por eso no me tembló el pulso cuando tuve que declarar al propio Tlacaélel enemigo del imperio. Sí, por eso, Tonoliahn. Los ancianos se vuelven infantiles, y él terminó por creerse sus invenciones. Eso hubiera podido admitirlo. Pero me pareció peligroso cuando empezó a predicar que sólo los sacrificios voluntarios sería el alimento propicio para el sol. Sé que algunos creen que ordené matarlo, pero debes saber que aún tuvo lógica en su locura y él mismo se ofreció a los dioses. No fué necesario acabar con él, aunque tampoco lo hubiera yo dudado. 

Escucha, tonoliahn, el imperio se ha extendido por el valle y somos grandes y poderosos. Pero todo esto se puede venir abajo si los guerreros cambian las lanzas por los rezos. Todavía somos un imperio de sometimiento y guerra. Todos los pueblos desde aquí hasta el mar nos odian y esperan su oportunidad. Cuando esta llegue debemos estar listos para defender lo que hemos creado. Aquí es donde te necesito, Tonoliahn, has de servirme más allá de mi muerte, porque temo que quien reine sobre los mexicas no esté tan poco dispuesto como yo a creer las historias de los sacerdotes, y pueda pretender lanzar al pueblo en masa a su autoinmolación. 

Por eso, Tonoliahn, tendrás que serme fiel por encima de tus propias creencias, y decirle al emperador, antes de que sea demasiado tarde, que si decide ofrecer su reino a un dios, en realidad se lo estará entregando a un hombre.

jueves, 11 de abril de 2013

LA PIEDRA DE STONEBEACH


Al noreste de Yorkshire, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad de Arkham, existe un lugar desolado, barrido por el viento y la lluvia, que llena de congoja a todo aquel se aventura a adentrarse. Este paraje se conoce como páramo de Stonebeach, y es centro de leyendas y canciones populares. Lo más característico del páramo, como su nombre sugiere, es la casi total ausencia de vegetación, tan sólo musgos y líquenes que visten de un verde apagado las enormes rocas aplastadas. El lugar es una melancolía de árboles cuya vista, desde el centro del páramo, sólo llega a intuirse en dirección sur, donde en días muy claros puede vislumbrarse la vegetación ribereña de los ríos Myskatonic y Hull. La extensión es plana, apenas pequeñas lomas rompen una llanura monótona y triste, si bien las grandes rocas esconden entradas y recovecos, grutas que sugieren cuevas profundas y milenarias. Otra característica es el silencio, o más bien el constante hulular de un viento sin obstáculos, en un entorno estéril que los animales evitan y los hombres no consiguen dominar. 

El páramo ocupa toda la extensión de una meseta de varias decenas de kilómetros cuadrados, que se eleva unos cientos de metros por encima del pueblo del mismo nombre, Stonebeach, situado en la costa, unas dos millas al este. Este rectángulo gris se encuentra rodeado por los bosques y plácidas praderas fluviales del centro de Inglaterra, pero es ajeno a toda esa fertilidad, quedando como un extraño erial en el centro de un tapiz esmeralda. Quien se atreve a ascender la meseta y quedar al socaire del páramo, se ve sorprendido por un viento helado que corta la carne y aprieta el alma, y queda sumergido al instante en una profunda tristeza. 

Aún hoy ningún camino recorre el páramo, por el que raramente se aventura nadie en soledad, pues todos prefieren la certeza de un penoso rodeo al escalofrío de un atajo incierto. El acceso a Mouthsinn, la capital del condado, sólo puede realizarse desde el sur, siguiendo la carretera de la costa entre Bridlington y Scarborough, cuyo trazado prefiere desafiar los acantilados a la ruta interna, más recta seguramente, pero cruzando el lado sureste de los páramos. Stonebeach se convierte así en el único punto habitado en varias millas a la redonda, y no lo estaría siquiera si no se tratara de un puerto natural que gozó de cierto predicamento en épocas de contrabando. 

Si bien en los últimos años la instalación de algunas industrias pesqueras han dado al pueblo un cierto desarrollo, históricamente Stonebeach ha sido poco más que una aldea de pescadores de no excesiva fortuna, a los que el aislamiento y la cercanía del páramo habían dado fama de huraños y poco hospitalarios. Tal fama puede calificarse de injusta, y más debería decirse que los lugareños habían sido tradicionalmente desdeñados por su excentricidad con respecto al condado, tomando en respuesta una actitud de cierto desprecio hacia sus paisanos de Mouthsinn. Consideraban exagerada e inculta la prevención de éstos hacia el páramo, y solían responder con cierta vehemencia cuando se les preguntaba por las leyendas de personas desaparecidas al cruzarlo. Por su parte declaraban que nadie del pueblo había padecido mal alguno en el lugar, siendo quienes lo sufrían más bien forasteros inhábiles en el manejo de terrenos agrestes.

