Una noche, unos dos años antes de su muerte, mi abuela declaró que lo que más le gustaba en el mundo eran los trenes.
Nadie más se acuerda de ello, pero yo sé que ocurrió más o menos así, una noche como todas, en casa de mis padres, cuando estábamos sentados tranquilamente viendo la televisión después de cenar. Supongo que no le daríamos importancia, pero ahora comprendo que fue ese el momento justo en que mi abuela tomó la decisión de hacer aquéllo que tanto nos desconcertó y que me hizo comprender, quizá antes de tiempo, que en la vida lo peor que nos puede pasar es arrepentirnos de aquello que no hicimos.
Deberíamos habernos sorprendido un poco más. Por aquel entonces nada de lo que sabíamos de mi abuela podía hacer pensar que en su vida hubiera tenido la más mínima relación con los trenes, y mucho menos que guardara un secreto. Pensábamos que lo sabíamos todo de ella. Pero no era verdad.
Cuando murió mi abuelo, mi abuela prácticamente se vino a vivir con nosotros, aunque volvía a su casa, en el portal de enfrente, para dormir. Como yo era muy pequeño entonces, para mi era como si hubiera estado allí toda la vida. La recuerdo con ese delantal azul, con su eterno delantal azul, siempre buscando algo que hacer dentro de la casa. O en la calle, hablando con los vecinos del barrio, que la conocían también desde siempre. Yo creía que lo que más le gustaba era sentirse útil, poder ayudar a los demás, de hecho todo el mundo la quería mucho. Pero no, al final resultó que lo que más le gustaba eran los trenes.
Yo pasaba mucho tiempo con ella. Casi siempre me hablaba de Cuba, donde se marchó a trabajar con dieciséis años dejando su aldea de Asturias, sus padres y nueve hermanos más pequeños que ella. La Habana, el Malecón, los coches americanos, los hoteles, las casas en las que trabajaba. El sol, el cielo, las playas, los enormes barcos en el puerto. Sobre todo, las fiestas en el Centro Asturiano, aquel gran salón en forma de L, las inmensas lámparas, el carné de baile, el charlestón, el calipso. Cuba, Cuba como un sueño de mi infancia a través del recuerdo de mi abuela, Cuba saliendo a borbotones, la sonrisa en los labios, los ojos brillándole al hablar.
Y después me hablaba del regreso, de la llegada a Madrid en plena República, de la guerra, de mi madre y mi tío cuando eran pequeños, de la posguerra, y de las peleas con mi abuelo, que era tan terco como ella. Y más tarde de su enfermedad de corazón, de la muerte de mi abuelo, de la familia de Asturias, de los vecinos del barrio, de las idas y venidas al pueblo en el autocar. Hablaba de eso y de muchas cosas más. Pero de lo que jamás me habló fue de trenes.
Fue poco después de aquella sorprendente revelación de los trenes cuando mi abuela comenzó a comportarse de forma extraña.
Recuerdo que fue un sábado, porque yo estaba en casa, la primera vez que mi abuela desapareció durante una mañana entera sin decir nada. No se me olvidará nunca la preocupación que teníamos todos. Mi madre debió de hacer cinco mil llamadas de teléfono, mientras que mi padre, mi hermano y yo salíamos a buscarla por el barrio. Finalmente, a eso de las diez de la noche, justo cuando mi madre había empezado la ronda de llamadas a los hospitales, mi abuela apareció tranquilamente en casa, como si no hubiera pasado nada.
Nos dijo que se había ido a El Escorial en el tren de Cercanías, que había visto el Monasterio, que se había tomado un café en el bar de la estación, y que después había tomado el tren de regreso y había venido andando tranquilamente desde Atocha. “No sé de qué os preocupáis, soy mayorcita. Si he sido capaz de ir a Cuba con dieciséis años no sé por qué no me puedo ir al Escorial”. A mi hermano y a mi nos hizo bastante gracia, mi padre trató de quitarle importancia, pero mi madre ya nunca dejó de estar preocupada por ella.
