martes, 20 de noviembre de 2012

EL SECRETO DE LA ABUELA


Una noche, unos dos años antes de su muerte, mi abuela declaró que lo que más le gustaba en el mundo eran los trenes.
Nadie más se acuerda de ello, pero yo sé que ocurrió más o menos así, una noche como todas, en casa de mis padres, cuando estábamos sentados tranquilamente viendo la televisión después de cenar. Supongo que no le daríamos importancia, pero ahora comprendo que fue ese el momento justo en que mi abuela tomó la decisión de hacer aquéllo que tanto nos desconcertó y que me hizo comprender, quizá antes de tiempo, que en la vida lo peor que nos puede pasar es arrepentirnos de aquello que no hicimos.
Deberíamos habernos sorprendido un poco más. Por aquel entonces nada de lo que sabíamos de mi abuela podía hacer pensar que en su vida hubiera tenido la más mínima relación con los trenes, y mucho menos que guardara un secreto. Pensábamos que lo sabíamos todo de ella. Pero no era verdad.
Cuando murió mi abuelo, mi abuela prácticamente se vino a vivir con nosotros, aunque volvía a su casa, en el portal de enfrente, para dormir. Como yo era muy pequeño entonces, para mi era como si hubiera estado allí toda la vida. La recuerdo con ese delantal azul, con su eterno delantal azul, siempre buscando algo que hacer dentro de la casa. O en la calle, hablando con los vecinos del barrio, que la conocían también desde siempre. Yo creía que lo que más le gustaba era sentirse útil, poder ayudar a los demás, de hecho todo el mundo la quería mucho. Pero no, al final resultó que lo que más le gustaba eran los trenes.
Yo pasaba mucho tiempo con ella. Casi siempre me hablaba de Cuba, donde se marchó a trabajar con dieciséis años dejando su aldea de Asturias, sus padres y nueve hermanos más pequeños que ella. La Habana, el Malecón, los coches americanos, los hoteles, las casas en las que trabajaba. El sol, el cielo, las playas, los enormes barcos en el puerto. Sobre todo, las fiestas en el Centro Asturiano, aquel gran salón en forma de L, las inmensas lámparas, el carné de baile, el charlestón, el calipso. Cuba, Cuba como un sueño de mi infancia a través del recuerdo de mi abuela, Cuba saliendo a borbotones, la sonrisa en los labios, los ojos brillándole al hablar. 
Y después me hablaba del regreso, de la llegada a Madrid en plena República, de la guerra, de mi madre y mi tío cuando eran pequeños, de la posguerra, y de las peleas con mi abuelo, que era tan terco como ella. Y más tarde de su enfermedad de corazón, de la muerte de mi abuelo, de la familia de Asturias, de los vecinos del barrio, de las idas y venidas al pueblo en el autocar. Hablaba de eso y de muchas cosas más. Pero de lo que jamás me habló fue de trenes.
Fue poco después de aquella sorprendente revelación de los trenes cuando mi abuela comenzó a comportarse de forma extraña.
Recuerdo que fue un sábado, porque yo estaba en casa, la primera vez que mi abuela desapareció durante una mañana entera sin decir nada. No se me olvidará nunca la preocupación que teníamos todos. Mi madre debió de hacer cinco mil llamadas de teléfono, mientras que mi padre, mi hermano y yo salíamos a buscarla por el barrio. Finalmente, a eso de las diez de la noche, justo cuando mi madre había empezado la ronda de llamadas a los hospitales, mi abuela apareció tranquilamente en casa, como si no hubiera pasado nada.
Nos dijo que se había ido a El Escorial en el tren de Cercanías, que había visto el Monasterio, que se había tomado un café en el bar de la estación, y que después había tomado el tren de regreso y había venido andando tranquilamente desde Atocha. “No sé de qué os preocupáis, soy mayorcita. Si he sido capaz de ir a Cuba con dieciséis años no sé por qué no me puedo ir al Escorial”. A mi hermano y a mi nos hizo bastante gracia, mi padre trató de quitarle importancia, pero mi madre ya nunca dejó de estar preocupada por ella.
Al tren de Cercanías le siguieron los regionales. Al Escorial le sucedieron primero Toledo, Segovia y Guadalajara. Luego vinieron Sigüenza, Soria, Salamanca y Cuenca. Más tarde los trenes de largo recorrido y Barcelona, Valencia, Bilbao, La Coruña, Oviedo... A medida que el destino iba siendo más lejano también era mayor el tiempo que mi abuela pasaba fuera de casa. Al final llegaba a estar hasta tres y cuatro días de viaje al mes, y siempre hacía por lo menos un viaje corto a la semana. 
Mi madre no decía nada, pero yo creo que estaba horrorizada. Temía que tuviera demencia senil o algo parecido. Intentó convencerla por todos los medios de que dejara de viajar, porque una cosa era coger el autocar para irse al pueblo, como había hecho toda la vida, y otra bien distinta era pasarse días enteros viajando en tren y yendo a ciudades donde no conocía a nadie. “Por lo menos”, decía, “deja que te acompañemos alguno de nosotros”. Era inútil. Lo único que consiguió mi madre fue que le informara puntualmente de donde iba, y de cuantos días tenía previsto quedarse en el destino, incluso que la llamara todos los días desde donde estuviera. Pero mi abuela siguió viajando, y por la razón que fuera prefería hacerlo sola.
Cuando volvía de uno de sus viajes siempre venía a hablar conmigo. Entonces ya no me contaba cosas de Cuba o de la guerra, sino que me decía lo bonita que le había parecido la estación de Canfranc, o lo rápido que iba el tren entre Zaragoza y Pamplona, o lo cómodos que eran los asientos del Talgo y los paisajes tan maravillosos que se veían desde ellos. Llegó a saberse de memoria los horarios de los trenes, los tiempos de viaje y la longitud de los recorridos. Y tal vez habría llegado a ser una verdadera erudita de temas ferroviarios si hubiera tenido más tiempo. Yo la veía feliz mientras me contaba todo aquéllo, y se me hacía evidente que disfrutaba cada momento que se pasaba dentro de un tren. Por lo demás, cuando estaba en casa era la misma persona de siempre, con su mismo delantal azul, y sus mismas ganas de ayudar, sin poder estarse quieta, como siempre. A mi me gustaba tener una abuela tan activa, y me esforzaba en intentar tranquilizar a todo el mundo, a mi madre sobre todo, pero seguramente nunca lo conseguí.