No obstante, cualquier conversación sobre el particular con un habitante de Stonebeach suele aún terminar con la fuerte recomendación de no permanecer en el páramo al caer la tarde y regresar a la posada antes de que se haga de noche. Cerca de esta posada, la única que existe en el pueblo, justo donde comienza la cuesta que lleva al páramo, existe una pieza arqueológica, un antiguo altar romano de granito en el que puede leerse la siguiente inscripción en latin:  

“a quien abandona el calor del hogar sólo le espera la soledad absoluta”.

El pequeño monolito se yergue sobre un llano al comienzo de la subida al páramo. Tiene la forma de un prisma que, si bien ya desgastado por el tiempo, sin duda fue de perfectas proporciones en su origen. La piedra es de granito, muy frecuente en la zona, y carece de cualquier otro símbolo o inscripción aparte de la que figura en su lado sur, en la cara que da la espalda al páramo. Su origen no es desconocido, habiendo quedado establecido que se trata de una de las marcas del antiguo “limes” romano, que marcaba la frontera del Imperio frente a las tribus bárbaras beligerantes del norte de Britannia. 

La documentación sobre ella y el propio páramo es abundante, conservándose en bibliotecas a lo largo del país referencias a ambos en crónicas manuscritas de diferentes épocas. En muchas de ellas se habla de desaparecidos, aquelarres y monstruosidades. En el siglo XIV la inquisición mandó arrasar con fuego el lugar ocho veces en apenas cincuenta años, y en los archivos del condado de Mouthsinn figuran con nombres y apellidos tres casos documentados de licantropía en el páramo. El más famoso de ellos fue el de Edward Moore, un bachiller de la época del gran teatro inglés, a principios del siglo diecisiete. La peripecia de este hombre viene relatada en un viejo manuscrito conservado precariamente en un remoto anaquel de los sótanos del edificio regidor de la capital del condado, edificio ahora reformado en su totalidad, y que fue pasto de las llamas varias veces en los últimos siglos. El manuscrito se salvó milagrosamente de aquellos incendios, si bien con secuelas, de manera que algunas partes del mismo han quedado ilegibles.

Edward Moore aparece en la crónica como Justicia Mayor de la ciudad de Mouthsinn, en la fecha de junio de 1612. Por lo que parece le lleva hasta Stonebeach la mediación en un litigio de lindes entre dos hermanos, lo cual ya empieza por resultar infrecuente, pues lo normal era que las vistas se celebraran en la capital del condado, pero cierta invalidez o enfermedad de uno de los litigantes hace que Moore se decante finalmente por visitar Stonebeach. Tal vez empujado también por la curiosidad que ya entonces suscitaba el páramo, Edward Moore llegó a la ciudad de Stonebeach el 8 de junio, noche de luna llena, acompañado de dos alguaciles y de un secretario, instalándose los cuatro en la posada de la entrada del páramo, posada que todavía existe, cuatrocientos años después.

Durante la noche nadie escucha un ruido, nadie ve nada, ni los tres acompañantes, ni el matrimonio dueño de la posada, ni un grupo de cinco arrieros que están también pernoctando allí, ni la gente del pueblo, nadie, pero a la mañana siguiente el Justicia de Mouthsinn no está en su cama, que amanece sin deshacer. La extrañeza de la desaparición empuja rápidamente a los dos alguaciles hacia el páramo, a peinar cada metro de tierra y roca, cada caverna accesible, durante tres largos días según la crónica. En tan breve periodo los rumores ponen el pueblo patas arriba, se habla de aullidos, extrañas marcas en las piedras al borde del camino, incluso un campesino llamado Flannery dice haber encontrado dos ovejas y un carnero muertos por la mañana, completamente desgarrados, y los lobos nunca suelen bajar hasta el poblado en esta época del año.  El amanecer del cuarto día Moore aparece. Viene del páramo, bajando la cuesta por su propio pie. Está desnudo, tan sólo conserva la parte inferior de su vestimenta, las calzas seguramente, camina apático, como sonámbulo, parece embrujado. Su frente arde. Y tiene unas horribles cicatrices en el cuerpo, sobre todo en el rostro, como si algún animal le hubiera arrancado parte de la nariz y del labio superior. 

