Ventero, un vaso de vino. Que me aspen si no es ésta la peor venta de todo el puerto de Palos y éste el peor puerto de toda Andalucía. Llevo meses esperando y no voy a esperar un minuto más. ¡Ventero! ¿Es que no hay vino para un marino que acaba de cruzar todo el océano?. Sí, no miréis así, he venido en esa carabela que tanta curiosidad os suscita. Bajo mando del capitán Martín Alonso Pinzón, que Dios tenga en su gloria. Brindaré por el más osado marino de todos los tiempos, si tenéis a bien servirme ese vaso de vino.
Sí, ya veo que os interesa. Preparad esas bolsas si queréis escuchar el relato, que bastante sed traigo de todo este tiempo de peces salados y olla podrida. Mirad, este brazalete de oro me lo dio una india de la isla de San Salvador, que pareció quedar contenta de mis atenciones. Montañas de oro hemos visto, y vergeles como no podéis figuraros. ¿Mujeres?, no habréis conocido mozas como aquellas en todos los días de vuestra vida, y medio desnudas, que no hay que imaginarse qué habrá debajo de los cuarenta faltricones. Pero no permitáis que mi vaso se quede vacío, y os contaré todo lo que queráis saber.
Yo he cruzado el mar hasta mucho más allá del último confín conocido. A mi lado todos los que aquí estáis amargando vuestra vida con el rancio sabor de este mal vino, no sois más que aprendices de grumete en una barca de pescador. Así que escuchad si queréis aprender, y algún día podréis contar que estuvisteis con un hombre que participó en la mayor aventura que jamás se haya realizado. Acercaos, y escucharéis las mayores maravillas. ¡Ventero!, venga ese vaso de vino, que no se diga que en esta villa no se honra a los aventureros.
Todos recordaréis que allá por agosto del año pasado partieron de aquí tres carabelas mandadas por ese genovés que se ganó el favor de la reina. Sabréis que con la ayuda de los Pinzón y de los Niño pudo montar esa expedición que pretendía llegar a Catay por el oeste, ya que decía que el mar es redondo y que igual da ir por un lado que por otro. Además, el camino se acortaría considerablemente. Sí, ya sé que no lo creéis, en realidad casi nadie lo hizo, pero nos prometieron una paga suntuosa y participar de las riquezas que pudiéramos encontrar. Sí, entonces seguramente también os reísteis, pero si no os alistasteis en la expedición fue porque os faltó valor, o tal vez porque no estabais tan cansados como yo de arar tierras que apenas daban para sostener una casucha miserable y unos hijos enfermos. Para mí, al menos, era una oportunidad de salir de la miseria.
Pues bien, como decía, salimos rumbo a las Canarias. Colón, el genovés, iba al mando de la Santa María, mientras que yo estaba a bordo de la Pinta, dirigida por Martín Pinzón, que dios bendiga su alma. En aquellas islas estuvimos un tiempo, aprovisionándonos de todo lo necesario. Por el volumen de víveres que embarcamos se podía pensar que el viaje iba a ser largo, y más de uno en esos días ya se iba arrepintiendo de haber tomado parte. Sí, es cierto que seguramente ni el mismo Colón sabía la duración de la travesía, pero aún así seguimos adelante, no sin antes haber decidido en secreto parte de la tripulación que avanzaríamos hasta el punto en que fuera posible el regreso.
Salimos con buen viento en dirección oeste. Durante los primeros días el trabajo y la camaradería fueron suficientes para que el ánimo se mantuviera alto, así como el vino, que siguió corriendo por un tiempo a pesar de que los curas que nos acompañaban nos lo recriminaran a la menor ocasión. Estos, los curas, cumplían con su misión de mantenernos en el rebaño de Dios, y nos hacían rezar frecuentemente, temerosos de que el mar se tornara en llamas o de que las almas se perdieran a tantas leguas de los altares, quién sabe. Pero pronto aprendimos que los rezos son poca armadura para afrontar lo desconocido, y que en la Sagrada Palabra no se halla sanación para la demencia. Nada hay escrito que describa lo que estos ojos han visto. Mas no caigáis en la impaciencia, que mi sed aún no está saciada.