Un día, cuando estaba haciendo las maletas para un nuevo viaje, sufrió un desmayo. En el hospital nos dijeron que su enfermedad de corazón había empeorado y que debería, a partir de entonces, cuidarse más y evitar cualquier tipo de esfuerzos. Mi madre tenía claro que la culpa de todo la tenía el maldito tren, así que tomó la firme decisión de evitar por todos los medios que mi abuela volviera a hacer locuras semejantes. Sin embargo, no le hizo falta decir nada. Cuando mi abuela volvió a casa ella misma admitió que había empeorado por culpa de los viajes y manifestó que ya no quería volver a viajar.
Y efectivamente, así fue. En los meses siguientes mi abuela no volvió a acercarse a un tren ni para mirarlo. A veces yo la intentaba animar para llevarla a ver el nuevo tren, el AVE, a la estación de Atocha, pero siempre me contestaba que no le apetecía. 
Supongo que se encontraba ya muy enferma. Hablaba mucho menos que antes y siempre tenía una expresión ausente, como de melancolía. Si le preguntaba si echaba de menos los trenes me contestaba que no, que no era eso, y procuraba inmediatamente cambiar de tema de conversación. Si le pedía que me hablara otra vez de los viajes en tren, contestaba que no se acordaba y que no merecía la pena. Entonces sacaba otra vez el tema de Cuba, pero ahora se la notaba forzada, sin ilusión, y yo intuía, de alguna manera, que ya no le quedaban razones para vivir.
Al mismo tiempo, mi vida estaba experimentando algunos cambios. Entré en la Universidad, empecé a salir más. Cada vez pasaba menos tiempo en casa. Ya casi no hablaba con mi abuela, a la que siempre veía sentada en el sofá mirando la televisión por las noches. Durante esos meses volvió algunas veces a ser la de antes, pero ese velo de tristeza no llegó a desaparecer nunca de su rostro.
Una tarde de viernes, recién estrenadas las vacaciones de Navidad, vino a mi cuarto Se sentó en mi cama y me dijo más o menos esto:
- ¿Sabes?, la primera vez que subí a un tren tenía dieciséis años. Fue cuando fui a Barcelona para coger el barco a Cuba. Me impresionó mucho ver esa mole de hierro en la estación. Me pareció feísimo, antiguo ya para aquellos años. Sin embargo, para mi era el principio de todo. Había salido del pueblo, había dejado a mis padres, y de pronto allí estaba, con dieciséis años recién cumplidos, en un tren, iniciando un viaje que imaginaba eterno. En Barcelona me esperaba un pariente al que no había visto jamás y que me iba a acompañar en el viaje en barco. Pero desde mi salida del pueblo hasta llegar a Barcelona estaría sola. Esa fue la primera vez que me sentí libre.
El tren iba muy rápido, al menos a mi me lo parecía. ¿Sabes?, me encanta la velocidad. Sentirla, así, de repente, en medio de la nada, era como si naciera por primera vez, me hacía sentir que era capaz de cualquier cosa, que no venía de ninguna parte y que podría ir a dónde quisiera. Durante buena parte del viaje estuve pensando que podía hacer lo que me viniera en gana, que era la única dueña de mí misma. Podía bajarme en cualquiera de las estaciones y empezar una vida distinta a la que me esperaba. Muchas veces me pregunto que hubiera sido de mí si me hubiera bajado en León o en Pamplona, o si hubiera cogido un tren en Zaragoza hacia Francia. Al final, recuerdo que me pasé más de media hora mirándome en el espejo de los aseos del tren, decidiendo que cogería ese barco a Cuba. 
En los viajes en tren que he hecho últimamente he sentido lo mismo. Pero siempre he acabado delante del espejo decidiendo que volvería a casa.
Eso fue todo. Se levantó y se fue de la habitación. Yo quería saber más, pero me dijo que estaba cansada y que se iba a la cama. Esa fue la última vez que hablé con ella.
La mañana siguiente me despertó mi madre. Estaba muy nerviosa. Me dijo “la abuela no está ni aquí ni en su casa, y nadie sabe nada de ella. ¿Te ha dicho que quisiera volver a coger un tren, o algo?”. Le dije que no, que no me había hablado de eso, que sólo me había vuelto a hablar de su viaje a Cuba. No quería decir nada más, pensé que lo que la abuela me había dicho el día anterior era como un secreto entre ella y yo, que debía protegerla si había decidido marcharse. Pero veía que mi madre estaba sufriendo, y eso es más de lo que podía soportar mi imaginada lealtad. “Me contó que cuando iba a ir a Cuba cogió primero un tren para ir a Barcelona”, dije por fin. Mi madre esta vez no lo dudó y llamó directamente a la policía. Pero el día pasó y no supimos nada. No había rastro de ella.
El fin de semana lo pasamos sin noticias, envueltos en angustia. No sabíamos qué hacer, la policía contestaba que estaban haciendo lo que podían, pero la verdad es que nos costaba creerlo. El lunes mi madre decidió ir al banco. Pensó que si mi abuela estaba haciendo uno de sus viajes lo lógico es que necesitara dinero. Si faltaba dinero de su cuenta de ahorros es que estaba viva, y con esa esperanza se fue a la sucursal del barrio. Cuando volvió estaba aún más pálida. “No ha tocado la cuenta, ¿verdad?”, dijo mi padre. Mi madre contestó “¿que si no ha tocado la cuenta?. La ha dejado a cero.” “Bueno, pues mejor”, contestó mi padre, “eso quiere decir que está bien, ¿Por qué no te calmas?”. Mi madre se sentó en una silla, respiró hondo y dijo: “he hablado con el director de la oficina. Tenía una cuenta de la que no sabíamos nada, que estaba solamente a su nombre. ¡En esa cuenta había cincuenta millones de pesetas!. Parece ser que le había tocado la lotería hace unas semanas y no nos había dicho nada”.
Al fin y al cabo la cuenta estaba a su nombre y el dinero era suyo. Pero todo ésto resultaba más extraño que lo de los trenes. Mi abuela había mantenido en secreto lo del dinero, lo que a mi madre le resultaba doloroso e incomprensible. Se preguntaba qué le habría pasado por la cabeza, a una persona como ella, para no decir nada a su familia. ¿Qué le habíamos hecho?.
Podría ser un caso de demencia senil. Sin embargo, mi abuela había tenido la cordura suficiente como para ir al banco días antes de su marcha para pedir que le liquidaran la cuenta, había cumplido todos los requisitos y firmado todos los papeles. El director del banco decía que había estado tan encantadora como siempre, pero que no quiso contarle por qué sacaba el dinero. Que era una sorpresa, le dijo.
A las ocho de la mañana del martes sonó el teléfono. Fue mi padre el que atendió la llamada. Cuando colgó se volvió hacia nosotros, y sin levantar la vista nos dijo: “la han encontrado muerta en los lavabos de la estación de Zaragoza. Tenemos que ir a buscarla”. Ninguno dijimos nada de momento. Por fin, mi madre rompió el silencio con su llanto.