Diez días con sus noches las pasa delirando el pobre Edward Moore en una cama de la posada de Stonebeach. Diez días en un duermevela, en silencio cuando está despierto, clavando a todo el que se acerca una mirada entre malvada y furiosa, y diez noches, que se las pasa murmurando palabras incomprensibles mientras duerme. El secretario manda aviso a Mouthsinn, y de allí envian a un clérigo cuyo nombre es algo parecido a S. Hoe, el manuscrito no se entiende muy bien en este punto, pero sí queda claro que es un experto en herejías y exorcismos. El clérigo hace el viaje de tres días armado con todas las artes de su oficio, pero al llegar, el duodécimo día después de la reaparición de Moore, el enfermo ya está mucho mejor, habla con total naturalidad y parece haber recuperado sus completas facultades. No recuerda nada, tan sólo que debió darse un golpe y cayó en una de las simas del páramo, probablemente después anduvo desorientado. Cuando le preguntan que por qué salió de la posada de madrugada, contesta que simplemente no recuerda haberlo hecho.

El clérigo declara que no tiene en qué intervenir, así que decide regresar cuanto antes a Mouthsinn, asuntos le reclaman allí, no sin antes recomendar fuertemente al Justicia que se tome unas semanas más de reposo para recuperarse completamente, y a los alguaciles que no le pierdan de vista, sobre todo por la noches. Y descansando se queda en el pueblo Edward Moore, quien se dedica en los días siguientes a pasear por los alrededores de la posada, siempre precavidamente alejado del páramo, disfrutando del aire salino y de la compañía de los curiosos habitantes de Stonebeach, para quienes el forastero no deja de ser un caso de chismorreo. Incluso los hermanos litigantes prefieren preguntarle por su incidente en el páramo a pedirle que entre a resolver su conflicto de una vez. 

Se dice también que es durante ese periodo cuando es el propio Moore, que por su oficio de leguleyo conoce perfectamente el latín, quien anota una primera salvedad a la traducción clásica de la piedra de Stonebeach. En aquella época la inscripción se interpretaba: “más allá de este altar sólo espera el desierto eterno”. Es Moore el primero que opina razonadamente que “focus” puede estar significando hogar en vez de altar, y que “vastitas” puede referirse a soledad y no a desierto. Así, lo reinterpreta de manera bastante parecida ya a la actual: "a quien cruza el umbral de su hogar sólo le espera la soledad eterna", exégesis más moralista, pero probablemente menos adecuada al propósito de la inscripción y, por supuesto, mucho menos elegante.

Casi cumplido el mes de su llegada a Stonebeach, Edward Moore vuelve a desaparecer. Nuevamente es luna llena, esto lo anota el secretario rápidamente, comenzando a desentrañar que Moore, en ausencia de otra explicación por el momento, es poco menos que un lunático. Esta vez, sin embargo, no les toma tanto de sorpresa. Los alguaciles, tras la visita del clérigo exorcista, habían organizado turnos de vigilancia, así que uno de ellos, al que le toca el turno de guardia esa noche, entre cabezada y cabezada lo ve salir en camisón de dormir por la puerta de atrás. Y tiene que asegurarse de que no está soñando cuando lo ve alejarse corriendo en dirección al páramo, a veces sobre sus pies a veces a cuatro patas, dando extraños saltos y profiriendo extraños alaridos. Así que el uno avisa al otro, y tras proveerse de un par de antorchas y de sus espadas, y tras organizar un cierto jaleo al que no queda ajeno el curioso pueblo, acaban saliendo en su busca con la nutrida compañía de al menos una docena de mozos de Stonebeach, también armados de antorchas, pero también con palos, martillos y guadañas.

La comitiva no tiene que andar mucho. Lo encuentran enseguida, tan sólo a una media legua de la posada. Está junto a un árbol, uno de los últimos que hay antes de llegar al páramo. Esta arrodillado junto a él, con la cabeza vuelta hacia el tronco. De lejos no se ve muy bien lo que hace, incluso alguien comenta que parece que está rezando. Pero al acercarse ven al Justica de Mouthsinn tratando de arrancar trozos de corteza con los dientes. Esa es la causa de las cicatrices de la cara, se está desgarrando la piel al hacer eso. Uno de los alguaciles le llama por su nombre. Moore se vuelve y salta hacia él como un animal salvaje. Y aún tiene tiempo de cortarle la yugular con sus dientes antes de que el otro alguacil le rebane la cabeza de un tajo certero.

