viernes, 13 de mayo de 2016

EL CARNERO

Doña Angelita no recuerda cuándo apareció en la puerta del Mercado de la Cebada aquel muchacho negro tan simpático. Y mucho menos en qué momento empezó a llamarle por su nombre, Placid, y dejó de ser un completo desconocido para convertirse en un rostro familiar que parece que lleva allí toda la vida.
 
Sería un lunes, o tal vez un jueves. Daba igual, porque doña Angelita va prácticamente todos los días al mercado con su carrito de la compra, a no ser que haga un tiempo de perros o se encuentre demasiado mal. Porque bien, lo que se dice bien bien, no se siente desde que cumplió los cuarenta años más o menos, y es que, como le gusta decir, si a partir de determinada edad te levantas de la cama y no te duele nada, es que te has muerto. Y no es que tales recados diarios le hagan especial falta. Pero le encanta acercarse dando un paseo a media mañana, mirar por los puestos por si se le antoja algo especial para comer, reponer fruta y verdura, comprar el pan, o simplemente por dar una vuelta.
 
A doña Angelita no le pesa tanto vivir sola como la sensación de no tener nada que hacer. La casa vacía es algo a lo que ya se ha ido acostumbrando después de veinte años de viudedad y con sus dos hijos viviendo con sus familias en la otra punta de Madrid desde hace también bastante tiempo. Incluso suele decir que así está tan a gusto, y que mientras pueda valerse por sí misma tampoco va a ir a dar la lata a nadie. Pero eso de estar mano sobre mano, perdiendo el tiempo tontamente, sentirse inútil, para sí misma y para los demás, eso es algo que lleva bastante peor.
 
 Normalmente, por lo menos una vez entre semana, alguno de sus hijos va a comer con ella desde su trabajo, a lo que hay que añadir algún sábado o domingo de reunión familiar, con nietos incluidos. Las provisiones de estos días, y las de sus propias necesidades básicas, no justifican completamente sus salidas diarias. Pero doña Angelita tira de voluntad, y sobreponiéndose a sus eternos dolores de huesos, se empeña en salir a toda costa, a ver el sol, la lluvia, el viento o lo que toque, a encontrarse con los vecinos y a charlar con los tenderos. Es un placer sano e irrenunciable para ella, algo que seguirá practicando mientras tenga corazón y la mantengan en pie esas maltrechas piernas.
 
Así fue. Placid apareció un día como otro cualquiera en la puerta principal del Mercado, la que da al teatro de La Latina, con una bufanda roja y un paquete de periódicos de “La Farola” bajo el brazo. Da los buenos días a los que entran, abriéndoles y sujetando la puerta si está cerrada. Siempre al acecho de poder echar una mano a quien lo necesite para ayudarle a remontar el carro por las escaleras de la plaza central del mercado, procurando colocar su periódico, ofreciéndose a llevarle a alguien las bolsas hasta el portal de su casa. Y sonriendo. Siempre. Mostrando unos dientes que parecen blanquísimos desde el fondo de su negro rostro, como si le iluminaran la cara y de paso toda la Carrera de San Francisco. Eso es lo que más le llama la atención a doña Angelita. Esa sonrisa. Constante y cercana.
 
-  Da gusto verte hijo, siempre de buen humor. -  Y Placid sonríe aún más, y le guiña un ojo, y le contesta que a ella también da gusto verla, siempre tan bien vestida y arreglada.
 
Al principio desconfió un poco, a decir verdad. Se oyen tantas desgracias por ahí. Hay tantos delitos y cosas raras. Doña Angelita duerme muy mal por las noches, sobre todo cuando en televisión ponen imágenes de violencia, o de gente pasando hambre y penurias. El caso es que tuvo su pequeña dosis de precaución inicial y aunque cada día le costaba más tirar del carrito escaleras arriba, declinaba los ofrecimientos de ayuda lo más amablemente que podía. Placid nunca insistía. Sabía que eso no solía servir para nada. Así que no perdía el tiempo ni la sonrisa con los rechazos, y simplemente no decía nada, o daba las gracias y se despedía. Lo más que llegó a escurrirle una vez, con su curioso acento y su mal español, fue:
 
-          ¿Y por qué no ascensor usted, por lo menos?
 
Ese día doña Angelita no contestó, pero se fue pensando que en realidad podría perfectamente usar el ascensor, y que si no lo hacía era por costumbre, porque llevaba comprando en el Mercado de la Cebada toda su vida y siempre había subido el carrito por la empinada y estrecha rampita que hay junto a las escaleras del mercado, y que el día que no pudiera hacerlo a lo mejor ya no querría volver. No obstante, se quedó pensativa. Y antes de llegar a casa ya había decidido que en realidad era una tontería, y que era la última vez que tiraba del carrito por las escaleras, que ya no tenía edad para hacer exhibiciones idiotas. El caso es que, sea por lo que fuere, a partir de ese momento empezó a mirar al chico negro de la puerta de mercado con otros ojos.
 
