HECHO
EL ENCARGO
-
Los
motivos no me interesan en absoluto.
-
Ya.
Pero yo necesito que usted sepa por qué va a hacer lo que va a hacer. Quiero retreparme en el sillón de mi despacho
sobre las ocho y cuarto de la mañana y sentir que es mi mano la que ejecuta la
venganza aunque no sea yo el que esté apretando el gatillo. Por eso tiene usted
que saber qué hay detrás de todo esto. A lo largo de los años, ese hombre,
valiéndose de sus influencias y de su posición, me ha ido arrebatando cosas y
personas que yo estimaba sobremanera. Ya no aguanto más y voy a corresponderle
con la misma moneda, centuplicando el importe del pago. Y permítame que
insista. El blanco no es él. Él debe resultar ileso. ¿Comprende?
- Lo
comprendí la primera vez que me lo dijo. Repito: los motivos no son de mi
incumbencia. A las diez y cuarto recibirá usted un sms sin más texto que
“hecho”. Este es el número de mi cuenta en Suiza. Ingreso, no transferencia.
-
Esta
misma tarde saldrá un empleado mío para Ginebra.
LA CULPA
“Ya salen”, piensa. Tira de las
solapas de su chaqueta negra para colocarlas correctamente y se pone en marcha.
Camina despacio, levemente arqueado hacia delante. Seis pasos y desliza la mano
derecha hacia su axila izquierda. Cuatro personas están abandonando el hotel.
El niño, su padre y por el momento, dos guardaespaldas. En cuestión de
instantes, aparecerá la segunda pareja de escoltas. Escasamente a tres metros
de ellos, saca la pistola y abre fuego. Cinco disparos. Tres aciertos. Echa a
correr calle abajo con un frenético dúo trajeado de gris pisándole los talones.
Sólo tiene que llegar hasta la perpendicular que corta la avenida y desaparecer
por la alcantarilla que previamente ha dejado abierta. Si sus perseguidores se
aventuran tras él, le resultará muy fácil abatirlos a tiros. Después, dos horas
de laberinto y estará a salvo. Las cloacas de la ciudad no suponen ningún contratiempo.
Se ha servido de ellas en anteriores trabajos y las conoce bien.
Frente al hotel, un hombre consigue
liberar el cadáver de un chaval de unos diez años de edad del peso del
corpachón inánime que le había caído encima. De rodillas, con el rostro
ensangrentado del muchacho entre sus manos, eleva el rostro al cielo. Los ojos
cerrados con fuerza, la boca muy abierta. Rompe a llorar sin emitir sonido alguno.
LA HUÍDA
El asesino corre con la cabeza vuelta
para comprobar el progreso de sus perseguidores. Al mirar de nuevo al frente,
se le desorbitan los ojos y se juntan violentamente sus mandíbulas. Un taxi se
encamina a toda velocidad hacia él. El conductor, incapaz de frenar a tiempo,
toca el claxon y derrapa hacia la izquierda. Lanzándose al lado contrario, el
hombre de la chaqueta negra consigue evitar ser arrollado por el vehículo. Uno
de los escoltas recibe de lleno el impacto de la salvaje inercia del auto. El
otro rueda aturdido por el asfalto. “Ciega y caprichosa pero no estúpida”,
musita el perseguido. Empero, la mueca no se le llega a convertir en sonrisa ya
que advierte que el segundo guardaespaldas trata de ponerse en pie. Podría
acabar con él de un disparo. No obstante, considera más sensato reemprender la
fuga. Siente el triunfo latirle en las plantas de los pies pero al alcanzar la
entrada de la calle que buscaba, se detiene bruscamente. No hay alcantarilla.