Yo no fui a Zaragoza. Cuando vi a mi abuela ya estaba en los tanatorios de la M-30. Durante el velatorio seguía perplejo. Me costaba admitir que mi abuela tuviera algún tipo de demencia, pensaba que todo lo había hecho por alguna razón que desconocíamos. En medio del barullo que es siempre un velatorio, mi padre se me acercó y me hizo un gesto para que saliéramos de la sala. Nos separamos unos metros. Sacó un sobre del bolsillo y me lo entregó. Estaba a mi nombre y cerrado. Era de mi abuela. Mi padre me dijo que lo habían encontrado entre sus pertenencias. Después me miró a los ojos un momento y me dejó solo.
Dentro había un billete de tren de Zaragoza a Madrid del día en que murió mi abuela. También había una carta. Simplemente decía: “Muy pronto comprenderás por qué lo he hecho. Busca el dinero, tu ya sabes donde está, te lo dije ayer. Os quiero mucho a todos”.
Lloré por primera vez en ese momento. Volví a la sala. Estaba repleta, nunca he visto tanta gente en un velatorio o en un funeral. Me acerqué a mis padres y les dije lo que contenía el sobre.
Unos días más tarde nos reunimos todos. Recuerdo que mi tío era el que estaba más nervioso. En la carta decía que yo sabía dónde estaba el dinero, pero lo cierto es que no tenía ni idea. En cualquier caso estaba claro que lo había escondido en algún sitio, que no se lo habían robado. Mi tío decía “haz memoria, algo te tiene que haber dicho”. Mi hermano dijo, “seguro que lo ha dejado en un tren”. Entonces comenté que mi abuela me había hablado del tren que hacía el recorrido de Oviedo a Barcelona. Mi padre dijo “tiene sentido, la han encontrado en la estación de Zaragoza, y ese tren tiene parada allí”.
Así que todos pidieron vacaciones y nos fuimos a Zaragoza. En tren, por supuesto, mirando por todas partes, en la cafetería, en los aseos, incluso debajo de los asientos. Debíamos parecer completamente ridículos. El revisor se acercó a mi madre y le preguntó si buscábamos algo. Ella le contestó que se le había perdido un anillo y todo el vagón se puso a buscar con nosotros. En realidad no sabíamos qué queríamos encontrar. Suponíamos que una bolsa o un maletín lo suficientemente grande como para albergar cincuenta millones. Pero también podría ser un recibo de ingreso en otro banco. Algo o muy grande o muy pequeño.
Estuvimos una semana en Zaragoza recorriendo todos los trenes. Mi padre y mi madre se ocuparon del largo recorrido desde Oviedo a Barcelona. Mi hermano y yo nos dedicamos a los regionales de Logroño y Pamplona. Mi tío y mi primo al tren de Canfranc. Después los de Teruel, luego los de Madrid...
No encontramos nada. Era una búsqueda infinita.
Volvimos a casa. Mi madre decía que si mi abuela había ingresado el dinero en un banco tendría que acabar llegando una carta antes o después, pero el sentimiento general era que el dinero se había perdido.
Pasaron dos meses. La familia se fue desanimando. Yo seguí buscando durante más tiempo que los demás, haciendo todos esos viajes de los que mi abuela me había hablado. Cogí todos esos trenes y estuve en todos esos sitios. Sabía que yo era el elegido por ella para encontrar el dinero. Y así, muchas veces, dentro de esos trenes, cuando ya había mirado por todas partes, me quedaba en mi asiento pensando, y durante esos momentos sentía un placer extraño. Entonces imaginaba que encontraba el dinero y me preguntaba qué haría con él. Podría bajarme en cualquier estación y empezar una vida distinta a la que me estaba destinada. Podría coger un avión e irme a un país lejano: con ese dinero tendría para unos años, y después ya veríamos. Podría hacer tantas cosas. Estaba en un tren y me sentía libre, capaz de cualquier cosa. Podría hacer lo que quisiera con mi vida.
Pero el tiempo pasaba y el dinero no aparecía. En casa no se recibió la famosa carta del banco. Mi madre pensaba que era mejor olvidarlo y hasta yo me cansé de buscar.
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Una noche, después de celebrar el fin de curso con mis compañeros de Facultad, volvía a casa solo, andando por la calle. Aunque eran las cinco de la madrugada hacía bastante calor, se estaba muy bien fuera. Además, había bebido bastante y no me apetecía todavía meterme en la cama. Así que me senté en un banco de un parque a fumar un cigarrillo, y me puse a pensar en mi abuela sin querer. La carta resonaba en mi cabeza, “tu ya sabes donde está el dinero, te lo dije”. ¿Por qué?. No podía entenderlo. A lo mejor mi abuela pensaba que yo era más inteligente de lo que en realidad soy, pero por más que lo intentaba no daba con lo que ella quería decirme.
Entonces recordé que la tarde que me contó lo de su viaje a Barcelona, me dijo que le encantaba la velocidad. Se me ocurrió algo. Me había hablado de muchos trenes, pero hay uno del que nunca me dijo nada. Yo la había invitado a venir conmigo a verlo y se negó. ¡Ella nunca había montado en el AVE!.
Todo cobró sentido en mi cerebro. De repente y durante unos instantes lo único en lo que podía pensar era en mi abuela mirándose en el espejo de uno de los aseos del AVE, y con esa imagen me fui corriendo a mi casa.
Pensaba despertar a mis padres para que nos pusiéramos todos en marcha, como en Zaragoza. Sin embargo, cuando estaba delante de la puerta, con la llave en la mano, me detuve un momento. No acababa de tener sentido. En aquellos tiempos el AVE sólo iba de Madrid a Sevilla, pero mi abuela apareció en Zaragoza. Mis padres hubieran pensado que era una tontería, que iba a ser inútil otra vez. Entonces hice algo que nunca hubiera imaginado. Entré en silencio, fui a la habitación de mis padres. Sabía que en su armario, en el cajón donde ponía su ropa interior, mi madre siempre guardaba algo de dinero. Aún no le había tomado el pulso a los cajeros automáticos y prefería tener el dinero a mano. La cantidad que guardaba era muy variable, en realidad yo no sabía cuánto habría. Pero esta vez tuve suerte, había dinero suficiente. Lo cogí todo y salí de casa sin despertarlos.
Llegué a Atocha a las siete de la mañana. Compré un billete para el primer tren a Ciudad Real, otro para el siguiente de allí a Puertollano, otro de Puertollano a Córdoba y por fin de Córdoba a Sevilla. El empleado me miró con extrañeza, pero no dijo nada. Sólo preguntó si no quería billete de vuelta. Le dije que ya lo compraría en Sevilla, si acaso.
