...Mirábamos el tejado bajito de la casa de los abuelos paternos, que daba a la azotea plana y con balaustrada del patio que compartíamos con ellos. Las tejas eran de barro antiguo, dispuestas como un mar de olas púrpura junto al faro de la chimenea de la lumbre baja. Y el cielo aquella tarde estaba encapotado. Recogíamos la ropa. El otoño había llegado de manera regular, con su aura dorada y arcillosa, al pueblo. Sobre las dos antenas de televisión no estaban en ese momento los tordos, tenían por costumbre despertarnos cada mañana, pero luego andaban a ratos por el barrio, y a veces improvisaban sus visitas a aquel tejado familiar.
Lluvia sí, lluvia no...Los tres gatos se escondían en la escalera cubierta. Bajamos la ropa con cuidado por allí. Los ojos de los gatos nos miraban, estirándose, apartándose con cuidado los vivos gatitos, esperando el turno de su ronroneo en los escalones.
Dejamos la ropa dentro de nuestra casa y nos sentamos al amparo del zaguán semiabierto. Pronto la lluvia pareció caer como gotas sobre timbales. Entonces los tordos aparecieron en lo alto de la escalera y los gatos se revolvieron. Luego los tordos saltaron por el tejado de los abuelos y subieron a las antenas, dejando tranquilos a los felinos. Finalmente los pájaros se marcharon a otro lugar.
Llovía ahora a cántaros y estábamos acurrucados junto a una manta de campo que nos servía de abrigo y de casita infantil imaginaria... Cuando cesó la lluvia, metimos a los gatos en la manta. Antes no lo habíamos hecho porque en la manta éramos muchos y a algunos no les gustaban los gatos.
La lluvia nos parecía siempre muy bella, amansaba a las fieras, según decían, y también nos llevaba a imaginar parajes exóticos, como las chimeneas de las hadas, o descargaba nuestro vaivén infantil en forma de telas de agua venidas de un cielo que era un hacedor de sueños...
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