Tampoco aceras ni calzada ni casas. Donde debería serpentear una calle
recorrida un millón de veces se extiende una monótona calzada gris que separa
dos bloques de edificios sin puertas ni ventanas. Unas pisadas veloces detrás
de él se llevan la perplejidad y dejan a cambio, alarma. El único superviviente
de la jauría, sobreponiéndose a sus magulladuras, vuelve a perseguirlo. Reanuda
la carrera. Mira hacia atrás y no divisa la intersección con la avenida. A
pesar de que no distingue figura humana alguna, lo espolea el terco martillear
de las pisadas del escolta. Avanza aceleradamente por la angosta e interminable
inmensidad gris tratando de encontrar un detalle familiar en la fachada de las
herméticas construcciones que lo flanquean. Inopinadamente, a pocos metros de
él, en lo que hasta hoy había sido la acera derecha, se alza desde el suelo
algo que parece una puerta.
EL RECIBIMIENTO
En el interior del edificio, la
oscuridad es total. Apunta su arma en dirección a la puerta y se prepara para
acribillar a su enemigo en cuanto entre. Casi lo tiene encima. Los pasos
repiquetean más y más intensamente hasta que comienzan a desvanecerse en la
distancia. Entorna los ojos y ase su pistola con más firmeza a la par que ladea
el cuerpo.
“No puede ser. Forzosamente ha tenido
que verme entrar. Me la quiere jugar el muy…”
Un estertor lejano se convierte en
gutural lamento e interrumpe las disquisiciones del pistolero. Con los ojos muy
abiertos sin ver nada, gira sus talones y se agacha hasta tocar el suelo con la
rodilla derecha. Otro quejido más agudo
continúa donde lo dejó el primero. Casi al mismo tiempo, un tercero, éste
áspero, rasgado, animalesco. Un gorgoteo de arcada se une al coro.
Llantos, jadeos y alguna risa
desequilibrada completan la cacofonía. La falta de luz contribuye a la
desorientación del asesino que no logra precisar de dónde provienen los ruidos.
Aunque los nervios le impelen a gritar “¿quién anda ahí?”, opta por permanecer
en silencio. Se da cuenta de que al haberse movido para intentar determinar el
origen de las voces, ya no está frente a la puerta. Describe un movimiento
circular con el brazo izquierdo extendido pero no la toca. Camina una brevísima
distancia. Su mano sólo palpa el vacío. Podría estar a ocho metros de la puerta
o a ocho centímentros. Comienza a sudar. Arrecia el volumen de las voces.
Parece que algunas intentan articular palabras inteligibles y al no lograrlo,
aúllan, sollozan y braman con desolación redoblada. El frío le recorre la
espalda de arriba abajo, de abajo arriba y vuelta a empezar. Tiembla. No le
queda un ápice de humedad en la boca. Súbitamente, cesa la estridencia.
-
Bienvenido.
EL ANFITRIÓN
-
Siento
haber tardado tanto en acudir. Verá, actualmente no dispongo de personal y me
veo obligado a atender yo solo a todos los que llegan. No crea, hasta hace
relativamente poco tiempo, disponía de un nutrido plantel de operarios pero en
fin, fue preciso llevar a cabo una reestructuración y hubo que echarlos. Cosas
del Departamento Superior. Mucho en la sesera no tenían, eso es cierto. Aunque
eficaces, eran. Y mucho. A saber por dónde andarán… Hombre, ahora que lo pienso
seguro que usted ha conocido a
alguno.
El interlocutor del asesino habla con
voz suave, lentamente y sin gesticular. Viste un traje blanco ajustado, de
impecable corte. Blancos son asimismo sus zapatos, su cinturón, su corbata y su
camisa. También su pelo. Su tez es broncínea y sus facciones, afiladas pero
armoniosas. Bajo sus blancas cejas, refulgen unos ojos de color dorado intenso.
Su figura se recorta en medio de la tupida tiniebla y es perfectamente visible
a pesar de ella.
- Y ahora si tiene la bondad de acompañarme… No quisiera resultar grosero pero como
le he comentado, carezco de ayudantes.
-
¿Quién
es usted? ¿Qué lugar es este?
- Tranquilo.