Me encontraba cansado, tenía sueño y había bebido demasiado la noche anterior. Pero ahora tenía la seguridad de que el dinero iba a aparecer. Además, sabía lo que tenía que buscar. Un papel, un recibo o lo que fuera detrás del espejo de los aseos de uno de los trenes. Estaba llegando al final del camino. Pero, qué es lo que iba a hacer yo, después.
No fue hasta el trayecto entre Puertollano y Córdoba. Pegado con celofán en el reverso del espejo de uno de los aseos, justo donde lo había imaginado, había una hoja de papel en la que, con la letra de mi abuela, estaba escrito “ya te dije que me encantaba la velocidad”, y un nombre, Angel Saugar, con una dirección de Sevilla.
La calle estaba muy cerca de Santa Justa, así que fui andando. Ya no notaba la resaca, estaba contento y sobre todo me comía la curiosidad. Estaba completamente fuera de mi, ¿quién era aquella persona y qué relación tenía con mi abuela?, ¿por qué le había dado todo ese dinero?. Creo que en el fondo ya lo sabía, porque no me sorprendió nada de lo que ocurrió después.
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Pregunté: “¿Angel Saugar?”. El hombre asintió con la cabeza. Dije “soy...”, pero me interrumpió, “ya sé quien eres, no viene mucha gente a visitarme. Además tengo alguna foto tuya. Pasa y siéntate”. 
La casa no era especial, una casa como todas. Lo que me llamó la atención, sin embargo, es que todos los cuadros que decoraban las paredes eran de trenes y estaciones de ferrocarril. Me ofreció algo de beber y yo le pedí un vaso de agua. Después se sentó a mi lado y empezó a hablar:
- Conocí a tu abuela en el tren, cuando ella viajaba a Barcelona para coger el barco que después la llevaría a Cuba. Yo tenía veintidós años y trabajaba de revisor. Tu abuela era una muchacha preciosa, y estaba sola, de modo que me decidí a darle un poco de conversación.
Esas cosas pasan. No te contaré detalles. Tu abuela nunca le dijo a nadie que por mi culpa perdió el barco en el que la esperaba su tío. Por aquel entonces los barcos a Cuba salían una vez al mes. Yo vivía en Zaragoza, así que le ofrecí mi casa, y pasé con ella el mes más maravilloso de toda mi vida. Durante ese tiempo acaricié la esperanza de que se quedara conmigo. Pero al final se marchó sin decir nada, cogió su barco a Cuba y estuve años sin saber nada de ella.
Después me casé y me puse a trabajar de maquinista, que era lo que de verdad me gustaba. Seguí viviendo en Zaragoza, pasó la guerra, tuve una hija, ya casi no me acordaba de tu abuela. Un día recibí una carta suya. Contenía una larga explicación de por qué me había dejado plantado y se había marchado a Cuba. No me pareció convincente, además daba igual, yo estaba casado y con hijos, lo mismo que ella, según me contaba también en la carta. No la contesté, pero la guardé.
Hace algo más de dos años murió mi mujer y yo me trasladé a Sevilla para estar cerca de mi hija, que se vino a vivir aquí cuando se casó. Será porque me encontraba muy solo, será por nostalgia, qué más da, el caso es que un día me decidí a mandarle una carta a tu abuela, a la misma dirección de donde se remitía la que me envió ella. No tuve respuesta, ni siquiera sabía si viviría aún, o si se habría cambiado de domicilio como yo.
Pero hace unos tres meses apareció aquí. Después de todos los años la reconocí al instante. Estaba muy cambiada, por supuesto, pero tenía ese brillo en los ojos que yo recordaba, y su voz era la misma de entonces.
Se quedó conmigo un par de días. Hablamos de muchas cosas. De los hijos y de los nietos, nos enseñamos fotos y recuerdos. Pero sobre todo del pasado. Le pregunté si había venido para quedarse conmigo. Me contestó que no lo sabía, que llevaba mucho tiempo tratando de tomar una decisión pero que aún no lo había hecho. Después me dijo que estaba muy enferma y que probablemente no duraría mucho tiempo. Aún así le pedí que se quedara, pero no lo hizo.
Cuando se marchó me dijo “te dejo una maleta. Si en unos meses no he vuelto mándamela a mi casa, significará que he decidido quedarme allí. Pero si vuelvo será para quedarme contigo.” Luego, cuando ya nos habíamos despedido se volvió hacia mí y añadió “si viene alguien a recogerla, alguno de mis hijos o de mis nietos, sabrás que he muerto”.
El anciano se quedó un momento en silencio. Luego preguntó “Ha muerto, ¿verdad?”. Asentí con la cabeza. El hombre no dijo nada, se levantó, desapareció en una habitación contigua y regresó con la maleta.
Me la puso sobre las rodillas. Le pregunté si en todo este tiempo no se le había ocurrido abrirla. Me contestó que lo que contenía no le pertenecía. “Sólo si ella hubiese vuelto”, murmuró. No dijo nada más, se disculpó y me pidió que me marchara. Cuando cerró la puerta creo que le oí llorar. 
En el AVE, en el viaje de vuelta, experimenté la sensación que había imaginado. Podía bajarme en cualquier estación, podría hacer lo que quisiera, empezar una nueva vida. Pero sabía que mi abuela habría usado aquel billete de vuelta a Madrid con el que la encontraron. Sea por lo que fuere no me bajé del tren.
Cuando regresé a casa le conté a mi madre el secreto de la abuela. Mientras hablaba ella no decía nada, pero en su rostro se veía una mezcla indescriptible de sorpresa y alivio. Para ella quedaba claro que mi abuela había estado cuerda hasta el final y que en su cordura había decidido quedarse con nosotros. Yo en realidad no sabía qué pensar, pero daba por bueno el final de la historia.
Aún quedaba la última sorpresa. Mi madre dijo: - ¿Sabes una cosa?. Justo ayer hemos sabido por la policía que tu abuela tomó un avión de Sevilla a Zaragoza el mismo día que murió. Figuraba en la lista de pasajeros.
Después de todo lo que había pasado me parecía lógico que su último viaje fuera desde Zaragoza. Pero, ¿por qué en avión, a estas alturas?. 
Nunca había montado en avión - dijo mi madre. - Tal vez ya se había aburrido de los trenes y necesitaba probar esa nueva experiencia.
Recuerdo que mi madre me sonrió tristemente. Me quede pensativo. Pensé en el hombre de Sevilla, pensé en los años pasados y en los años por venir. Pensé en mi vida y de lo que mi se esperaba. Y pensé en mi abuela, mirándose en los espejos de todos los trenes de su vida, decidiendo qué iba a hacer con ella. Ese fue su conflicto. Ese era su secreto.
No dijimos nada más ese día. Me fui a la cama, estaba completamente agotado. Mientras me dormía entendí que mi abuela me había hecho un regalo, pero me estremecí pensando que en realidad no tenía ni idea de lo que iba a hacer con él.
FIN

