Mi buen Tonoliahn. Siempre te he sabido consejero certero y amigo leal, lo que ya es de apreciar en estos tiempos de intrigas y desencuentros. Tampoco ignoro que no sería un buen tlataoni, ni lo sería realmente en modo alguno, si pretendiera prescindir de vosotros los sacerdotes a la hora de sentarme en este trono. No, ni se me pasa por la cabeza. Tengo siempre en mente lo que ha sido nuestra historia, y no se me ocurriría seguir otro camino que los de tu estirpe marcastéis. La labor que hacéis la casta sacerdotal es fundamental para que el pueblo se mantenga de ánimo alegre, pero con ese punto de aprensión que permite mantenerlo quieto. Reconozco que durante décadas habéis dirigido lo vuestro con tino, y que sin los de tu condición mi poder no sería tal, pues los hombres no se conformarían con ser gobernados si no creyeran que quien lo hace se encuentra muy por encima de sus capacidades, cercano a la divinidad. Esa falta anima las revoluciones, y las revoluciones son el caos, y no hay imperio que se sostenga si cada hombre se cree con derecho a gobernarlo.
Pero no olvides, mi buen amigo, que nada de esto sirve si el hambre acecha los cuerpos, porque el alimento del alma sólo colma si saciada está la sangre, ni tampoco se detiene un ejército lanzándole oraciones, sino con flechas y lanzas. Así son las cosas, Tonoliahn, y no ignoro que en definitiva realizas tu trabajo, y lo haces bien. Mas yo soy el gran Ahuitzotl, no una comadre de rezo vespertino y de éxtasis frente al Templo Mayor. Yo no entrego mi vida a la contemplación y a la espera, sino que hago que sea posible esperar. Yo no sacrifico enemigos a la gloria de los dioses, pero soy quien os proporciona miles de enemigos a los que inmolar. Yo no tengo que creer, me basta con lograr que el pueblo pueda creer.
Así que no pretendas que tome en demasiado en serio las historias que me cuentas, por muchas señales que veas en las tripas de tus animales. Estos me sirvieron bien cuando hube de dirigir al pueblo a la lucha, aunque me extraña que pensaras que a mí me afectaban de alguna en manera en particular esos oráculos sangrientos. El color de la sangre no me importa cuando se trata de derramarla, y los vientos no deciden el triunfo en la batalla, a pesar de que casi todo mi pueblo, y tu mismo, lo creáis así.
Yo soy Ahuitzotl, monarca del pueblo más odiado de todos los lugares de esta tierra y el que reina sobre todos ellos. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí, tú ya conoces la historia, y sabes que hemos tenido que tragar mucho barro antes de poder construir con él las torres más altas que jamás vio hombre alguno. Así que no me pidas ahora que considere ni por un momento que todo lo que hemos levantado pueda caer en un día por el aliento de unos espíritus que dices saber que han llegado a las islas del oriente, a través del mar del este, en lo que llamas casas flotantes. Si algo ha llegado serán hombres, y contra hombres he luchado y jamás les tuve miedo. Nunca ví un espíritu empuñar una lanza, y sé que esto no va a ocurrir.
Percibo algo de sorpresa en tu rostro, como si estuviera diciendo herejías. Mira Tonoliahn, todavía no eres cihuacoatl, eres miembro de mi familia y creo que puedo hablarte sin máscaras ni aceites. Eres muy joven todavía, y tal vez demasiado bienintencionado, sólo eso explicaría que achaques sólo a la divinidad que seamos ahora los dominadores de esta tierra. Tampoco me extraña. Hace años que decidimos borrar el pasado, y encargamos a muchos como tú que escribieran una historia más acorde con nuestra actual posición. Todo esto, en realidad, fue idea de tu idolatrado Tlacaélel, adoración justificada, no lo pongo en duda. Al fin y al cabo fue el propio Tlacaélel, el gran sacerdote blanco de Quetzacoatl, el que unificó al pueblo, el que nos arrancó de la esclavitud.
Fue él quien convenció a Iztcóatl, hace ya más de sesenta años, para que emprendiéramos una guerra que muchos daban por perdida contra los de Azcapotzalco, que era mejor liberarse del yugo de la esclavitud, aunque la única alternativa fuera la muerte. Tú, sin embargo, consideras a Tlacaélel como fungido con el hilo divino, como el confidente del poderoso Huitzilpochtli, el señor del sol. Le crees el portador de la verdad de los cielos, el gran intérprete de los designios y de los requerimientos de los dioses. Dada tu condición es lógico que pienses así. Pero todavía tienes mucho que aprender si pretendes ser algo más que el que vocifera los sacrificios en los altares, que el que recoge la sangre y la ofrece a los dioses en un cuenco de barro.