Otro vaso, ventero, que no se me seque el gaznate. Fueron pasando los días y las semanas, y aunque la navegación era relativamente tranquila algunos empezaron a inquietarse por la distancia recorrida. Lo cierto es que llevábamos ya más tiempo sin ver tierra firme de lo que nadie jamás lo había hecho en la historia. Colón nos iba dando cuenta de las leguas surcadas desde que empezamos viaje, mas algún marinero experimentado afirmaba que los cálculos del genovés estaban falseados y que diariamente navegábamos a mayor velocidad de lo que aquel consignaba, de modo y manera que nos hallábamos mucho más lejos de casa de lo que él decía. Así pues, cuando ya llevábamos algo más de un mes de travesía la idea general era que debíamos volver, y cada hora que pasaba sin signos de tierra cercana nos iba poniendo más y más nerviosos.
El cuerpo se resiente por carecer de carne y fruta fresca y el miedo es difícil de controlar cuando el vino escasea. Así que en los primeros días de octubre la principal ocupación de la tripulación era la de estar medio ociosos en cubierta mirando en todas direcciones, buscando indicios de tierra en el horizonte. Pero ni gaviotas ni siluetas, tan sólo alguna falsa alarma que sólo hizo que nos desesperanzáramos un poco más. Con todo ello las murmuraciones iban subiendo de tono, y cuando el vino se terminó tomó definitivamente cuerpo la idea de un motín.
Este se produjo finalmente en la Santa María, cuyos marineros amenazaron con tirar por la borda a colón si no accedía a emprender el regreso. Pero no creáis que aquí se acaba la historia, ni mucho menos. El capitán Martín Pinzón intervino entonces para tranquilizar a los hombres, so promesa de que regresaríamos si en unos pocos días no hallábamos tierra. Así lo juró el genovés, y el viaje pudo continuar. Los días siguientes fueron tensos, nadie confiaba realmente en que encontraríamos tierra firme, más bien temíamos que una vez cumplido el plazo pactado aún tendríamos que amotinarnos para hacer realidad la idea de darnos la vuelta. Sin embargo, una tarde divisamos gaviotas en el cielo, y a las pocas horas vimos un perfil en el horizonte.
Era una isla a la que llamamos San Salvador. Jamás vi playas tan blancas ni bosques tan frondosos, ni tan extrañas plantas y animales. Antes de bajar a tierra pusimos a punto los arcabuces y las espadas, y nos preparamos como si fuéramos a entrar en batalla, pues no sabíamos lo que habríamos de encontrar. Mas los habitantes de la isla se mostraron amistosos y nos dedicamos a intercambiar regalos con ellos, aunque no entendimos ni palabra de lo que decían. Vestían con apenas unos trapos y se adornaban con plumas y collares, en alguno de los cuales vimos muestras de oro. En cuanto a las mujeres no habré de deciros nada, porque la visión del fondo de mi vaso está haciendo que pierda la memoria. Así está mejor.
Tienen la piel oscura, al estilo de los gitanos y los moriscos, y son pequeños de estatura, con la nariz aplastada y los ojos saltones, semejante de lo que se dice de los habitantes de Catay, por lo que muchos creyeron que efectivamente nos encontrábamos cerca de aquellas tierras. Sí, las mujeres. Andaban semidesnudas, mostrando todo el tiempo sus senos. Además, se contorneaban de una manera graciosa y reían casi continuamente. Creedme, amigos, ellas tenían tanta curiosidad por nosotros como nosotros por ellas, y esto nos sirvió para conocer a algunas más de cerca. Y os diré otra cosa, jamás disfruté con mujer alguna, mora o cristiana, como lo hice con ellas. Eran la pura miel personificada, y se mostraban dispuestas a satisfacernos en toda ocasión. Nada de galanteos tediosos o temor de Dios. Nada de fornicio oculto con el sayón a medias. Aquello era el paraíso del hombre, sin barreras ni mandamientos. Pero no corráis a coger el primer barco, pues esto no ha de durar mucho, porque ya nuestros curas anduvieron a la gresca con esas liberalidades, poniendo todo su empeño en santificar las uniones. Por otra parte, en lo que se refiere a los indios, estos no dijeron una palabra de nuestros ardores.