La leyenda dice que la cabeza rodó ladera abajo y que quedó suspendida sobre las rocas del acantilado, donde se trabó y quedó convertida a su vez en piedra. Y es por eso que una de las piedras del acantilado de Stonebeach, que la imaginación hace aparecer como semejante al rostro de un hombre con una gran cicatriz entre la nariz y la boca, es conocida como la roca de la cara de Moore desde entonces.

lunes, 8 de abril de 2013

J'ai fait une promesse


-Y mis sentimientos no se irán, seguirán ahí por siempre. Aunque no pueda expresarlos, es una realidad. Aunque no quiera expresarlos, siguen ahí dentro. Y por mucho que me avergüence al ver tu rostro, por mucho que mi voz se entrecorte a cada sílaba expulsada por mi garganta, por mucho que mis lágrimas caigan desacompasadas y descontroladas haciendo cursos por mis mejillas, sé que, en el fondo de mi corazón, siempre guardaré un sitio para ti. Porque te amo, porque te amé, y porque te seguiré amando hasta el ocaso de mis días. Y esto es así desde que vi por primera vez tu rostro pasar por delante de mí, desde que nos presentó tu amigo, desde que me olvidé de mis miedos. Y sé que por mucho que me lo proponga, jamás podré olvidarte, porque formas parte de mi historia, de la historia que cada día trato de hacer un pelín más grande. Tu recuerdo me ayuda a seguir adelante, tu recuerdo me da las fuerzas que muchas veces me faltan. Porque cada vez que sueño, cada vez que me quedo dormido, veo tu cara, veo tu sonrisa, y ansío tocarla con la yema de mis dedos. Y sé que, a pesar de todo lo que tenga que decirte, debo dejarte marchar, y tratar de pasar página. Pasaré la página de un libro que tiene las páginas pegadas por el agua de mis lágrimas. Sé que será difícil, pero… ¡Qué demonios! Lo intentaré, y lo conseguiré, aunque ello me cueste la vida. Porque si hay alguien que merezca ser feliz, esa eres tú. Así que me iré, por donde la esperanza dibuja calaveras apegada a la desidia y al abandono. Trataré de alejarme por caminos sombríos, y volver de vez en cuando, para verte feliz. Para ver a mi niña feliz. Sé feliz, ahora que yo no puedo.