Placid va malviviendo con las pequeñas propinas que le dan y con lo poco que saca de la venta de La Farola. Duerme en un piso de Lavapiés con otros cinco inmigrantes. El piso lo encontró por la esposa de un conocido, que se las había arreglado para llegar a Melilla embarazada de siete meses, y que al nacer el niño pudo acogerse a la regularización de 2005. El piso se lo había proporcionado una ONG que se dedicaba a la integración de mujeres inmigrantes con niños a su cargo, bajo la condición de que acudiera a clases de español y de formación profesional. No entraba en el trato que el piso pudiera ser realquilado, pero solía hacerse la manga ancha en general, por lo menos hasta que la situación fuera insostenible por el número de inquilinos o por las quejas de los vecinos.
 
Placid duerme en el salón con otro compañero. Está deseando marcharse, pero esto es lo mejor que por ahora ha podido encontrar. De lo que gana en la puerta del mercado paga su alquiler y lo que se gasta en manutención. Ahorrar algo sigue siendo un objetivo a largo plazo, por no decir una quimera.
 
El día siguiente doña Angelita volvió a encontrarse con el carrito lleno al pie de las escaleras de la entrada principal, frente al teatro. Tenía el ascensor a su espalda que, además, lo que no era muy habitual, estaba vacío y abierto, listo para ser usado. Pero no se acababa de decidir. Había visto a aquel chico al entrar y había pensado, no sabía muy bien por qué, que si usaba el ascensor le haría una faena al pobre. Miró hacia arriba, indecisa, y enseguida lo vio bajar, tan dispuesto y sonriente como siempre. Esta vez no declinó que le cogiera el carrito, y tampoco rechazó la mano que Placid se las arregló para sacar del brazo de las revistas para que ella pudiera apoyarse al subir las escaleras. Y así, con el carrito en un brazo y doña Angelita y los ejemplares de La Farola en el otro, los dos aparecieron en la superficie de la Carrera de San Francisco. Al llegar arriba doña Angelita abrió su monedero y le deslizó un euro, que Placid no dudó en aceptar.
 
-          Muchas gracias, señora, yo encantado de ayudar. Yo por aquí siempre.
-          Bueno, bueno, hijo. Otro día ya veremos, que tampoco estoy para propinas diarias.
 
La anciana no ha llegado a utilizar el ascensor todavía. A partir de ese día es Placid el que tira del carro por las escaleras, que ella suele subir agarrada de su otro brazo. Al llegar a la calle, como un ritual, le da algo, lo que puede, y charla un rato con él.
 
Placid supo en poco tiempo que doña Angelita lleva viuda cerca de dos décadas, que su marido había trabajado de empleado de banca, que sus dos hijos se habían casado, que tenía cinco nietos, y que vive sola desde hace ya casi quince años, pero que, hijo, yo estoy la mar de bien así, que entro y salgo cuando me apetece y no tengo que dar cuentas a nadie. La tensión un poco alta, igual que el azúcar, la cadera fastidiada, revisiones de un cáncer de mama que le extirparon hace un par de años, idas y venidas al médico por las que Placid se interesa y le pregunta.
 
Poco a poco, también doña Angelita ha ido sabiendo cosas de Placid. A este le cuesta bastante hablar de sí mismo, y no es sólo por su escaso dominio del idioma, sino que se siente un poco avergonzado y un poco enfadado en lo que atañe a sus cosas. Eso cree doña Angelita, quien tuvo que insistir por su nombre, harta de llamarle “hijo” o “chico”. Placid se lo repitió varias veces, hasta que ella consiguió pronunciarlo bien.
 
-          Ah, como plácido, pero sin la o. Desde luego, bien que tus padres supieron elegir tu nombre. Te va como anillo al dedo.
 
Placid proviene de una pequeña aldea cercana a la capital de uno de esos países de África, cuyo nombre doña Angelita no llegó a retener en ningún momento, y que sólo sale en los telediarios cuando hay algún desastre, alguna epidemia o alguna guerra. Vivía allí con su padre y un hermano y una hermana mayores que él. Su madre había fallecido cuando él era pequeño, de una de esas enfermedades que en Europa suelen curarse. Su padre tenía algunas cabras y se dedicaba a vender leche y, de vez en cuando, alguno de los cabritos para carne. Iban sobreviviendo a duras penas. Pero allí no había muchas oportunidades. Por todas partes se hablaba de la próxima plaga, o de la guerrilla que bajaba buscando soldados entre los chavales, o, simplemente, de hambre y de desesperanza. Sus amigos y conocidos se habían ido marchando hacia Europa, en busca del frío, de los médicos, de la comida, del Real Madrid y del Barcelona.
 
