miércoles, 29 de octubre de 2014

CUENTAS PENDIENTES


Mi padre siempre se portó muy bien. Toda su vida. Alguna tonta discusión de tráfico de insultos lejanos, alguna salida de tono saldada con disculpas. Algún pronto un poco fuera de lugar cuando algo le sentaba mal. Sin ir demasiado lejos, sin que fuera demasiado insoportable ni demasiado frecuente. No buscaba guerras ni se metía en las ajenas. No iba por ahí provocando a nadie, y aunque no era de callarse ante los perdonavidas ni de volverle la cara a quien le buscara, no tengo memoria, ni he encontrado rastro alguno, que me hablara de peleas, o empujones, o rencores. Alguna disputa acalorada, eso sí, mas sin llegar a las manos, de eso nada, nunca. Alguna huelga, por supuesto, qué menos, y también unas cuantas manifestaciones, siempre con más espíritu festivo que entusiasmo político. Yo diría que mi padre vivía hacia dentro, mucho más pendiente de los acontecimientos de su casa que de los del mundo exterior, al que sólo prestaba atención en la medida en que le influyera, un mundo que de año en año se le fue haciendo cada vez más lejano y borroso. 

Nunca rechistó gran cosa, y cuando se lamentaba lo hacía lacónicamente, sin exagerar gestos ni maldecir una eterna mala suerte que tampoco puede decirse que tuviera, pues siempre pudo ganarse la vida un punto por encima de “dignamente”. Cuando enfermó se lo tomó con disciplina. Se asustó lo justo y se sometió a los tratamientos obedientemente. De alguna forma se aplicó en ser un “buen enfermo”, no dar demasiado trabajo y quejarse poco. Cuando le dijeron, hace ocho meses, que ya no se curaría y que lo único que se podía hacer sería, como mucho, paliativo, mi padre, que siempre pensó que el verdadero evangelio era el refranero castellano, se limitó a decir que jamás había esperado llegar a vivir tanto, y que “hasta el rabo todo es toro”. Supongo que estaría muerto de miedo, pero sólo lo supongo, en realidad. Tenía setenta y cuatro años.

Una tarde a finales de verano lo llevamos a urgencias. Le costaba respirar, se quejaba de que se ahogaba. Nos dijeron que la cosa andaba ya muy avanzada, que podía ser cuestión de días. Lo ingresaron. Cuando por fin lo ubicaron en una habitación nos quedamos un rato en silencio, bajo la luz indirecta del panel sobre su cama, por dentro de la cortinilla que individualizaba su estancia, arremolinados sobre él, mirándole con expresión lastimosa. El nos observaba desde muy abajo, bajo el respirador que le habían colocado, saltando con la mirada de los unos a los otros, una mirada de cansancio y de malestar que de vez en cuando brillaba en otra con la que yo creo que nos maldecía a todos por la cara tan estúpida que estábamos poniendo. No sé como fue capaz de quitarse la mascarilla y susurrar: “me quedo aquí, mejor. Ahora dejadme dormir un rato”.

Esa noche nos quedamos todos entre la sala de espera y la habitación. Todo el cuerpo de guardia. Madre, hermanos, cuñados. Más alguna visita de segunda línea familiar y algún amigo. Esperando un desenlace que se preveía inminente. Pero amaneció, y mi padre se fue espabilando, y pidió algo de comer y quiso ver un poco la televisión. El médico permitió que le trajeran el desayuno, pero no daba mejores noticias, seguía siendo cuestión de unos pocos días, como mucho un par de semanas. 

Tal vez aún no fuera la hora, pensábamos, o tal vez se trataba de esas mejorías que a veces se dan en los moribundos que, quien sabe si por llevar la contraria, se encuentran mucho mejor justo antes de morirse. El caso es que mi padre se iba animando de hora en hora. Se encontraba más despierto. Incluso recuperó un poco el aliento y hablaba algo con nosotros, estaba hasta de buen humor. Se alegraba con las visitas, y de algunas de ellas se despedía con un teatral “adiós para siempre”, lo que creaba gestos de desconcierto y cascadas de frases hechas que le divertían. De vez en cuando se apartaba el respirador y bromeaba con las enfermeras, a las que piropeaba, protestaba la comida y pedía cigarrillos. Charlábamos del día a día de cada uno y también comentábamos lo que salía en los telediarios. En la televisión se veía al banquero Manuel Sable saliendo de los juzgados con semblante serio, rodeado de flashes y gente que lo increpaba, llamándole estafador, ladrón, sinvergüenza. “Y él como si nada. Menuda cara de cabrón que tiene”, decía mi padre. Y también, de refranero, “pero a cada cerdo le llega su San Martín. O, por lo menos, debería”.