martes, 6 de noviembre de 2012

20 de diciembre



Había conseguido salir. Una vez más el instinto de supervivencia que en tantas ocasiones había obligado a aplicar a sus subordinados le hacía salir de aquel agujero infernal en el que tantas otras veces había recluido a gente por delitos mucho menores que el suyo. A su cuenta se aplicaban condenas por enaltecimiento del terrorismo callejero, la lideración de un ejército indisciplinado sin licencia de armas y sin ninguna experiencia en el manejo de estas, destrucción de mobiliario emblemático, como el congreso, el asesinato de 280 hombres de la cámara y de por lo menos medio millar de civiles, amén de todas las muertes cuantificadas que se achacaban a su causa. No tenía otra alternativa. Era eso o…

Tras ojear algunos informes en las mesas de los despachos, decidió salir afuera, donde la gente muere sin una razón justificada. Sabía que él había provocado todo el caos de alrededor, pero en ningún momento se le ocurrió la hecatombe que había acontecido. Agarró su fusil, comprobó la munición y decidió salir por la grieta que la explosión había provocado. Era hora de afrontar cara a cara a sus propios demonios.

Las calles estaban vacías. Un silencio se había apoderado de todo Madrid, unicamente interrumpido por el sonido de los cascotes de los edicifios en ruinas chocando contra las aceras. Los coches estaban calcinados, los cadáveres descuartizados se repartían entre las ruinas mientras que las ratas y los buitres hacían el resto. Algunos llantos de niños eran rapidamente silenciados con plomo. La situación se le había ido de las manos a todos. Mirar al cielo suponía mirar una nube de cenizas permanente que no hacía el ademán de moverse, por lo que el aire estaba muy contaminado… Pero eso ya daba igual. Ni el frío típico de diciembre ni las dificultades respiratorias iban a suponerle un problema a la persona que destruyó medio planeta con sus acciones.

Tras recorrer varias calles con un ritmo apesadumbrado, llegó a la plaza del gran reloj, donde había ajusticiado a tantos insurgentes. Todavía se podían contemplar pilas de cadáveres ardiendo y algunos perros peleándose por el brazo de algún niño. La mítica torre del reloj estaba derruida en medio de la plaza, formando un socavón que permitía ver no sin dificultad las instalaciones del metro y de tren. El general contemplaba impávido todo a su alrededor, pero seguía buscando algo que no lograba encontrar.

Tanto Pasqual como Minerva se lo habían avisado. Parecía que todos eran conscientes de la situación menos él. Hasta Verónica se lo había llegado a reprochar en tantas ocasiones… La única mujer a la que había llegado a querer como suya le había abandonado a su suerte en un caos que él mismo había provocado. Nunca había mostrado un síntoma de afecto hacia él, siempre le había considerado una sanguijuela más dentro del cuerpo militar con ansias de gloria y de poder. No la faltaba razón. Quizá ahora, después de tantos años mostrándose fuerte frente a las adversidades, era el momento de derrumbarse y llorar como un niño, el niño que nunca pudo ser. Pero una vez más, nadie iba a estar ahí para consolarle.