Recorrimos algunas islas más con idénticos encuentros. En todas ellas buscamos huellas más cercanas del poder del Gran Kan, mas en ninguna hallamos certeza de haber alcanzado tales lugares. En la última de las islas, que llamamos La Española, perdimos la Santa María, que se estrelló con unas rocas al doblar un cabo al norte del país. Con los restos del naufragio fundamos una ciudad llamada Fuerte Navidad. Sí, amigos, en esas islas del otro lado del mundo hay una ciudad española, y allí han quedado compañeros míos, recogiendo pepitas de oro del tamaño de manzanas y disfrutando del encanto de las mujeres indias que, como os decía, bien saben contentar a un hombre.
Los indios son extraños. Nunca mostraron violencia hacia nosotros, ni tan siquiera recelo que nos hiciera temer una rebelión. En lugar de eso a mí me parecía que tenían un singular desapego por todo lo suyo, como si pensaran que sus bienes materiales pertenecen a todo aquel que quiera reclamarlos. Nosotros lucharíamos contra quien viniere a nuestras tierras si notáramos cualquier mínima intención de quitarnos lo que nos pertenece. Y creedme que razones les dimos para ello o, al menos, para que supusieran que vendría algo peor. Quien más y quien menos todos nos agenciamos objetos de oro como el que os acabo de enseñar, y siempre quisimos más y tomamos más de lo que nos ofrecían libremente. En cuanto a las mujeres nadie se contentaba con un solo encuentro, y estuvimos en varias ocasiones a un paso de forzarlas, y no dudo que alguno lo habrá hecho. Las mujeres de aquí habrían dado su vida por conservar su virtud, las del otro lado no conocen el significado de tal palabra. No quisiera estar en la piel de los religiosos, teniendo que enseñar los preceptos de nuestra fe a gente tan ajena a nuestras costumbres, y además sin poder catar la muestra, si bien se decía que más de uno ya lo había hecho.
Para el viaje de vuelta recopilamos todo aquello que pudimos embarcar. No sólo víveres y agua sino como estaréis pensando también un tesoro en objetos de oro. Además, diez indios de La Española se subieron a la Niña, junto con la mayor parte del botín. Pero permitidme que me siente en aquella mesa. Temo que las penalidades de este viaje hayan afectado a mi cuerpo, y me encuentro algo mareado. Aquí estaré mejor. Seríais tan amables de acercarme esa jarra de vino que duerme en manos del ventero.
No, no he hecho fortuna, si bien oportunidades tuve para ello. Todos sabíamos que en el interior de la selva hay una ciudad repleta de oro, cuyas casas, templos y calles están construidas de ese metal. Lo que allí se encuentra haría inmensamente ricos a mil hombres durante cien generaciones. Pero el genovés no permitió que nos introdujésemos en el interior de la isla durante el tiempo y con la profundidad necesaria como para encontrarla. Yo creo que el genovés, que pasaba los días en la choza del tal Gacanagarín, el jefe de los indios, sabía de éste la localización exacta de tal lugar, y seguro que cargó en la Niña con ayuda de los indios el monto suficiente para asegurarse la pecunia de por vida. A nosotros, empero, apenas nos ha concedido llevarnos un puñado de alhajas de dudoso valor, con la promesa de hacer cuentas al llegar a España.
Veo que intercambiáis miradas cómplices, pero yo os digo que jamás viviréis lo que yo he vivido. Tuve conocimiento con más de cuarenta mujeres de belleza como no se encontrará jamás en estas tierras de Castilla, y observé las mayores maravillas que jamás estuvieron al alcance de unos ojos cristianos. Uno no sabe lo desgraciada que es su vida hasta que descubre la felicidad de los demás, y me creáis o no, doy por buena la aventura aunque mi bolsa no esté llena.
Mas algo terrible se remueve en mis entrañas, que el vino no hace sino despertar. En el viaje de regreso topamos una tormenta de ferocidad tal como nunca marino pudo narrar. El plácido mar devino en olas de la altura de una catedral, de manera que era no cielo sino agua lo que veíamos sobre nuestras cabezas. El viento rugía con voz ronca y atronadora, y os juro por mi vida que aquella voz hablaba y decía las más terribles herejías. Aquello no era una galerna normal, más bien parecía una maldición del infierno como venganza a nuestra codicia. Que Dios me perdone pero yo vi cosas que me aterran sólo de recordarlas. En medio del batir de aquellas olas inmensas y de los estertores del mar alcé la vista hacia lo alto del palo mayor, y allí, volando en círculos en una macabra danza, pude ver a una extraña criatura que apenas puedo describir, pues tenía alas como un ave, pero de su cabeza salían tentáculos y, al mismo tiempo, y juro por Dios que digo la verdad, aquel engendro tenía semejanza con un hombre.