            El poeta finalizó así su primera obra no lírica, y comenzó a revisar ese último párrafo una y otra vez. Finalmente, encendió su pipa, y comenzó a reflexionar consigo mismo en su mecedora, a la entrada de su acogedora y a la vez humilde morada. Las vistas desde ese lugar eran espléndidas, dignas de la fotografía más hermosa que jamás podrías visualizar. La capilla sixtina se retorcería de envidia al ver la belleza que la naturaleza es capaz de mostrarnos a veces. Este mundo es hermoso, maravilloso, si eres capaz de abandonar tu mente y abstraerte dentro del complejo de la naturaleza. Los jilgueros se posaban en los brazos de la mecedora, y el anciano poeta desmenuzaba trozos de pan duro a sus pies, para que los animalitos comieran y le hicieran compañía. El apesadumbrado hombre mostraba su sonrisa ante tal escena, que tantas rimas le había inspirado, y que tantos quebraderos de cabeza le habían ahorrado. Acercó su minicadena, apoyada sobre la mesa de nogal, y la encendió, haciendo sonar una maravillosa canción a violines, piano y violonchelos. Mientras contemplaba a los jilgueros alimentarse, procedió a su metidación.
En esta ocasión debía elegir el nombre de su primera y probablemente última novela corta. Revisó mentalmente el argumento de su obra. Un joven, acostumbrado a los paseos por el campo y a la vida tranquila, decidió abandonar esa vida y adentrarse en el ajetreado mundo de la ciudad. Allí conoció a una hermosa chica, que cautivó su corazón desde el primer momento. Pero las cosas no siempre salen como quieres, y un malentendido acabó con todo ello. Él volvió al campo, y pasó semanas encerrado en su villa sin querer ver a nadie. Hasta que un día, ella le encontró, y le comentó que ahora salía con un nuevo chico. Él lo comprendió y dijo las palabras con las que abría este relato. El experimentado poeta debía dar un nombre a la obra, y comenzó a barajar nombres, y a jugar con el lenguaje que este precioso idioma nos brinda. Y, finalmente, lo encontró: “J’ai fait une promesse: Te hice una promesa”. Además, la novela iría acompañada con unos poemas a modo de broche final y a modo de ilustración de la historia. Pero no se sentía demasiado inspirado en ese momento como para abordar la ardua tarea de elaborar un poema del mismo calibre que la historia, por lo que decidió vagar por el bosque durante unos minutos, a modo de refrescar su alborotada cabeza de ideas y de estrofas.
La noche comenzaba a acomodarse en las lomas de las montañas. Poco a poco la luna iba desplazando a Lorenzo, con su ejército de estrellas y de oscuridad. El sueño de una vida pasajera comenzaba a cobrar sentido en la mente del poeta. Una vida efímera, pero vivida con toda la intensidad que los campos y los bosques permitían. Conforme atravesaba el camino, miles de recuerdos venían a su mente: la primera vez que besó y que fue besado, bajo la copa de un abedul; la primera vez que hizo el amor, bañado con su amada en el lago; los incontables paseos con su hija de la mano atravesando la acequia…
Ahora vivía solo en aquella humilde casa rodeada de árboles. Desde que su esposa falleció, aquel hogar se había quedado huérfano del calor familiar y de la melodía de sus risas. Tras algunos años, el poeta había aprendido a sobrellevar la pérdida de su amada, pero este suceso quedaría siempre reflejado en su obra. Desde ese suceso, sus versos se habían llenado de un aura de melancolía y tenebrismo dignos de Caravaggio. Por ello, decidió que igual era necesario abrirse a nuevos horizontes, o por lo menos aparcar, aunque de forma parcial, su principal labor. Así que decidió emprender la elaboración de una novela corta, para depurar su alma rota, y para, de paso, abrirse en el mercado juvenil que ansía con todo su espíritu leer a autores que expresen lo que ellos sienten.
            La noche se hizo notar finalmente en el horizonte, y las estrellas se instalaron por todo el firmamento. El ruido de los grillos era la única compañía que tenía nuestro poeta, siempre inmerso en sus pensamientos sin una voz que los calle. Un único pensamiento, que rondaba su mente hasta hacerla destruirse en mil añicos: “Que cuando duermo, sigo soñando contigo”. Después de tanto tiempo, aún era incapaz de aguantar sus lágrimas ante una pérdida tan dolorosa. La pérdida de un amor que había permanecido junto a él en los buenos y en los malos momentos. Tras unos instantes en los que dejó que las lágrimas revasaran sus globos oculares, decidió proseguir su marcha por el bosque, para seguir recordando grandes momentos en su ya anciana vida.
La luna y las estrellas eran la única iluminación que el poeta necesitaba para caminar entre los árboles y los matojos. A su alrededor, los conejos brincaban y jugaban entre ellos, los búhos detenían su caza para observarle pasar, y los ciervos detenían su marcha para dejarse acariciar por aquel poeta labriego. El anciano caballero de la barba mesada era realmente una parte más de todo aquel paisaje, pues los animales le asimilaban como uno más entre ellos. No le temían, no se sentían amenazados en su presencia y, aún mejor, habían llegado a quererle como a uno de los suyos.
El poeta conseguía apartar los malos pensamientos de su cabeza, y repasaba mentalmente la estructura de su novela, con la paciencia que un padre tiene al enseñar a su hijo. Su obra estaba comenzando a dar los primeros pasos, comenzaba a dar sus primeras palabras, y pronto abandonaría los pañales para comenzar a desenvolverse en el mundo de los libros publicados. El anciano sabía que debía cuidar el más mínimo detalle para poder publicarlo. Esta sería su obra cumbre. Esta sería la obra que le daría el reconocimiento que necesitaba. Tan sólo necesitaba unos poemas más…
Un joven labrador de campo que emigraba a la ciudad, y se encontraba con emociones nuevas, sentimientos nuevos, y enfrentamientos nuevos contra su propia cabeza. Si, ya se había escrito sobre esta temática, pero aquel poeta se guardaba un as bajo la manga: cuando la gente leyera la obra, no estarían leyendo a un personaje ficticio. Estarían leyendo la obra de su vida, la obra de su pasado. Una novela que le servía de autobiografía. Una obra que sería como el final de su propio cuento de hadas. El cuento de hadas que fue su primer amor.
De alguna manera, la nostalgia le hacía sentirse aún más viejo de lo que ya era. Recordaba su infancia, su tranquila adolescencia, sus múltiples viajes por los círculos literarios más selectos, sus viajes románticos callejeando por las calles de múltiples ciudades, reviviendo el espíritu del 98. Podía ver en una esquina a Manuel Machado, y a la siguiente esquina se encontraba a Unamuno. Revivir aquellos viajes le devolvía cierta alegría de la que perdía cada vez que pensaba en ella. Siempre la quiso casi tanto como a su extensa biblioteca. De hecho, con el paso de los años, de los momentos, y más aún con el fallecimiento de sus padres, terminó asimilando que sus libros no le animarían en momentos así, y que sólo tenía a su amada esposa. En el momento en el que se dio cuenta, se volvió en el marido modelo. Dejó la bebida por ella, rompió su carné de socio del Celta de Vigo, y terminó vendiendo muchos de sus poemas a revistas literarias, lo que le hizo ganar mucha fama en muy poco tiempo. Aún así, él prefería el amor de su esposa a cualquier contrato de pacotilla. Y, cuando era capaz de abandonar sus pensamientos y centrarse en el presente, mantenía aquella postura.
Cada recuerdo, emborronado por el paso del tiempo. Cada caricia, acicalada con palabras vacías que sonaban bien y con lágrimas que aún hoy seguían cayendo. No renunciaría a ello ni aunque cien soles cayeran sobre su ya demacrada espalda. Porque es un dolor que lleva sintiendo desde hace años, pero es un dolor al que se había acostumbrado, y, más importante aún: es un dolor al que ama y respeta como una personificación de su propia idealización femenina.
Aquel anciano al que en el pasado llamaron Tobias se lamentaba de que el Dios Tiempo estuviera borrando todo lo que amó. ¿Por qué se iban todos los recuerdos de los buenos momentos, y sin embargo los malos seguían estando ahí como el primer día? ¿Por qué se emborronaban todas sus vivencias hasta desaparecer? ¿Por qué Amor y Pasión habían huido hace tiempo, y Angustia e Ira seguían estando ahí?
Con el tiempo, había comenzado a personificar aquellos sentimientos. Pasión se había transformado en un retrato de su amada, mientras que Amor había pasado a ser su hija. Sin embargo, Ira era un retrato de sí mismo. ¿Por qué?
Poco a poco, en su cabeza se insalaban imágenes muy familiares, pero que había eliminado de su cabeza como un acto reflejo: cuerpos mutilados, pilas de niños muertos, mujeres huyendo sin ninguna dirección aparente, llorando, gritando el nombre de su hijo, y buscando por todos lados sin ninguna dirección concreta, rocas que se agolpaban sobre aquel pueblo. La iglesia derruida por el terremoto, y la ladera llena de rocas por la avalancha. Su mujer, desmayada por la confusión del momento, y su hijo, desaparecido. El fuego lo quemaba todo, incluido a su hijo. Y el gritaba, gritaba con todas sus fuerzas, y veía a su hijo calcinarse, y cuando vio que no podía hacer nada, lloró. Lloró como no lo hizo en su vida, mientras intentaba entrar en el fuego, y se creaba las llagas en las manos. Unas llagas que le acompañarían el resto de su vida.