Al tren de Cercanías le siguieron los regionales. Al Escorial le sucedieron primero Toledo, Segovia y Guadalajara. Luego vinieron Sigüenza, Soria, Salamanca y Cuenca. Más tarde los trenes de largo recorrido y Barcelona, Valencia, Bilbao, La Coruña, Oviedo... A medida que el destino iba siendo más lejano también era mayor el tiempo que mi abuela pasaba fuera de casa. Al final llegaba a estar hasta tres y cuatro días de viaje al mes, y siempre hacía por lo menos un viaje corto a la semana.
Mi madre no decía nada, pero yo creo que estaba horrorizada. Temía que tuviera demencia senil o algo parecido. Intentó convencerla por todos los medios de que dejara de viajar, porque una cosa era coger el autocar para irse al pueblo, como había hecho toda la vida, y otra bien distinta era pasarse días enteros viajando en tren y yendo a ciudades donde no conocía a nadie. “Por lo menos”, decía, “deja que te acompañemos alguno de nosotros”. Era inútil. Lo único que consiguió mi madre fue que le informara puntualmente de donde iba, y de cuantos días tenía previsto quedarse en el destino, incluso que la llamara todos los días desde donde estuviera. Pero mi abuela siguió viajando, y por la razón que fuera prefería hacerlo sola.
Cuando volvía de uno de sus viajes siempre venía a hablar conmigo. Entonces ya no me contaba cosas de Cuba o de la guerra, sino que me decía lo bonita que le había parecido la estación de Canfranc, o lo rápido que iba el tren entre Zaragoza y Pamplona, o lo cómodos que eran los asientos del Talgo y los paisajes tan maravillosos que se veían desde ellos. Llegó a saberse de memoria los horarios de los trenes, los tiempos de viaje y la longitud de los recorridos. Y tal vez habría llegado a ser una verdadera erudita de temas ferroviarios si hubiera tenido más tiempo. Yo la veía feliz mientras me contaba todo aquéllo, y se me hacía evidente que disfrutaba cada momento que se pasaba dentro de un tren. Por lo demás, cuando estaba en casa era la misma persona de siempre, con su mismo delantal azul, y sus mismas ganas de ayudar, sin poder estarse quieta, como siempre. A mi me gustaba tener una abuela tan activa, y me esforzaba en intentar tranquilizar a todo el mundo, a mi madre sobre todo, pero seguramente nunca lo conseguí.
Un día, cuando estaba haciendo las maletas para un nuevo viaje, sufrió un desmayo. En el hospital nos dijeron que su enfermedad de corazón había empeorado y que debería, a partir de entonces, cuidarse más y evitar cualquier tipo de esfuerzos. Mi madre tenía claro que la culpa de todo la tenía el maldito tren, así que tomó la firme decisión de evitar por todos los medios que mi abuela volviera a hacer locuras semejantes. Sin embargo, no le hizo falta decir nada. Cuando mi abuela volvió a casa ella misma admitió que había empeorado por culpa de los viajes y manifestó que ya no quería volver a viajar.
Y efectivamente, así fue. En los meses siguientes mi abuela no volvió a acercarse a un tren ni para mirarlo. A veces yo la intentaba animar para llevarla a ver el nuevo tren, el AVE, a la estación de Atocha, pero siempre me contestaba que no le apetecía.
Supongo que se encontraba ya muy enferma. Hablaba mucho menos que antes y siempre tenía una expresión ausente, como de melancolía. Si le preguntaba si echaba de menos los trenes me contestaba que no, que no era eso, y procuraba inmediatamente cambiar de tema de conversación. Si le pedía que me hablara otra vez de los viajes en tren, contestaba que no se acordaba y que no merecía la pena. Entonces sacaba otra vez el tema de Cuba, pero ahora se la notaba forzada, sin ilusión, y yo intuía, de alguna manera, que ya no le quedaban razones para vivir.