Su hermano mayor se marchó primero, hace ya tres años. Placid no lo ve desde entonces. Llama de vez en cuando, dice que desde Alemania, también dice que le va bien, que trabaja en la construcción, que está ahorrando y que en unos años volverá y todo será diferente. Su hermana se fue un año después. Vive en Barcelona, se llaman periódicamente, cuando tienen saldo en la tarjeta. Ella le dice que se dedica a la limpieza, y que va tirando bastante bien con lo que va ganando. Placid cree que tuvo suerte, porque aquellos a los que compró el billete fueron buena gente, y no le robaron nada ni la obligaron a acostarse con hombres. Además, pronto se va a casar, dice, con un buen chico, con estudios, cree que tendrán un buen porvenir. Placid les cuenta que trabaja vendiendo periódicos en un mercado. Hace tiempo que los tres decidieron no hacerse demasiadas preguntas. Y no preocuparse. Y sonreír.
 
Su padre vendió todas las ovejas para poder pagar los pasajes a Europa de sus hijos. Eso se lo cuenta a doña Angelita un lluvioso y frio día de noviembre en el que la anciana se queda un rato a cubierto en la puerta del mercado esperando a que escampe.
 
-          ¿Todas? – pregunta sorprendida. – Pues hijo, ¿de qué está el pobre viviendo ahora?
-          Mi padre necesita poco, dice. – Y la sonrisa se congela ligeramente, como el día.
 
Vendió todas las ovejas poco a poco. Las últimas cuando a Placid le pidieron aquella cantidad por un viaje en camioneta junto a muchos otros a través del desierto, por un poco de agua y comida durante la semana larga que tardaron en llegar a la costa de Marruecos y, luego, por un lugar en la lancha atestada con la que él y otros veinticuatro consiguieron llegar contra todo pronóstico a una playa de Almería, en pleno verano.
 
-          Cuando nosotros llegar, todos desnudos, jaja, todos culos blancos.
 
La anciana se ríe con él, pero no ignora las penalidades por las que debió pasar. El largo viaje por el desierto y por el mar se le antoja una odisea imposible, un infierno de sudor, de hambre y de sed del que le extraña que nadie pueda sobrevivir. Pero Placid no habla mucho sobre el tema, pasa por él como de puntillas. Ni una palabra del miedo, o del agotamiento, o del dolor y la incertidumbre. - Ahora estoy aquí, - dice, y zanja el asunto con naturalidad.
 
Su padre vendió todas las ovejas menos una. Un carnero ya adulto al que decidió conservar. Les dijo que cuando volvieran mataría a la cabra y celebrarían los cuatro un gran banquete.
 
A doña Angelita le gustaría preguntarle, le extrañan algunas cosas, tampoco estamos aquí para regalar trabajo, en fin, ¿de verdad pensaban que aquí les irían mejor las cosas?, pero no lo hace, la respuesta es obvia. Por supuesto que sí, piensa, nadie hace ese viaje para nada. Muy mal deben andar las cosas por allí. Después,se queda callada, y como no sabe qué decir se le ocurre comentar que en España lo que comemos es cordero, que la carne del carnero viejo debe de estar muy dura, ¿no?, no debe estar muy buena. Pero Placid le contesta que no, que está deliciosa, que su padre la prepara de un modo especial, maravillosa, que a ella le encantaría probarla.
 
-          Pero no sé, no creo que el carnero viva mucho. Ni mi padre, yo creo, que ya es viejo.
 
Ese día doña Angelita se va a casa dándole vueltas. El carnero brama en su cabeza como si estuviera en celo. Se imagina una choza en medio de la sabana, con un hombre anciano sentado a la puerta, y una cabra de buen tamaño atada a un poste. Poco más alrededor, una extensión de campo amarilla y silenciosa, dentro de la choza lo básico, frutas y verduras para comer, y algo de paja para el animal. La mujer se pregunta cómo cocinará aquel hombre, para que un bicho de tanta edad pueda ser un plato comestible mejor que un cordero lechal al horno. Imposible.
 