Veía increible que con todo lo que había amado en su vida, el sentimiento que más se parecía a él era el de Ira. Tras la muerte de su hijo, había dejado de hacer muchas de las cosas que acostumbraba a hacer. Tuvo una hija preciosa, que ahora estaba en París. Pero dentro de él sabía que podría haberla amado mucho más de lo que hizo. Dentro de él se albergaba un sentimiento de desapego, por miedo a que volviera a ocurrir algo parecido. Cuando su esposa murió, se prometió a sí mismo que nunca más amaría a ninguna otra persona, y cuando su hija se fue, se convenció de que lo mejor era morir sólo. Sus amigos fueron falleciendo poco a poco, y con ellos, los pocos motivos que le mantenían con cierta alegría. Tan sólo la naturaleza y la poesía le mantenían las ganas de vivir. El bosque se convirtió en el lugar donde realmente podía demostrar su ternura. En cierto modo, se había obligado a mantener ese sentimiento solamente para el bosque. En cuanto entraba en su hogar, todo se tornaba extraño y sombrío, y la soledad se apoderaba de su alma. Ira le esperaba allí para recibirle con los brazos abiertos, y Angustia…
En su cabeza había identificado a Angustia con su fallecido hijo. Al verle sucumbir, quedó traumatizado de por vida. Su hijo se parecía mucho a él, por lo que no era de extrañar que se viera reflejado a sí mismo en aquel sentimiento. Pero Ira también jugaba un papel fundamental con esa misantropía que había desarrollado a raíz de aquello. Si, alejándose de la sociedad se alejaba también de Angustia, y de la imagen de su hijo. Pero con ello, también evitaba que estallara como un volcán su sentimiento de impotencia y de fragilidad contra una persona que no tuviera la culpa. No había olvidado aquello, al igual que tampoco había olvidado a la gente del pueblo, huir de un lado a otro, sin preocuparse por nadie más que de sí mismos.
Finalmente llegó al lago. Aquel lugar donde había vivido tantos momentos que el Dios Tiempo había emborronado. Se sentó en una roca, mientras los conejos y los ciervos se acercaban a beber, y el poeta volvió a llorar. Tenía asumido que pronto llegaría su hora, y que se reuniría con aquellas personas a las que tanto quiso. Sufría pena al pensar que su hija no volvería a verle, pero Tobías sabía que no podía seguir viviendo las mismas sensaciones una vez tras otra. Pronto recordó que unos años atrás había apretado una cuerda a un árbol, para hacer un columpio que nunca llegó a usar. Allí seguía, al lado del lago, con aquel neumático Michelín como base. Tras unos minutos, consiguió descolgar el columpio, y se hizo con la cuerda. Pronto las lágrimas volvieron a brotar, provocando un picor excesivo. Tras restregarse los ojos con una mano, se acercó al árbol en el que firmaría su última gran obra.