Al mismo tiempo, mi vida estaba experimentando algunos cambios. Entré en la Universidad, empecé a salir más. Cada vez pasaba menos tiempo en casa. Ya casi no hablaba con mi abuela, a la que siempre veía sentada en el sofá mirando la televisión por las noches. Durante esos meses volvió algunas veces a ser la de antes, pero ese velo de tristeza no llegó a desaparecer nunca de su rostro.
Una tarde de viernes, recién estrenadas las vacaciones de Navidad, vino a mi cuarto Se sentó en mi cama y me dijo más o menos esto:
- ¿Sabes?, la primera vez que subí a un tren tenía dieciséis años. Fue cuando fui a Barcelona para coger el barco a Cuba. Me impresionó mucho ver esa mole de hierro en la estación. Me pareció feísimo, antiguo ya para aquellos años. Sin embargo, para mi era el principio de todo. Había salido del pueblo, había dejado a mis padres, y de pronto allí estaba, con dieciséis años recién cumplidos, en un tren, iniciando un viaje que imaginaba eterno. En Barcelona me esperaba un pariente al que no había visto jamás y que me iba a acompañar en el viaje en barco. Pero desde mi salida del pueblo hasta llegar a Barcelona estaría sola. Esa fue la primera vez que me sentí libre.
El tren iba muy rápido, al menos a mi me lo parecía. ¿Sabes?, me encanta la velocidad. Sentirla, así, de repente, en medio de la nada, era como si naciera por primera vez, me hacía sentir que era capaz de cualquier cosa, que no venía de ninguna parte y que podría ir a dónde quisiera. Durante buena parte del viaje estuve pensando que podía hacer lo que me viniera en gana, que era la única dueña de mí misma. Podía bajarme en cualquiera de las estaciones y empezar una vida distinta a la que me esperaba. Muchas veces me pregunto que hubiera sido de mí si me hubiera bajado en León o en Pamplona, o si hubiera cogido un tren en Zaragoza hacia Francia. Al final, recuerdo que me pasé más de media hora mirándome en el espejo de los aseos del tren, decidiendo que cogería ese barco a Cuba.
En los viajes en tren que he hecho últimamente he sentido lo mismo. Pero siempre he acabado delante del espejo decidiendo que volvería a casa.
Eso fue todo. Se levantó y se fue de la habitación. Yo quería saber más, pero me dijo que estaba cansada y que se iba a la cama. Esa fue la última vez que hablé con ella.
La mañana siguiente me despertó mi madre. Estaba muy nerviosa. Me dijo “la abuela no está ni aquí ni en su casa, y nadie sabe nada de ella. ¿Te ha dicho que quisiera volver a coger un tren, o algo?”. Le dije que no, que no me había hablado de eso, que sólo me había vuelto a hablar de su viaje a Cuba. No quería decir nada más, pensé que lo que la abuela me había dicho el día anterior era como un secreto entre ella y yo, que debía protegerla si había decidido marcharse. Pero veía que mi madre estaba sufriendo, y eso es más de lo que podía soportar mi imaginada lealtad. “Me contó que cuando iba a ir a Cuba cogió primero un tren para ir a Barcelona”, dije por fin. Mi madre esta vez no lo dudó y llamó directamente a la policía. Pero el día pasó y no supimos nada. No había rastro de ella.