-          La semana que viene es mi cumpleaños, – le dice a Placid mientras éste tira del carrito hacia la calle – y voy a preparar cordero asado para mis hijos, que vienen el sábado a comer. A ver si me sale tan rico como el carnero de tu padre. -Placid sonríe, - ellos venir más a verla, - dice luego, - no es bueno estar tanto sola.
Al día siguiente Placid no acepta la propina. En cambio, le regala a doña Angelita una figurita de madera, estilizada, representando a una mujer que lleva un fardo en la espalda y una cesta en la cabeza. – Las vende uno del piso, - le dice cuando ella protesta, - no cara.
 
El sábado doña Angelita se levanta pronto. Pone a calentar el horno y se dispone a pelar ajos. Saca el tomillo de la despensa y se pone a extender las paletillas y las piernas sobre una cazuela de barro. Sus ojos tropiezan con la figurita de madera, que ha colocado en la cocina, junto a los fogones, la tiene ahí para verla bien, además le parece el mejor sitio para ella, donde se prepara la comida, donde alimentas a los tuyos. “Buen muchacho pariste”, le dice.
 
De repente, una idea cruza por su cabeza. Apaga el horno y saca un cuchillo grande, con el que empieza a cortar el cordero en tajadas más pequeñas. Después se arrima una olla grande y pone a dorar los trozos de cordero. Más tarde añadirá un sofrito, agua, vino tinto y alguna especia más, y dejará cocer a fuego lento durante un buen rato.
 
A media mañana coge el teléfono y llama a sus hijos. – Oye, que se ha muerto mi amiga Juana, y que tengo que ir al funeral. Dejamos la comida para mañana, o para el sábado que viene. – Sus hijos no tenían ni idea de que su madre tuviera una amiga llamada Juana que estuviera enferma, pero lo aceptan tranquilamente, lo cierto es que no conocen el nombre de todas las conocidas de ella, y la gente de esa edad tiene la mala costumbre de morirse en el momento menos oportuno. Bueno, no pasa nada, le dicen, e inmediatamente se adaptan sin problemas al cambio de planes.
 
Después sale de casa. Hace una primera parada, y luego se dirige al mercado. Placid le dice que no, que no tenía planes para comer, pero que no quiere ser molestia, que pensaba que iba a comer con sus hijos. Ella le dice que al final no vienen, y que no sabe qué va a hacer con tanta comida, que si no viene la va a tener que tirar. Placid acepta de buen grado.
 
Se empeña en comprar el pan. Ella le sirve vino mientras comen. Placid está feliz. Hablan de comida, de costumbres, de sus familias, de lo graciosas que le parecen a Placid algunas cosas de España, y de los tópicos con los que ella identifica el África negra, cosa que a él le hace todavía más gracia. Al recoger la mesa, doña Angelita le dice:
 
-          Pues mira, he preparado el cordero como he pensado que se parecería más al que prepara tu padre, que me dejaste el otro día medio envidiosa. – Placid se ríe de la ocurrencia. – Seguro que el de mi padre le encantaría a usted. – le contesta, y sigue riendo. Pero se queda callado de golpe cuando ella le acerca un sobre cerrado y le dice, muy seria: - mira, esto es para que vayas a ver a tu padre y compares su carnero con mi cordero, a ver cuál es mejor.
 
Placid no sabe si reír o llorar cuando lo abre. Intenta rechazar lo que contiene, pero ella insiste, y él sabe que seguramente no tendrá una oportunidad igual. Y su padre es tan mayor, y el carnero, tampoco vivirá mucho. Doña Angelita insiste, - serías tonto si te lo pensaras. Mira, Placid, haz lo que te parezca, pero no quiero volver a verte por la puerta del Mercado de la Cebada, al menos por una buena temporada. Y a ver si llega para tus hermanos.
 
Cuando él se va, después de unas cuantas lágrimas, besos, risas y promesas, la anciana termina de recoger tranquilamente la cocina y se recuesta en su sillón a ver un rato la televisión. Vagamente piensa que a lo mejor sus hijos se molestan un poco cuando les diga que casi ha dejado temblando la cuenta de ahorro, pero en realidad le da exactamente lo mismo. Lo único que le molesta un poco es no poder volver al mercado, porque esas escaleras son demasiado empinadas para una señora tan mayor como ella.
 
Y ese ascensor no pega en el mercado, no es para mí, yo ya soy de otra época. Me tendrían que hacer otra vez, ya sé que soy una cabezota, pero es que, soy así, qué le vamos a hacer – se dice. Después, se estira en el sillón y se concentra en lo que dan por televisión. En pocos minutos se queda profundamente dormida, satisfecha, y plácida.
 

2 comentarios:

  1. muy bueno César... muy íntimo, muy humano. Se ve que le estás cogiendo el truquillo a eso de volverte un observador-narrador-imaginador
    Me ha gustado!

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  2. Gracias, Rows. Me encanta que te guste, especialmente a ti. Un beso!

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