Con delicadeza pero con suma destreza colocó la cuerda alrededor de una de las ramas. Hizo varias comprobaciones, tensó la cuerda y se aseguró de que no hubiera errores. En ese momento el sentimiento de búsqueda de fama que había albergado al acabar la novela había desaparecido. Sabía perfectamente que la novela sería un éxito, la presentase él o no. Y además aquel incidente no haría sino aumentar su leyenda a título póstumo. No lo había pensado todo para que ocurriera de esa manera, pero no veía ningún motivo para no hacerlo. Y, en cambio, veía multitud de ellos para hacerlo. Sólo le lloraría una persona, y estaba lejos de allí para impedirlo.
Al girarse, se dio de bruces con la cruda realidad. La realidad era que un nuevo sentimiento había aparecido de la nada. Miedo. En aquel bosque sólo veía los árboles, los animales y a Pasión y Amor, por lo que le sorprendió encontrarse a una nueva personificación. Miedo llevaba unas ropas rasgadas y deshilachadas, heridas en los brazos, y tenía un gesto hosco en el rostro. Una rata se encontraba entre las dos piernas, y la sangre de las heridas caía sobre la orilla del lago de forma muy real. Tobías se acercó para tocar a Miedo, pero éste, sin llegar a mover ni un solo músculo de su cuerpo, se trasladó a un lateral del poeta. Tobías volvió a mirarle, pero Miedo había adoptado una forma diferente. Ahora tenía forma de serpiente gigante, como de un basilisco gigante. Tobías retrocedió unos pasos, pero chocó con algo. Al girarse, un espejo le reflejó a sí mismo, cuando aún era feliz. Se veía con su amada esposa, abrazada a su brazo, y agarrados a la pernera de sus pantalones, sus dos hijos, aún jóvenes y vivaces. Pero en su lateral izquierdo, comenzó a reflejarse una imagen que acabó con aquella estampa. Una lápida se mostró a su lado, y en ella ponía: “Tobías González Hidalgo. 1952-2013”. Al girarse para contemplar la lápida de frente, vio algo que había intentado refrenar durante hace mucho tiempo.
Vio a su hijo envuelto en llamas. Miedo estaba jugando con su cabeza, para terminar de vovlerle loco. Veía como su hijo se arrodillaba, mientras se tapaba el rostro y pedía auxilio. Las heridas eran tan reales que sentía que podía tocarlas si no fuera por el fuego. Finalmente su hijo dejó de gritar, y se quedo inmóvil. Tobías comenzó a llorar, estaba aterrorizado y no podía soportar una visión más. Había entendido el mensaje. Acabaría con todo, porque sabía que, aunque no tuviera nada por lo que seguir adelante, no era lo suficientemente valiente para llevar aquello a cabo.
Pero se levantó.
La silueta calcinada que momentos atrás fue su hijo se levantó. Y al mostrar su cara, descubrió que no era su hijo quién se quemaba. El rostro había sido transformado, y ahora era él mismo quién se levantaba de la orilla. Tobías se levantó, y al girarse, se dirijió a la cuerda, donde estaba esperando Miedo. Allí estaba, reflejado como Tobías, colgando de aquella rama, tambaleándose de un lado a otro. Pero Ira se había levantado. El humeante Tobías se dirigió a aquel cadáver mientras el auténtico Tobías veía la escena. Una auténtica lucha interior, que se resolvería hoy, sin ningún tipo de postergación.
El caos de su cabeza comenzó a dilucidarse como un orden claro de sucesos. Recordó aquellas cosas que le dieron miedo en esta vida, y aquellas que le provocaron la ira. A cada suceso que recordaba por cada lado, uno de los dos sentimientos se hacía más grande dentro de él. Por un lado, recordó su siempre latente miedo a los payasos, y a las serpientes. Recordó ese miedo que siempre tuvo a amar y no ser correspondido. Ese miedo a que no valoraran su esfuerzo, ese miedo a que todo en lo que creía fuera falso, ese miedo a lo nuevo.
Por otro lado, recordó aquel chico en el colegio que le humillaba delante de todos sus compañeros. Recordó aquel momento en el que aquella avalancha se llevó a su hijo de forma injusta, y recordó todas aquellas sensaciones que vivió sin poder evitarlas. Cada vez su rencor iba aumentando, y su aura se emsombrecía por momentos.
Pero, vestidas de rojo y de fucsia, Pasión y Amor entraron en su cabeza. Recordó el momento en el que conoció a su esposa, por las calles de Madrid. Recordó los preciosos momentos en el bosque, la primera vez que hizo el amor, la primera vez que abrazó a su mujer, y todo parecía cobrar otro matiz. Recordó la primera vez que cogió en sus brazos a su hijo, y cinco años más tarde, a su hija. Recordó el momento en el que comunicó la noticia de que serían abuelos a sus padres, y todas aquellas sensaciones. Recordó a todas las personas que pasaron por su vida, y que le reportaron momentos inolvidables, vivencias únicas… Y la guerra terminó.