El fin de semana lo pasamos sin noticias, envueltos en angustia. No sabíamos qué hacer, la policía contestaba que estaban haciendo lo que podían, pero la verdad es que nos costaba creerlo. El lunes mi madre decidió ir al banco. Pensó que si mi abuela estaba haciendo uno de sus viajes lo lógico es que necesitara dinero. Si faltaba dinero de su cuenta de ahorros es que estaba viva, y con esa esperanza se fue a la sucursal del barrio. Cuando volvió estaba aún más pálida. “No ha tocado la cuenta, ¿verdad?”, dijo mi padre. Mi madre contestó “¿que si no ha tocado la cuenta?. La ha dejado a cero.” “Bueno, pues mejor”, contestó mi padre, “eso quiere decir que está bien, ¿Por qué no te calmas?”. Mi madre se sentó en una silla, respiró hondo y dijo: “he hablado con el director de la oficina. Tenía una cuenta de la que no sabíamos nada, que estaba solamente a su nombre. ¡En esa cuenta había cincuenta millones de pesetas!. Parece ser que le había tocado la lotería hace unas semanas y no nos había dicho nada”.
Al fin y al cabo la cuenta estaba a su nombre y el dinero era suyo. Pero todo ésto resultaba más extraño que lo de los trenes. Mi abuela había mantenido en secreto lo del dinero, lo que a mi madre le resultaba doloroso e incomprensible. Se preguntaba qué le habría pasado por la cabeza, a una persona como ella, para no decir nada a su familia. ¿Qué le habíamos hecho?.
Podría ser un caso de demencia senil. Sin embargo, mi abuela había tenido la cordura suficiente como para ir al banco días antes de su marcha para pedir que le liquidaran la cuenta, había cumplido todos los requisitos y firmado todos los papeles. El director del banco decía que había estado tan encantadora como siempre, pero que no quiso contarle por qué sacaba el dinero. Que era una sorpresa, le dijo.
A las ocho de la mañana del martes sonó el teléfono. Fue mi padre el que atendió la llamada. Cuando colgó se volvió hacia nosotros, y sin levantar la vista nos dijo: “la han encontrado muerta en los lavabos de la estación de Zaragoza. Tenemos que ir a buscarla”. Ninguno dijimos nada de momento. Por fin, mi madre rompió el silencio con su llanto.
Yo no fui a Zaragoza. Cuando vi a mi abuela ya estaba en los tanatorios de la M-30. Durante el velatorio seguía perplejo. Me costaba admitir que mi abuela tuviera algún tipo de demencia, pensaba que todo lo había hecho por alguna razón que desconocíamos. En medio del barullo que es siempre un velatorio, mi padre se me acercó y me hizo un gesto para que saliéramos de la sala. Nos separamos unos metros. Sacó un sobre del bolsillo y me lo entregó. Estaba a mi nombre y cerrado. Era de mi abuela. Mi padre me dijo que lo habían encontrado entre sus pertenencias. Después me miró a los ojos un momento y me dejó solo.
Dentro había un billete de tren de Zaragoza a Madrid del día en que murió mi abuela. También había una carta. Simplemente decía: “Muy pronto comprenderás por qué lo he hecho. Busca el dinero, tu ya sabes donde está, te lo dije ayer. Os quiero mucho a todos”.
Lloré por primera vez en ese momento. Volví a la sala. Estaba repleta, nunca he visto tanta gente en un velatorio o en un funeral. Me acerqué a mis padres y les dije lo que contenía el sobre.
Unos días más tarde nos reunimos todos. Recuerdo que mi tío era el que estaba más nervioso. En la carta decía que yo sabía dónde estaba el dinero, pero lo cierto es que no tenía ni idea. En cualquier caso estaba claro que lo había escondido en algún sitio, que no se lo habían robado. Mi tío decía “haz memoria, algo te tiene que haber dicho”. Mi hermano dijo, “seguro que lo ha dejado en un tren”. Entonces comenté que mi abuela me había hablado del tren que hacía el recorrido de Oviedo a Barcelona. Mi padre dijo “tiene sentido, la han encontrado en la estación de Zaragoza, y ese tren tiene parada allí”.