Los gritos de desesperación y los llantos del general podían oirse lejos, entre las explosiones y los disparos. Los perros aullaban entre mordisco y mordisco, y los cuervos dejaban de picotear los ojos para contemplar al dirigente caido. Se hacía de noche, y el frío era cada vez más terrible. A través de sus rasgadas vestiduras se colaba el aire que le hacía estremecerse y temblar. Comenzó a asumir que había llegado su hora aquel 20 de diciembre. Se colocó de rodillas y comenzó a secarse las lágrimas mientras recitaba unos versos…

El Señor es mi pastor, nada me falta.
En prados de hierba fresca me hace reposar,
me conduce junto a fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.
Me guía por el camino justo,
haciendo honor a su Nombre.
Aunque pase por un valle tenebroso,
ningún mal temeré,
porque Tú estás conmigo.

El silencio volvió a apoderarse de su entorno. Ya había hecho todo lo posible. Ya era hora de poner fin a todo esto. Soltó su subfusil y lo dejó a su lado. Sacó de su bolsillo la libreta que Laurita le había regalado y el bolígrafo que le había robado a aquella invidente, y escribió unas palabras.

“Nunca verás el cielo otra vez…
Mientras pienses que no hay cielo…
Nadie aleja lo que ya no ves…
Sal de aquí y emprende el vuelo…
Huye lejos…

Y nunca hallarás, un lugar en paz
Y nunca hallarás un lugar sin miedo
Sabes que el final ya te llegará
Y nunca hallarás un lugar sin fuego
Duerme…
Ahora echo de menos el tiempo
Que tiré por no verte sufrir
El triste pasado se hunde con tiento

Reconozco que en estas cuatro paredes
He olvidado mis principios más imberbes
Mientras me dejé caer entre tus redes…

Y no me deja respirar
La ansiedad de un mundo que se derrumba
De un mundo que me agota
Tal vez te alejaste a tiempo
Tal vez tu puñalada fue a tiempo

Reconozco que en estas cuatro paredes
He olvidado mis principios más imberbes
Mientras me dejé caer entre tus redes…
Ya no tengo a nadie, que me ordene
Sales afuera, donde la gente se muere
Ahí la gente no se mueve…

Ahora tarareas el himno de la mierda
El himno que provocó toda esta miseria
Puedo acabar con esto, pero querría
Demostrar que no quise la guerra…

Y que puedo acabar con ella.

Nunca verás el cielo otra vez…
Mientras pienses que no hay cielo…
Nadie aleja lo que ya no ves…
Sal de aquí y emprende el vuelo…
Huye lejos…

Aún a sabiendas de que estas palabras jamás serán leidas, guardo la esperanza de que mi auto ajusticiamiento ayude a demostrar que jamás quise llegar con mis actos a tales extremos de barbarie y destrucción. Olvidar todo lo efectuado y crear una nueva sociedad será difícil, pero confío en que los seres del mañana que poblen la Tierra vivan en armonía y paz. Mañana, cuando el mundo sea consumido por las llamas, habrá llegado el fin de la raza más inútil que la Madre Naturaleza pudo crear. Una raza que se autodestruye, una raza que se retroalimenta de miembros más débiles de su propia estirpe. Porque todo esto lo provocamos por las ansias de un poder ficticio, sin darnos cuenta de que en ningún momento fuimos dueños de nuestros actos, de que en ningún momento éramos conscientes de que estábamos siendo utilizados por aquellos a los que consideramos siempre como superiores. Adoramos a falsos ídolos, para evadirnos de que lo que nos rodeaba era una cadena de infortunios planeados por la deidad para guiarnos por un camino que siempre consideramos el correcto. Ahora ya no me queda nada. Ahora ya no creo nada.”

El anticristo perece…

Hecho



HECHO

EL ENCARGO
-        Los motivos no me interesan en absoluto.
-      Ya. Pero yo necesito que usted sepa por qué va a hacer lo que va a hacer.  Quiero retreparme en el sillón de mi despacho sobre las ocho y cuarto de la mañana y sentir que es mi mano la que ejecuta la venganza aunque no sea yo el que esté apretando el gatillo. Por eso tiene usted que saber qué hay detrás de todo esto. A lo largo de los años, ese hombre, valiéndose de sus influencias y de su posición, me ha ido arrebatando cosas y personas que yo estimaba sobremanera. Ya no aguanto más y voy a corresponderle con la misma moneda, centuplicando el importe del pago. Y permítame que insista. El blanco no es él. Él debe resultar ileso. ¿Comprende?
-   Lo comprendí la primera vez que me lo dijo. Repito: los motivos no son de mi incumbencia. A las diez y cuarto recibirá usted un sms sin más texto que “hecho”. Este es el número de mi cuenta en Suiza. Ingreso, no transferencia.
-        Esta misma tarde saldrá un empleado mío para Ginebra.

LA CULPA
“Ya salen”, piensa. Tira de las solapas de su chaqueta negra para colocarlas correctamente y se pone en marcha. Camina despacio, levemente arqueado hacia delante. Seis pasos y desliza la mano derecha hacia su axila izquierda. Cuatro personas están abandonando el hotel. El niño, su padre y por el momento, dos guardaespaldas. En cuestión de instantes, aparecerá la segunda pareja de escoltas. Escasamente a tres metros de ellos, saca la pistola y abre fuego. Cinco disparos. Tres aciertos. Echa a correr calle abajo con un frenético dúo trajeado de gris pisándole los talones. Sólo tiene que llegar hasta la perpendicular que corta la avenida y desaparecer por la alcantarilla que previamente ha dejado abierta. Si sus perseguidores se aventuran tras él, le resultará muy fácil abatirlos a tiros. Después, dos horas de laberinto y estará a salvo. Las cloacas de la ciudad no suponen ningún contratiempo. Se ha servido de ellas en anteriores trabajos y las conoce bien.
Frente al hotel, un hombre consigue liberar el cadáver de un chaval de unos diez años de edad del peso del corpachón inánime que le había caído encima. De rodillas, con el rostro ensangrentado del muchacho entre sus manos, eleva el rostro al cielo. Los ojos cerrados con fuerza, la boca muy abierta. Rompe a llorar sin emitir sonido alguno.