Asi fueron pasando los días, en contradictoria sensación para nosotros, entre la aceptación y la esperanza. Puede que suene raro, pero cuando pensaba que esas podían ser las últimas horas de mi padre me sobrevenía también una cierta alegría de poder vivirlas con esa intensidad y con esa paz. De alguna manera entendí que todos, en condiciones normales, estamos destinados a presenciar la muerte de nuestros padres y que, de ese hecho clave e inevitable, deberíamos intentar sacar lecciones provechosas y que esas horas, minutos o días no pesen sobre nosotros por el resto de nuestra vida. Daba las gracias al destino, y a mi padre, por poder sentirme triste, pero también tranquilo y en paz. 

Pero está claro que di las gracias demasiado pronto.

La tercera noche después de su ingreso me dispuse de turno de imaginaria junto a la cabecera de mi padre en el hospital. Me agencié un cojín amplio, pues ya conocía el sillón de sky y estructura metálica, e intuía que lo más probable sería que mis huesos acabaran por trascender las posturas acrobáticas y antinaturales que la noche me reservaba. Mi padre protestaba: “no sé por qué narices se tiene que quedar nadie. Si me pongo peor ya os avisarán, joder”. También me pertreché con un libro, un ipod, una coca cola y un bocadillo de jamón, del que mi padre me pidió un trozo, que finalmente le di mirando de reojo hacia la posible irrupción de alguna de las enfermeras.

Apagamos la televisión a eso de las once. Mi padre se arrebujó entre las sábanas y comenzó a roncar bajo el respirador. Su respiración no era precisamente música, pero me parecía relativamente tranquila y homogénea, así que me puse los cascos y escuché un poco la radio. Sin embargo, de vez en cuando mi padre interrumpía el ronquido, en apneas de corta duración que me mantenían en vilo. Me incorporaba entonces sobre su cabeza y me quedaba mirando hasta que recuperaba su ritmo. Después, ya levantado, deambulaba un poco por la habitación o por el pasillo, hasta que volvía al sillón de sky pasados unos minutos. Pero a medida que la noche avanzaba me daba cuenta que con estos paseos hacía ruido, y que acabaría por molestar al otro enfermo con el que compartíamos habitación, un anciano, algo mayor que mi padre, enfermo del corazón. Así que decidí quedarme sentado. Como estábamos al fondo de la habitación, junto a la ventana, me asomaba y miraba un rato por ella, que aunque estábamos a finales de septiembre estaba abierta por el calor, pero nunca hay nada que ver por la noche desde la ventana de un hospital, y no tardaba en volver a sentarme. Por su parte, la mujer del vecino hacía punto en la penumbra, dejándose en ello los ojos sin duda, sentada frente a su marido junto a la puerta de entrada de la habitación, levantándose resignada cada poco tiempo para llevarle un vaso de agua, que yo le oía sorber con fruición en la oscuridad.

Así iba transcurriendo la noche, y así parecía que transcurriría toda entera, lenta, vacía e infinita. A la una entraron dos enfermeras a tomarle la tensión y a darle medicación. Estuvieron un par de minutos en total. Después la habitación quedó completamente a oscuras y en silencio, con el monótono crujido de las respiraciones como un mar de fondo, envolvente y lejano.

Lo siguiente que recuerdo es que alguien me agitaba ligeramente, abrir los ojos y encontrarme a centímetros del rostro serio de una de las enfermeras, hablando en voz alta justo encima de mi cara: “¡Oye!, ¡¿dónde está tu padre?! ¡No está en la habitación!”. Protesté incrédulo, “¿cómo?, estará en el cuarto de baño, habrá querido salir al pasillo y se habrá caído”, frases parecidas a esa, me parecía fuera de todo lo razonable lo que me estaban diciendo. ¡Cómo que mi padre no estaba!. Eran algo más de las cinco de la mañana. 

Me incorporé y empecé a moverme tontamente por la habitación, miré en el cuarto de baño, en el armario, debajo de las camas. El respirador colgaba junto con la botella de suero y las vías sueltas de uno de los ganchos del atril junto a su cama. Todo ordenado y recogido, muy típico de mi padre. Era completamente absurdo, y habría resultado cómico si no fuera porque no tenía la más mínima gracia que un enfermo terminal hubiera desparecido de esa forma del hospital, y lo que es peor, que ese enfermo fuera mi padre. La mujer del anciano, que había aparentado estar dormida durante esos desconcertantes minutos, se despertó y me dijo: “su padre se ha marchado hace ya un buen rato. Se levantó de la cama, y pasó delante de mi. Sólo dijo que se aburría y que se iba a dar una vuelta, que ahora volvía”. “¿Y usted no le dijo nada?”. “Pues no, le dije que me parecía muy bien que saliera a estirar las piernas”. 