Así que todos pidieron vacaciones y nos fuimos a Zaragoza. En tren, por supuesto, mirando por todas partes, en la cafetería, en los aseos, incluso debajo de los asientos. Debíamos parecer completamente ridículos. El revisor se acercó a mi madre y le preguntó si buscábamos algo. Ella le contestó que se le había perdido un anillo y todo el vagón se puso a buscar con nosotros. En realidad no sabíamos qué queríamos encontrar. Suponíamos que una bolsa o un maletín lo suficientemente grande como para albergar cincuenta millones. Pero también podría ser un recibo de ingreso en otro banco. Algo o muy grande o muy pequeño.
Estuvimos una semana en Zaragoza recorriendo todos los trenes. Mi padre y mi madre se ocuparon del largo recorrido desde Oviedo a Barcelona. Mi hermano y yo nos dedicamos a los regionales de Logroño y Pamplona. Mi tío y mi primo al tren de Canfranc. Después los de Teruel, luego los de Madrid...
No encontramos nada. Era una búsqueda infinita.
Volvimos a casa. Mi madre decía que si mi abuela había ingresado el dinero en un banco tendría que acabar llegando una carta antes o después, pero el sentimiento general era que el dinero se había perdido.
Pasaron dos meses. La familia se fue desanimando. Yo seguí buscando durante más tiempo que los demás, haciendo todos esos viajes de los que mi abuela me había hablado. Cogí todos esos trenes y estuve en todos esos sitios. Sabía que yo era el elegido por ella para encontrar el dinero. Y así, muchas veces, dentro de esos trenes, cuando ya había mirado por todas partes, me quedaba en mi asiento pensando, y durante esos momentos sentía un placer extraño. Entonces imaginaba que encontraba el dinero y me preguntaba qué haría con él. Podría bajarme en cualquier estación y empezar una vida distinta a la que me estaba destinada. Podría coger un avión e irme a un país lejano: con ese dinero tendría para unos años, y después ya veríamos. Podría hacer tantas cosas. Estaba en un tren y me sentía libre, capaz de cualquier cosa. Podría hacer lo que quisiera con mi vida.
Pero el tiempo pasaba y el dinero no aparecía. En casa no se recibió la famosa carta del banco. Mi madre pensaba que era mejor olvidarlo y hasta yo me cansé de buscar.
- o - o - o -
Una noche, después de celebrar el fin de curso con mis compañeros de Facultad, volvía a casa solo, andando por la calle. Aunque eran las cinco de la madrugada hacía bastante calor, se estaba muy bien fuera. Además, había bebido bastante y no me apetecía todavía meterme en la cama. Así que me senté en un banco de un parque a fumar un cigarrillo, y me puse a pensar en mi abuela sin querer. La carta resonaba en mi cabeza, “tu ya sabes donde está el dinero, te lo dije”. ¿Por qué?. No podía entenderlo. A lo mejor mi abuela pensaba que yo era más inteligente de lo que en realidad soy, pero por más que lo intentaba no daba con lo que ella quería decirme.
Entonces recordé que la tarde que me contó lo de su viaje a Barcelona, me dijo que le encantaba la velocidad. Se me ocurrió algo. Me había hablado de muchos trenes, pero hay uno del que nunca me dijo nada. Yo la había invitado a venir conmigo a verlo y se negó. ¡Ella nunca había montado en el AVE!.
Todo cobró sentido en mi cerebro. De repente y durante unos instantes lo único en lo que podía pensar era en mi abuela mirándose en el espejo de uno de los aseos del AVE, y con esa imagen me fui corriendo a mi casa.
Pensaba despertar a mis padres para que nos pusiéramos todos en marcha, como en Zaragoza. Sin embargo, cuando estaba delante de la puerta, con la llave en la mano, me detuve un momento. No acababa de tener sentido. En aquellos tiempos el AVE sólo iba de Madrid a Sevilla, pero mi abuela apareció en Zaragoza. Mis padres hubieran pensado que era una tontería, que iba a ser inútil otra vez. Entonces hice algo que nunca hubiera imaginado. Entré en silencio, fui a la habitación de mis padres. Sabía que en su armario, en el cajón donde ponía su ropa interior, mi madre siempre guardaba algo de dinero. Aún no le había tomado el pulso a los cajeros automáticos y prefería tener el dinero a mano. La cantidad que guardaba era muy variable, en realidad yo no sabía cuánto habría. Pero esta vez tuve suerte, había dinero suficiente. Lo cogí todo y salí de casa sin despertarlos.