Ira y Miedo habían desaparecido. Ya no estaban. Ya no había humo. Ya no había serpientes, ni espejos, ni hombres consumidos. Nada. Ahora sólo estaba él frente a la rama y la cuerda. Poco a poco se acercó a ella, mientras Angustia le acompañaba agarrado del brazo. De la nada, Angustia había cobrado un papel. Y Tobías sabía perfectamente por qué era.
A lo largo de su vida, la ira y el miedo le habían acompañado a lo largo de su vida. No nos engañemos, todos hemos sentido esos sentimientos. Pero, aunque logremos vencer en ocasiones a esos titanes, siempre queda la angustia del recuerdo. Siempre recordaremos esos momentos y sentiremos inquietud y desasosiego. Eso era lo que sentía Tobías en aquel momento, y ese era el siguiente enemigo a vencer.
Tampoco veía un motivo para hacerlo. Angustia es un sentimiento que nos acompañará siempre en los malos momentos, nos guste o no. Incluso cuando pensamos en la metáfora irónica que es la vida, Angustia siempre está allí. Podrá irse el dolor, podrá irse el miedo, la ira, pero la angustia de revivir esos momentos siempre estará allí, en forma de los anteriores sentimientos. Pero no serán ellos realmente, sino un reflejo de la angustia. Y eso era lo que había pasado.
Posaba su cabeza entre la cuerda, hasta que ésta le rodeó el cuello. No se atrevía a dejarse caer del todo, ni a terminar de posar su cabeza en lo profundo de la soga, cuando las dos musas volvieron a aparecer. Su hija le tendió la mano mientras apartaba la soga de su cuello, y su esposa le besaba de apasionada mientras le hacía volver a la orilla. Las dos musas se sumergieron en el lago, y él, como si se tratara de un sueño, andó ajeno a cualquier tipo de dolor, hasta encontrarse con ellas en el centro del lago. Amor entraba dentro de él, mientras pasión volvía a besarle.
Todos somos humanos, le dijo. Todos albergamos dentro estos senstimientos, le dijo. Y nunca deberíamos dejar que aquellos locos sobrepasen la barrera de la razón. Y Tobías comprendió finalmente el viaje que la razón le había obligado a sentir. Tobías necesitaba depurarse de todo. Tobías necesitaba desapegarse de todos aquellos sentimientos para poder volver a vivir de forma plena. Había perdido muchos años anclado en momentos fatales y en sentimientos equívocos pero irremplazables. Serían años que el Dios Tiempo nunca le devolvería, pero eran años que necesitaba para depurarse y para volver a ser feliz. En ese momento, no era feliz, pero era un gran avance.

Pronto retornó a su hogar, llamó a su editor, y fue a su oficina a entregarle la novela. Tobías se volvió un auténtico fenómeno de masas adolescente con su novela, pero no volvió a escribir nunca más. En una convención de literatura, conoció a la que sería su segunda esposa, y con la que vería el ocaso de sus días. Cada día que pasó con aquella mujer lo vivió como si fuese el último, intentando recobrar el tiempo que había perdido. Los pensamientos de traición a su esposa no estaban, porque cada noche, al apagar la luz de su cuarto, veía en una esquina a Pasión y a Amor, sonriéndole, mientras le susurraban poemas al oido.
Nunca volvió a pensar en la muerte.
Ni siquiera cuando llegó su hora la mencionó.
El Dios Tiempo hizo su trabajo y se fue, dándole una gran lección: nunca hay que dejarse llevar por los sentimientos. Y, de ser así, tan sólo debes entregarte al amor, porque es el único sentimiento puro dentro del ser humano. Es el único motor que debería movernos, y es por lo único que deberíamos luchar en esta vida.
Este humilde servidor lo intentará.
Seguiremos creyendo en las utopías.