No se excite. No corre usted peligro ni va a sufrir ningún daño. Mi única
intención es acompañarlo a la salida. Salta a la vista que ha llegado usted
hasta aquí por error. ¿O quizá no le quedó más remedio que entrar?
El individuo del traje blanco sonríe
al sicario con complicidad. Se acaricia
unas cuantas veces la sien izquierda con el dedo corazón de la mano
derecha. Mira con alegre ternura a su involuntario huésped y le conmina con
delicadeza, tomándole del brazo.
-
Acompáñeme.
-
¿Adónde?
¿Quién es usted?
-
A
la salida, hombre, ya se lo he dicho. La verdad es que por mucha experiencia
que uno tenga, siempre se sorprende al comprobar lo desorientados que llegan
ustedes. ¿Les pasará lo mismo a los del Departamento Superior? No me dejo caer
por allí desde que me echaron y de eso hace ya milenios…
-
¡Quíteme
las manos de encima o dispa..!
No puede el reacio invitado terminar
la frase. Su mano no empuña ninguna pistola. Ha desaparecido pese a estar
seguro de no haberla soltado. Tampoco ve su mano ni el resto de su cuerpo. Se
lleva las manos al rostro y no logra percibir contacto alguno. Sólo le queda la
consciencia. Sabe que está, que existe. No puede evitar avanzar junto al hombre
de los ojos dorados cuando este comienza a caminar.
-
Venga,
vamos. Verá como cuando lleguemos, todo empieza a tener sentido.
LA REVELACIÓN
Las dos figuras se desplazan a través
de la oscuridad. A su paso comienzan los lamentos a dejarse oír de nuevo.
Atisba el asesino alrededor de sí sin conseguir vislumbrar siquiera. En el
momento de alcanzar su destino, la angustiosa cacofonía restalla ya sin miramientos. El sujeto vestido de blanco grita
imperativamente.
- ¡Silencio,
por favor! Bien, henos aquí. Hágame el favor de fijarse bien. Ahora lo
entenderá todo.
Frente al sicario dos bandas grises
compuestas aparentemente de partículas inconexas, se curvan, alargan y
deforman. El individuo bronceado golpea con la palma de la mano en el centro de
las bandas y las hace desaparecer.
-
Perdón.
Estos aparatos ya tienen sus años y a veces no funcionan bien a la primera.
Observe.
Se revela a los ojos del asesino la figura
de un hombre vestido de negro que se encamina hacia cuatro personas, una de
ellas un niño. Extrae un arma de fuego
de la sobaquera y abate a tres de ellas. Huye velozmente perseguido por dos
individuos. Esquiva un automóvil que por poco lo atropella y a punto está de
llegar a una calle perpendicular cuando, después de oírse tres detonaciones,
cae al suelo con la espalda teñida de escarlata. Su verdugo comprueba que está
muerto y corre calle abajo. Vuelven a aparecer las bandas grises.
El hombre de blanco lo mira
inquisitivamente.
-
Bueno, la cosa no puede estar más clara, ¿verdad?
-
Entonces…
entonces morí.
-
Eso
parece.
-
Y
este lugar es…
-
Sí…
-
Es…
- ¡SÍ,
SÍ, SÍ! El averno, el báratro, el tártaro, el orco! ¡EL INFIERNO! ¡EL INFIERNO!
¡Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba sin decirlo! ¡Qué alegría
volver a tener la oportunidad de pronunciar tan bella palabra! Y ha sido
gracias a ti. ¿No te importa que te tutee, verdad? A estas alturas no vamos a
andarnos con formalismos. Verás, tú has llegado confuso pero en tu juicio. La
mayoría de tus congéneres parecen idiotizados como si el trauma de la muerte
les nublase el raciocinio. En cambio, tú… ¡Ah, ha sido un inmenso placer
conocerte!