Llegué a Atocha a las siete de la mañana. Compré un billete para el primer tren a Ciudad Real, otro para el siguiente de allí a Puertollano, otro de Puertollano a Córdoba y por fin de Córdoba a Sevilla. El empleado me miró con extrañeza, pero no dijo nada. Sólo preguntó si no quería billete de vuelta. Le dije que ya lo compraría en Sevilla, si acaso.
Me encontraba cansado, tenía sueño y había bebido demasiado la noche anterior. Pero ahora tenía la seguridad de que el dinero iba a aparecer. Además, sabía lo que tenía que buscar. Un papel, un recibo o lo que fuera detrás del espejo de los aseos de uno de los trenes. Estaba llegando al final del camino. Pero, qué es lo que iba a hacer yo, después.
No fue hasta el trayecto entre Puertollano y Córdoba. Pegado con celofán en el reverso del espejo de uno de los aseos, justo donde lo había imaginado, había una hoja de papel en la que, con la letra de mi abuela, estaba escrito “ya te dije que me encantaba la velocidad”, y un nombre, Angel Saugar, con una dirección de Sevilla.
La calle estaba muy cerca de Santa Justa, así que fui andando. Ya no notaba la resaca, estaba contento y sobre todo me comía la curiosidad. Estaba completamente fuera de mi, ¿quién era aquella persona y qué relación tenía con mi abuela?, ¿por qué le había dado todo ese dinero?. Creo que en el fondo ya lo sabía, porque no me sorprendió nada de lo que ocurrió después.
- o - o - o -
Pregunté: “¿Angel Saugar?”. El hombre asintió con la cabeza. Dije “soy...”, pero me interrumpió, “ya sé quien eres, no viene mucha gente a visitarme. Además tengo alguna foto tuya. Pasa y siéntate”.
La casa no era especial, una casa como todas. Lo que me llamó la atención, sin embargo, es que todos los cuadros que decoraban las paredes eran de trenes y estaciones de ferrocarril. Me ofreció algo de beber y yo le pedí un vaso de agua. Después se sentó a mi lado y empezó a hablar:
- Conocí a tu abuela en el tren, cuando ella viajaba a Barcelona para coger el barco que después la llevaría a Cuba. Yo tenía veintidós años y trabajaba de revisor. Tu abuela era una muchacha preciosa, y estaba sola, de modo que me decidí a darle un poco de conversación.
Esas cosas pasan. No te contaré detalles. Tu abuela nunca le dijo a nadie que por mi culpa perdió el barco en el que la esperaba su tío. Por aquel entonces los barcos a Cuba salían una vez al mes. Yo vivía en Zaragoza, así que le ofrecí mi casa, y pasé con ella el mes más maravilloso de toda mi vida. Durante ese tiempo acaricié la esperanza de que se quedara conmigo. Pero al final se marchó sin decir nada, cogió su barco a Cuba y estuve años sin saber nada de ella.
Después me casé y me puse a trabajar de maquinista, que era lo que de verdad me gustaba. Seguí viviendo en Zaragoza, pasó la guerra, tuve una hija, ya casi no me acordaba de tu abuela. Un día recibí una carta suya. Contenía una larga explicación de por qué me había dejado plantado y se había marchado a Cuba. No me pareció convincente, además daba igual, yo estaba casado y con hijos, lo mismo que ella, según me contaba también en la carta. No la contesté, pero la guardé.