Yo conocí muy bien a Tlacaélel, y te puedo asegurar, aunque te escandalice, que él no creía la mayor parte de lo que predicaba. Al menos al principio. Así es, Tonoliahn, aunque en este momento pienses que me he vuelto loco. Fue un gran orador, y consiguió enardecer al pueblo con la idea de que el mejor alimento del sol sería la sangre de nuestros enemigos. No obstante, su verdadero talento, su gran contribución, fue comprender que no podríamos reinar sobre los demás pueblos sin antes reinar sobre el nuestro. Entendió que si queríamos sobrevivir la plebe tendría que poner su vida en nuestras manos, ciega e irrevocablemente. Había que actuar como un cuerpo, arriba una cabeza que piensa y decide los pasos, en el suelo unos pies obedientes que andan el camino. Para conseguirlo fueron muy útiles los dioses, y Tlacaélel muy hábil para hacerlos acudir a su llamada.
Ese fue su hallazgo, y fue un hallazgo certero, pues el resultado fue que tuvimos la suficiente fuerza para derrotar a Azcapotzalco y convertirnos en los dominadores del valle. Todo esto ya lo sabes, como todas las victorias que vinieron después, todas las ciudades que hemos conseguido someter en estos años. A pesar de todo te digo que jamás ví a Quetzacoatl ni a ningún otro sobrevolar los campos de batalla, sólo ví flechas y lanzas, y sangre de mexicas derramada.
De todas formas, y para que lo tengas en cuenta, si quien te ha contado esa historia son los mayas, deberías desconfiar de la información, por mucho que les admires. Los mayas son un pueblo huidizo, como los animales pequeños, que viven en su selva protegidos por la superstición y la ignorancia. Hablan de un imperio que nadie recuerda y que aniquilaron ellos mismos, y se sienten orgullosos de sus ruinas convertidas en madrigueras de monos y de serpientes. Cuando vosotros escribís que su tierra de Mu y nuestra Aztlán son la misma cosa, no hacéis más que lo que fue ordenado, pero a mí se me tensan los músculos. Y lo cierto es que no creo en ninguna de las dos, pero me crispa la más lejana perspectiva de que provengamos del mismo origen, aunque ésto sea para vestir de herencia nuestra recien ganada grandeza. Sí, Tonoliahn, no me fió de los mayas. Detesto su orgullo de pueblo sin reino, de imperio de mil estados. Su arrogancia de superviviente que mira con superioridad lo que nosotros hemos logrado. Su dignidad de campesino que cree que puede dar lecciones a un rey. Odio sus templos mohosos y sucios que se mantienen firmes en la selva a pesar de que ellos mismos los ignoran. Y sé que, desde su presunción, serían felices si supieran que otro pueblo viene a conquistarnos. No creas lo que dicen, amigo mío. Ellos saben que van a perdurar siempre y creen que nosotros habremos de sucumbir, así que les divierte reírse de nosotros, cuando la verdad es que el único imperio desaparecido es el suyo. Presumen de que jamás nadie pudo someterlos, pero en este momento te digo que pronto habrán de cambiar las tornas, pues en cuanto terminemos la expansión hacia el mar del oeste y consiga dominar a algunos como los de Tlaxcala, he decidido impulsar el bienestar de mi pueblo hacia el sur, hacia los lugares donde quien aún no nos teme pronto habrá de hacerlo.
Sigues en tu sorpresa. Más bien debería a mi sorprenderme tu fe en grandezas olvidadas y, por definición, dudosas. ¿De verdad te crees los cuentos de los mayas? ¿Crees de verdad que el gran Ahuitzotl, monarca de los mexicas adorado por la plebe, debe derramar su “divina” sangre periódicamente para complacer a los inexistentes dioses?¿No crees que es suficiente con todas las victorias que les estamos brindando? ¿Es que acaso estarías dispuesto a sugerir que a fin de aproximarnos al legendario esplendor de ese imperio de cuento yo debería mutilarme la lengua y los genitales ante la multitud enardecida? Se ve que nos conoces muy poco a tu pueblo y a mí.
En todo caso, mi buen consejero, y dejando de lado a los mayas, no creo que hayan sido estos los que han grabado en tu mente la idea de la serpiente emplumada. Porque esto, por encima de todo lo demás, es lo que enciende mi ira. Estoy dispuesto a enfrentarme a un ejército aunque sea mil veces más poderoso que el nuestro, aunque tengan millones de guerreros y no sólo casas flotantes sino también carros volantes. A estos podría hacerles sangre. Pero no sería quien soy si me limitara a palidecer o a arrodillarme jubiloso ante la llegada de Quetzacoatl montado sobre una nube. Es más, me decepciona comprobar qué clase de hombre crees que soy cuando me propones preparar al pueblo para la llegada del redentor. ¿Qué quieres decir con preparar al pueblo? ¿Debemos vestirnos todos de blanco y lanzarnos al lago en señal de sumisión? ¿O tal vez dejar de cultivar la tierra esperando que el buen dios vuelva a alimentarnos? Me parece que el mezcal se te ha subido a la cabeza.