-
Entonces,
usted… usted es…
- Por
favor, nada de publicidad personal. Da igual lo que hayas oído por ahí, te
aseguro que no puedo presumir de que la vanidad se cuente entre mis defectos…
Esto, ¿te importaría sentarte?
LA EXPIACIÓN
Obedece el sicario. Dobla su esencia
incorpórea sobre un asiento que no llega a ver y advierte, a la tenue luz
grisácea de las bandas que bailotean ante su mirada, que no está solo. Junto a
él, delante y detrás de él, infinitas filas de lo que fueron personas vivas en
otro tiempo, miran fijamente al frente. Algunas gimen, otras gritan con frenesí
o prorrumpen en dementes carcajadas. Todas tratan de apartar la vista y se
retuercen de angustia al no conseguirlo.
-
Debo
pedirte disculpas. Te dije que iba acompañarte a la salida, que no sufrirías
daño, que no había peligro… Te engañé. Aunque, oye, la mentira es mi
instrumento de trabajo. Uno de ellos, por lo menos. Y de los más importantes. Manejarla
adecuadamente es privilegio de maestros. Chico, no soy un ángel. Bueno, podría
decirse que sí lo soy. Aunque por otro lado… Lo cierto es que no me echaron del
Departamento Superior sólo por ser un pésimo arpista. Y ahora si me disculpas,
vuelvo a recepción. No te preocupes por la máquina, funciona sola. En apenas
unos instantes, desaparecerá la… carta de ajuste y empezará tu programa.
-
¿Mi
programa? ¿Qué programa?
-
El
tuyo. Cada uno de vosotros es el espectador de un programa distinto que sólo él
o ella puede ver.
-
¿Qué
clase de programa es ese?
-
A
ver cómo te lo explico. Imagina tu piel.
-
¿Mi
piel?
-
Sí,
bueno, la que tenías antes. Esa piel está compuesta de varias capas que
protegen la zona más delicada de la dermis. De lo contrario, cualquier roce
resultaría dolorosísimo; cualquier estímulo, una auténtica agonía. Pues bien,
con la personalidad, con la individualidad, con el alma si quieres, ocurre lo
mismo. Desarrolláis una serie de defensas para evitar que vuestra alma se pasee
por ahí en cueros. Estas defensas son el autoengaño, la indulgencia exagerada
para con uno mismo, la estupidez a sabiendas, la no asunción del propio yo,
etcétera, etcétera, etcétera… La maquinita en cuestión elimina esas defensas y
deja el alma, permíteme la expresión, en carne viva para a continuación
presentarte un retrato fidedigno y sin concesiones de tu más íntima esencia.
Bienvenido al Infierno. El lugar donde te contemplas a ti mismo, hasta el fin
de los tiempos, conforme eres de verdad. Sin parapeto ni escudo ni red. Lo
cierto es que abrasa…
A medida que su autorretrato se
materializa en la pantalla, las lágrimas anegan los inmateriales ojos del
asesino y su etérea garganta comienza a producir un agónico chirrido. Incapaz
de desviar la mirada, de su boca intangible mana un hilo de ectoplásmica baba
que le recorre el incorpóreo mentón.
-
En
fin, te dejo. Debo ir a recibir a un
nuevo inquilino. Quisiera pedirte que no te repanchingues. A tu lado va a
sentarse uno que está más bien llenito y habrá que dejarle sitio. Vendrá antes
de lo que cree. En este preciso instante debe de estar mirando su móvil. Por
cierto, ¿tú no tenías que enviar un sms?
LA ESPIRAL
En un despacho lujosamente amueblado,
unos dedos regordetes manipulan un teléfono móvil. El pulgar selecciona la
función “mostrar mensaje”. En la pantalla iluminada, una sola palabra: “Hecho”.
Es muy original. Me gusta que lo hayas dividido en apartados, como si fueran símbolos los enunciados, que me recuerdan al cine en sus comienzos. Yo creo que es un texto visual, con su parte de guión y escenas, lo que también me lleva al teatro y las acotaciones y diálogos.
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