Hace algo más de dos años murió mi mujer y yo me trasladé a Sevilla para estar cerca de mi hija, que se vino a vivir aquí cuando se casó. Será porque me encontraba muy solo, será por nostalgia, qué más da, el caso es que un día me decidí a mandarle una carta a tu abuela, a la misma dirección de donde se remitía la que me envió ella. No tuve respuesta, ni siquiera sabía si viviría aún, o si se habría cambiado de domicilio como yo.
Pero hace unos tres meses apareció aquí. Después de todos los años la reconocí al instante. Estaba muy cambiada, por supuesto, pero tenía ese brillo en los ojos que yo recordaba, y su voz era la misma de entonces.
Se quedó conmigo un par de días. Hablamos de muchas cosas. De los hijos y de los nietos, nos enseñamos fotos y recuerdos. Pero sobre todo del pasado. Le pregunté si había venido para quedarse conmigo. Me contestó que no lo sabía, que llevaba mucho tiempo tratando de tomar una decisión pero que aún no lo había hecho. Después me dijo que estaba muy enferma y que probablemente no duraría mucho tiempo. Aún así le pedí que se quedara, pero no lo hizo.
Cuando se marchó me dijo “te dejo una maleta. Si en unos meses no he vuelto mándamela a mi casa, significará que he decidido quedarme allí. Pero si vuelvo será para quedarme contigo.” Luego, cuando ya nos habíamos despedido se volvió hacia mí y añadió “si viene alguien a recogerla, alguno de mis hijos o de mis nietos, sabrás que he muerto”.
El anciano se quedó un momento en silencio. Luego preguntó “Ha muerto, ¿verdad?”. Asentí con la cabeza. El hombre no dijo nada, se levantó, desapareció en una habitación contigua y regresó con la maleta.
Me la puso sobre las rodillas. Le pregunté si en todo este tiempo no se le había ocurrido abrirla. Me contestó que lo que contenía no le pertenecía. “Sólo si ella hubiese vuelto”, murmuró. No dijo nada más, se disculpó y me pidió que me marchara. Cuando cerró la puerta creo que le oí llorar.
En el AVE, en el viaje de vuelta, experimenté la sensación que había imaginado. Podía bajarme en cualquier estación, podría hacer lo que quisiera, empezar una nueva vida. Pero sabía que mi abuela habría usado aquel billete de vuelta a Madrid con el que la encontraron. Sea por lo que fuere no me bajé del tren.
Cuando regresé a casa le conté a mi madre el secreto de la abuela. Mientras hablaba ella no decía nada, pero en su rostro se veía una mezcla indescriptible de sorpresa y alivio. Para ella quedaba claro que mi abuela había estado cuerda hasta el final y que en su cordura había decidido quedarse con nosotros. Yo en realidad no sabía qué pensar, pero daba por bueno el final de la historia.
Aún quedaba la última sorpresa. Mi madre dijo: - ¿Sabes una cosa?. Justo ayer hemos sabido por la policía que tu abuela tomó un avión de Sevilla a Zaragoza el mismo día que murió. Figuraba en la lista de pasajeros.
Después de todo lo que había pasado me parecía lógico que su último viaje fuera desde Zaragoza. Pero, ¿por qué en avión, a estas alturas?.
Nunca había montado en avión - dijo mi madre. - Tal vez ya se había aburrido de los trenes y necesitaba probar esa nueva experiencia.
Recuerdo que mi madre me sonrió tristemente. Me quede pensativo. Pensé en el hombre de Sevilla, pensé en los años pasados y en los años por venir. Pensé en mi vida y de lo que mi se esperaba. Y pensé en mi abuela, mirándose en los espejos de todos los trenes de su vida, decidiendo qué iba a hacer con ella. Ese fue su conflicto. Ese era su secreto.
No dijimos nada más ese día. Me fui a la cama, estaba completamente agotado. Mientras me dormía entendí que mi abuela me había hecho un regalo, pero me estremecí pensando que en realidad no tenía ni idea de lo que iba a hacer con él.
FIN
Romántico, familiar, con la herencia del corazón.
ResponderEliminar