LA HUÍDA
El asesino corre con la cabeza vuelta para comprobar el progreso de sus perseguidores. Al mirar de nuevo al frente, se le desorbitan los ojos y se juntan violentamente sus mandíbulas. Un taxi se encamina a toda velocidad hacia él. El conductor, incapaz de frenar a tiempo, toca el claxon y derrapa hacia la izquierda. Lanzándose al lado contrario, el hombre de la chaqueta negra consigue evitar ser arrollado por el vehículo. Uno de los escoltas recibe de lleno el impacto de la salvaje inercia del auto. El otro rueda aturdido por el asfalto. “Ciega y caprichosa pero no estúpida”, musita el perseguido. Empero, la mueca no se le llega a convertir en sonrisa ya que advierte que el segundo guardaespaldas trata de ponerse en pie. Podría acabar con él de un disparo. No obstante, considera más sensato reemprender la fuga. Siente el triunfo latirle en las plantas de los pies pero al alcanzar la entrada de la calle que buscaba, se detiene bruscamente. No hay alcantarilla. Tampoco aceras ni calzada ni casas. Donde debería serpentear una calle recorrida un millón de veces se extiende una monótona calzada gris que separa dos bloques de edificios sin puertas ni ventanas. Unas pisadas veloces detrás de él se llevan la perplejidad y dejan a cambio, alarma. El único superviviente de la jauría, sobreponiéndose a sus magulladuras, vuelve a perseguirlo. Reanuda la carrera. Mira hacia atrás y no divisa la intersección con la avenida. A pesar de que no distingue figura humana alguna, lo espolea el terco martillear de las pisadas del escolta. Avanza aceleradamente por la angosta e interminable inmensidad gris tratando de encontrar un detalle familiar en la fachada de las herméticas construcciones que lo flanquean. Inopinadamente, a pocos metros de él, en lo que hasta hoy había sido la acera derecha, se alza desde el suelo algo que parece una puerta.

EL RECIBIMIENTO
En el interior del edificio, la oscuridad es total. Apunta su arma en dirección a la puerta y se prepara para acribillar a su enemigo en cuanto entre. Casi lo tiene encima. Los pasos repiquetean más y más intensamente hasta que comienzan a desvanecerse en la distancia. Entorna los ojos y ase su pistola con más firmeza a la par que ladea el cuerpo.
“No puede ser. Forzosamente ha tenido que verme entrar. Me la quiere jugar el muy…”
Un estertor lejano se convierte en gutural lamento e interrumpe las disquisiciones del pistolero. Con los ojos muy abiertos sin ver nada, gira sus talones y se agacha hasta tocar el suelo con la rodilla derecha.  Otro quejido más agudo continúa donde lo dejó el primero. Casi al mismo tiempo, un tercero, éste áspero, rasgado, animalesco. Un gorgoteo de arcada se une al coro. Llantos,  jadeos y alguna risa desequilibrada completan la cacofonía. La falta de luz contribuye a la desorientación del asesino que no logra precisar de dónde provienen los ruidos. Aunque los nervios le impelen a gritar “¿quién anda ahí?”, opta por permanecer en silencio. Se da cuenta de que al haberse movido para intentar determinar el origen de las voces, ya no está frente a la puerta. Describe un movimiento circular con el brazo izquierdo extendido pero no la toca. Camina una brevísima distancia. Su mano sólo palpa el vacío. Podría estar a ocho metros de la puerta o a ocho centímentros. Comienza a sudar. Arrecia el volumen de las voces. Parece que algunas intentan articular palabras inteligibles y al no lograrlo, aúllan, sollozan y braman con desolación redoblada. El frío le recorre la espalda de arriba abajo, de abajo arriba y vuelta a empezar. Tiembla. No le queda un ápice de humedad en la boca. Súbitamente, cesa la estridencia.
-       Bienvenido.

EL ANFITRIÓN
-     Siento haber tardado tanto en acudir. Verá, actualmente no dispongo de personal y me veo obligado a atender yo solo a todos los que llegan. No crea, hasta hace relativamente poco tiempo, disponía de un nutrido plantel de operarios pero en fin, fue preciso llevar a cabo una reestructuración y hubo que echarlos. Cosas del Departamento Superior. Mucho en la sesera no tenían, eso es cierto. Aunque eficaces, eran. Y mucho. A saber por dónde andarán… Hombre, ahora que lo pienso seguro que usted ha conocido a  alguno.  
El interlocutor del asesino habla con voz suave, lentamente y sin gesticular. Viste un traje blanco ajustado, de impecable corte. Blancos son asimismo sus zapatos, su cinturón, su corbata y su camisa. También su pelo. Su tez es broncínea y sus facciones, afiladas pero armoniosas. Bajo sus blancas cejas, refulgen unos ojos de color dorado intenso. Su figura se recorta en medio de la tupida tiniebla y es perfectamente visible a pesar de ella.
-      Y ahora si tiene la bondad de acompañarme… No quisiera resultar grosero pero como le he comentado, carezco de ayudantes.
-        ¿Quién es usted? ¿Qué lugar es este?
-    Tranquilo. No se excite. No corre usted peligro ni va a sufrir ningún daño. Mi única intención es acompañarlo a la salida. Salta a la vista que ha llegado usted hasta aquí por error. ¿O quizá no le quedó más remedio que entrar?
El individuo del traje blanco sonríe al sicario con complicidad. Se acaricia  unas cuantas veces la sien izquierda con el dedo corazón de la mano derecha. Mira con alegre ternura a su involuntario huésped y le conmina con delicadeza, tomándole del brazo.
-         Acompáñeme.
-        ¿Adónde? ¿Quién es usted?
-        A la salida, hombre, ya se lo he dicho. La verdad es que por mucha experiencia que uno tenga, siempre se sorprende al comprobar lo desorientados que llegan ustedes. ¿Les pasará lo mismo a los del Departamento Superior? No me dejo caer por allí desde que me echaron y de eso hace ya milenios…
-        ¡Quíteme las manos de encima o dispa..!
No puede el reacio invitado terminar la frase. Su mano no empuña ninguna pistola. Ha desaparecido pese a estar seguro de no haberla soltado. Tampoco ve su mano ni el resto de su cuerpo. Se lleva las manos al rostro y no logra percibir contacto alguno. Sólo le queda la consciencia. Sabe que está, que existe. No puede evitar avanzar junto al hombre de los ojos dorados cuando este comienza a caminar.
-        Venga, vamos. Verá como cuando lleguemos, todo empieza a tener sentido.