He llegado a dudar de mis sentidos, y me juré que jamás revelaría tamaños horrores, pero sólo el vino me consuela aunque nuble mi voluntad. A ti que llenas mi vaso, te contaré que aún vi algo más. Cuando una sacudida del oleaje me lanzó contra el suelo de cubierta pude observar, al resplandor de un relámpago, que por estribor se acercaban unos seres casi más terroríficos que el primero, pues aunque nadaban y parecían ser como hombres, tenían el cuerpo cubierto de escamas y en vez de miembros tenían aletas y tentáculos. Creo que nos habríamos vuelto locos si la voz de Martín Pinzón no se hubiera sobrepuesto al estruendo ordenándonos que tomáramos rumbo norte. Que Dios le bendiga por siempre.
En medio de la tormenta perdimos a La Niña, que literalmente desapareció ante nuestros ojos, y de esto no estoy seguro, pero me pareció ver que engullida por un monstruo marino que surgió del fondo y cuya boca era al menos tres veces más amplia que toda la envergadura de la carabela. Yo no vi nada más, pues perdí el conocimiento, seguramente golpeado por un barril u otro objeto pesado de los que volaban por cubierta como si fueran arena en la ventisca.
Cuando amainó el temporal Martín Pinzón decidió seguir rumbo a España y renunciar a encontrar a Colón, pues esto significaba virar hacia el sur y volver a dirigirnos de cara a la tormenta. Le esperamos unos días en las Azores, pero no apareció, quedando convencidos de que el genovés y su carabela se habían perdido definitivamente. Así que continuamos, y sin más contratiempo llegamos a Bayona. Allí Pinzón envió un despacho a los reyes pidiéndoles audiencia, ya que daba por hecho el naufragio del genovés. Pero le fue negada tal petición, pues la reina aún confía en el regreso de su protegido. Tras recibir tales noticias, la lealtad de Pinzón le aconsejó que tomáramos rumbo hacia aquí.
Y este es el final de la historia, pero aún os diré algo si os dignáis a llenar mi vaso una vez más. A poco de llegar a Castilla Martín Pinzón enfermó de un mal desconocido que ninguno de los médicos que le atendieron pudo descifrar. Murió ayer sin haber tenido tiempo de relatar los pormenores de nuestro viaje y sin tener opción de cobrar la recompensa debida. Yo os digo que ya nadie está a salvo en España ni en todo el mundo, porque algo malvado despertamos con nuestro atrevimiento, algo que irá a buscarme allí donde me vaya a esconder y que acabará por matarnos a todos.
No me creéis. No os culpo. El capitán ha muerto, la mayor parte del oro y los indios se han perdido con Colón. ¿Quién habrá de creer a este pobre infeliz sumido en el espanto? ¿Y quién aflojará la paga y la parte de lo agenciado tal como nos fue prometido? No, no os puedo culpar por no creerme, porque a veces pienso que lo que vi fue sólo producto del mal golpe que recibí en la tormenta, y también creo que todo lo demás tal vez fue sólo un sueño, que no vimos esas exóticas tierras y aquellas hermosas mujeres, y que en realidad lo que pasó es que tiramos a Colón por la borda y nos volvimos a casa sin llegar más allá. Tal vez Colón nunca existió, ¿vosotros le visteis alguna vez?.
¡Ah! La cabeza me da vueltas. Amable ventero, ¿tendrías aún un resto de caridad con este pobre enfermo y me permitiréis que descanse una horas en algún camastro que tengáis disponible? No puedo pagaros, pero seguro que Dios premiará vuestra misericordia cristiana. Sólo quiero un lecho seco en el que poder dormir sin pesadillas. Mañana inicio un viaje aún más largo hacia tierras de Extremadura, en busca de mi humilde casa y mi pobre familia, que sin duda nunca esperaron volverme a ver.
Me parece estar leyendo una novela histórica, tienes recursos para todo.
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