Sí, tienes todavía mucho que aprender si de verdad te crees todas esas historias. ¿Tú has visto esta ciudad? Diría que hace mucho que no cruzas las calzadas y miras Tenochtitlán desde lo alto. Ya podrías, alguna vez, entre sacrificio y sacrificio, aprovechar la estatura del Templo Mayor y volver tu mirada hacia la realidad. ¿Dónde estaban tus dioses cuando la sacamos del agua? ¿Qué espíritus labraron sus muros, qué lágrimas del cielo le dieron sus brillos? ¿Qué otro lugar podría ser tan hermoso? ¿Aztlán? ¿Quién querría volver a Aztlán cuando puede contemplar esto? Mira, Tonoliahn, no creo que Quetzacoatl exista, ni ninguno de los otros. Sólo creo en el sol y este se comporta siempre igual. Ha de haber una explicación para él, como ha de tenerla la lluvia, pues el agua siempre está en movimiento, o el viento, que cambia de dirección. No son dioses todo lo que no llegamos a comprender del todo, pero aunque los dioses existan son sólo hombres los que pelean, y a estos, como te dije antes, se les combate con valor, no con supercherías.
Además, Quetzacoatl no va a volver después de lo que le hicimos. Nos enseña a cultivar la tierra y a fabricar mezcal, nos da la música y la risa y acabamos echándole porque se toma libertades con nuestras mujeres. ¿Les gustan las mujeres a esos espíritus de las islas? A mi sí. No me creerás un dios porque me gustan las mujeres.
Por otra parte, si no me equivoco al contar los ciclos de nuestro calendario, faltan aún más de veintiséis años para que el momento sea propicio. Así que según tus creencias queda todo ese tiempo para la venida de tu serpiente emplumada. Para entonces yo ya no estaré aquí, mi buen amigo.
Pero has sido leal, Tonoliahn, como lo fuiste siempre, y aprecio tu información. Demasiadas intrigas hay en palacio y tú eres de los pocos en los que puedo confiar. Lo cierto es que lo que dices me preocupa, porque mi deber como gobernante es admitir el riesgo por muy improbable que este sea, y he de salvaguardar a mi pueblo ante el acecho de lo imposible. Y no lo es tanto que nuestra fama haya llegado a lejanos oídos y que huestes codiciosas estén poniéndose en marcha. Por eso habrá que extremar la vigilancia en la costa y preparar a los guerreros para tales contingencias, si estas han de ocurrir. No dudes que son hombres de lo que hablan los mayas, y poderosos si el rumor ha llegado hasta sus orillas. Habrá que saber lo que pretenden y hasta donde quieren llegar. En todo caso, para no cometer errores, ten por seguro que atacaré primero y preguntaré después.
Ahora te he de pedir una última prueba de lealtad. Yo no viviré para siempre, pero tú aún eres joven y verás lo que tendrá que acontecer. Sabes que en la línea de sucesión hay ratas de templo, jovenes como tú discípulos entregados a las enseñanzas de Tlacaélel. Convino en aquel momento que creyeráis que proveníamos de una estirpe de reyes, de los toltecas o de los mayas, o de los mismos dioses si fuera necesario. Se os ordenó destruir los códices antiguos y crear unos nuevos, cambiar harapos por oropeles, y a ello os habéis entregado con una perfección que me llena de orgullo. Pero en vuestra generación no sólo recae el peso de reescribir el pasado, sino también de gobernar el futuro, y me temo que os hemos hecho creer demasiado en supersticiones.
Yo siempre he tenido clara la frontera entre el cielo y la tierra, porque el hombre ha de estar dispuesto al trabajo y a la guerra cuando el momento lo precisa. Creo también que un buen tlataoani debe separar siempre ambas cuestiones, que aunque sea necesario inundar al pueblo de creencias el gobernante ha de estar por encima de ellas. Por eso no me tembló el pulso cuando tuve que declarar al propio Tlacaélel enemigo del imperio. Sí, por eso, Tonoliahn. Los ancianos se vuelven infantiles, y él terminó por creerse sus invenciones. Eso hubiera podido admitirlo. Pero me pareció peligroso cuando empezó a predicar que sólo los sacrificios voluntarios sería el alimento propicio para el sol. Sé que algunos creen que ordené matarlo, pero debes saber que aún tuvo lógica en su locura y él mismo se ofreció a los dioses. No fué necesario acabar con él, aunque tampoco lo hubiera yo dudado.
Escucha, tonoliahn, el imperio se ha extendido por el valle y somos grandes y poderosos. Pero todo esto se puede venir abajo si los guerreros cambian las lanzas por los rezos. Todavía somos un imperio de sometimiento y guerra. Todos los pueblos desde aquí hasta el mar nos odian y esperan su oportunidad. Cuando esta llegue debemos estar listos para defender lo que hemos creado. Aquí es donde te necesito, Tonoliahn, has de servirme más allá de mi muerte, porque temo que quien reine sobre los mexicas no esté tan poco dispuesto como yo a creer las historias de los sacerdotes, y pueda pretender lanzar al pueblo en masa a su autoinmolación.
Por eso, Tonoliahn, tendrás que serme fiel por encima de tus propias creencias, y decirle al emperador, antes de que sea demasiado tarde, que si decide ofrecer su reino a un dios, en realidad se lo estará entregando a un hombre.
Esto es grandioso
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