LA REVELACIÓN
Las dos figuras se desplazan a través de la oscuridad. A su paso comienzan los lamentos a dejarse oír de nuevo. Atisba el asesino alrededor de sí sin conseguir vislumbrar siquiera. En el momento de alcanzar su destino, la angustiosa cacofonía restalla ya sin miramientos.  El sujeto vestido de blanco grita imperativamente.
-   ¡Silencio, por favor! Bien, henos aquí. Hágame el favor de fijarse bien. Ahora lo entenderá todo.
Frente al sicario dos bandas grises compuestas aparentemente de partículas inconexas, se curvan, alargan y deforman. El individuo bronceado golpea con la palma de la mano en el centro de las bandas y las hace desaparecer.
-        Perdón. Estos aparatos ya tienen sus años y a veces no funcionan bien a la primera. Observe.
Se revela a los ojos del asesino la figura de un hombre vestido de negro que se encamina hacia cuatro personas, una de ellas un niño.  Extrae un arma de fuego de la sobaquera y abate a tres de ellas. Huye velozmente perseguido por dos individuos. Esquiva un automóvil que por poco lo atropella y a punto está de llegar a una calle perpendicular cuando, después de oírse tres detonaciones, cae al suelo con la espalda teñida de escarlata. Su verdugo comprueba que está muerto y corre calle abajo. Vuelven a aparecer las bandas grises.
El hombre de blanco lo mira inquisitivamente.
-        Bueno,  la cosa no puede estar más clara, ¿verdad?
-        Entonces… entonces morí.
-        Eso parece.
-        Y este lugar es…
-        Sí…
-        Es…
-     ¡SÍ, SÍ, SÍ! El averno, el báratro, el tártaro, el orco! ¡EL INFIERNO! ¡EL INFIERNO! ¡Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba sin decirlo! ¡Qué alegría volver a tener la oportunidad de pronunciar tan bella palabra! Y ha sido gracias a ti. ¿No te importa que te tutee, verdad? A estas alturas no vamos a andarnos con formalismos. Verás, tú has llegado confuso pero en tu juicio. La mayoría de tus congéneres parecen idiotizados como si el trauma de la muerte les nublase el raciocinio. En cambio, tú… ¡Ah, ha sido un inmenso placer conocerte!
-        Entonces, usted… usted es…
-     Por favor, nada de publicidad personal. Da igual lo que hayas oído por ahí, te aseguro que no puedo presumir de que la vanidad se cuente entre mis defectos… Esto, ¿te importaría sentarte?

LA EXPIACIÓN
Obedece el sicario. Dobla su esencia incorpórea sobre un asiento que no llega a ver y advierte, a la tenue luz grisácea de las bandas que bailotean ante su mirada, que no está solo. Junto a él, delante y detrás de él, infinitas filas de lo que fueron personas vivas en otro tiempo, miran fijamente al frente. Algunas gimen, otras gritan con frenesí o prorrumpen en dementes carcajadas. Todas tratan de apartar la vista y se retuercen de angustia al no conseguirlo.
-        Debo pedirte disculpas. Te dije que iba acompañarte a la salida, que no sufrirías daño, que no había peligro… Te engañé. Aunque, oye, la mentira es mi instrumento de trabajo. Uno de ellos, por lo menos.  Y de los más importantes. Manejarla adecuadamente es privilegio de maestros. Chico, no soy un ángel. Bueno, podría decirse que sí lo soy. Aunque por otro lado… Lo cierto es que no me echaron del Departamento Superior sólo por ser un pésimo arpista. Y ahora si me disculpas, vuelvo a recepción. No te preocupes por la máquina, funciona sola. En apenas unos instantes, desaparecerá la… carta de ajuste y empezará tu programa.
-        ¿Mi programa? ¿Qué programa?
-        El tuyo. Cada uno de vosotros es el espectador de un programa distinto que sólo él o ella puede ver.
-        ¿Qué clase de programa es ese?
-        A ver cómo te lo explico. Imagina tu piel.
-        ¿Mi piel?
-        Sí, bueno, la que tenías antes. Esa piel está compuesta de varias capas que protegen la zona más delicada de la dermis. De lo contrario, cualquier roce resultaría dolorosísimo; cualquier estímulo, una auténtica agonía. Pues bien, con la personalidad, con la individualidad, con el alma si quieres, ocurre lo mismo. Desarrolláis una serie de defensas para evitar que vuestra alma se pasee por ahí en cueros. Estas defensas son el autoengaño, la indulgencia exagerada para con uno mismo, la estupidez a sabiendas, la no asunción del propio yo, etcétera, etcétera, etcétera… La maquinita en cuestión elimina esas defensas y deja el alma, permíteme la expresión, en carne viva para a continuación presentarte un retrato fidedigno y sin concesiones de tu más íntima esencia. Bienvenido al Infierno. El lugar donde te contemplas a ti mismo, hasta el fin de los tiempos, conforme eres de verdad. Sin parapeto ni escudo ni red. Lo cierto es que abrasa…
A medida que su autorretrato se materializa en la pantalla, las lágrimas anegan los inmateriales ojos del asesino y su etérea garganta comienza a producir un agónico chirrido. Incapaz de desviar la mirada, de su boca intangible mana un hilo de ectoplásmica baba que le recorre el incorpóreo mentón.
-        En fin, te dejo.  Debo ir a recibir a un nuevo inquilino. Quisiera pedirte que no te repanchingues. A tu lado va a sentarse uno que está más bien llenito y habrá que dejarle sitio. Vendrá antes de lo que cree. En este preciso instante debe de estar mirando su móvil. Por cierto, ¿tú no tenías que enviar un sms? 

LA ESPIRAL
En un despacho lujosamente amueblado, unos dedos regordetes manipulan un teléfono móvil. El pulgar selecciona la función “mostrar mensaje”. En la pantalla iluminada, una sola palabra: “Hecho”.