Lo que vino después fue una vorágine de movimientos, nervios, gritos y despesperaciones. En todo caso, no podía haber ido muy lejos. Estaba muy enfermo y, además, sólo contaba con el pijama que le había pedido a mi madre que le llevara, incapaz de soportar la indignidad de esas túnicas hospitalarias que dejan el trasero al aire. Estaba seguro de que no habría salido del hospital, así que corrí como un loco por los pasillos, mirando en todas las salas de espera, entré en las habitaciones de otros enfermos, en zonas reservadas de los médicos, en zonas quirúrgicas, consultas, bajé a la cafetería, a los sótanos, di dos veces la vuelta a la manzana. Descubrí que las tripas de un hospital son interminables, que cuentan con tétricos pasillos apenas iluminados con cientos de kilométricas tuberías, con anaqueles inmensos de medicamentos, con salas enormes con montones de toallas y sábanas que llegan hasta el techo, con cientos de metros de paredes de cemento desnudo, como uno se imagina en el subsuelo de una cárcel o de una ciudad futurista. La seguridad del hospital no tardó en activarse y tuve que contestar varias veces que no sabía nada de lo que me preguntaban, que no me había dicho nada, que no le había visto, que no había perdido la cabeza, que no tenía demencia senil. Al menos hasta ese momento. Como una hora después la dirección del hospital decidió avisar a la policía, y yo no tuve más remedio que llamar a mi madre y a mis hermanos, para explicarles lo inexplicable.

El cuerpo de guardia completo no tardó en aparecer en el hospital. Todo era muy confuso. La pareja de la Policía Nacional que había venido tomaba notas de cara a una posible denuncia de desparición, pero yo seguía incapaz de contestar nada coherente, y mientras la policía me hacía preguntas mi familia me apremiaba aún más. Y a todo esto, cada uno de nosotros hacía continuas llamadas de teléfono, a los amigos, los vecinos y conocidos, los bares del barrio, el centro comercial, el mercado, cualquier posibilidad por remota y extraña que pareciera. La cuestión es que ninguno entendíamos nada, y eso era, con diferencia, lo más doloroso.

Lo vimos aparecer al fondo del pasillo a eso de las nueve y media de la mañana. Vestía el pijama con el que se había acostado y caminaba con dificultad, muy lentamente, apoyándose en la pared. Fuimos corriendo hacia él y advertimos que estaba completamente lívido. Le preguntamos, mejor dicho, le acosamos entre todos para que nos dijera qué había pasado, pero tan sólo hizo un gesto con la mano de que le dejáramos tranquilo, apenas podía hablar. Lo llevamos casi en volandas hasta la habitación. Al entrar le dio los buenos días a la vecina, que le contestó con un “¿qué tal el paseo?”. Lo metimos en la cama. Una enfermera le puso el respirador y le colocó la vía. Se quedó dormido en pocos minutos.

Por supuesto, no podíamos explicar lo qué había pasado. Los dos policías decidieron marcharse, pidiendo que les avisáramos cuando mi padre se hubiera despertado y pudiera hablar, con objeto de cerrar el asunto. Un médico que vino a examinarlo nos dijo que la saturación de oxígeno había caído en picado, y que se encontraba mucho peor. Y nosotros no podíamos hacer nada más, salvo esperar. 

Los vecinos encendieron la televisión. Cinco personas con aspecto de saber de lo que hablaban discutían alrededor de una mesa, mientras en un plasma a sus espaldas se sucedían imágenes de actualidad. Por la parte inferior de la pantalla corrían letras amarillas que dibujaban textos con las noticias del día. Todos guardábamos ahora silencio. El ronquido de mi padre me parecía ahora irregular y agónico. Me pesaba que hubiera perdido la razón en el último momento, que hubiera vagado sólo, aturdido y desvalido por las calles, angustiado y desorientado. Miraba hacia el infinito a través de la pantalla de televisión, absorto en mis propias sombras. “El banquero Manuel Sable ha sufrido un intento de homicidio esta mañana cuando salía de su domicilio camino del juzgado”. No me lo podría perdonar nunca. “El banquero Manuel Sable...”. Estaba hundido, necesitaba que mi padre se despertara y hablar con él. “... esta mañana cuando salía de su domicilio”. Necesitaba pedirle perdón. “Nos llega una noticia de última hora. Parece ser que el banquero Manuel Sable ha sufrido un intento de asesinato, del que ha resultado herido. Nos amplían la información”. Apenas imperceptible, la voz de mi padre apareció: “sube eso, que quiero oirlo”.

Siempre decía que “hasta el rabo todo es toro”. Y parece que quiso aplicarlo al pie de la letra. A eso de las once volvió la pareja de policías que habían estado antes, pero ahora venían con un inspector de paisano y un par de personas más, que entendimos que eran secretarios judiciales. La intención era detenerlo, para lo cual no habría hecho falta tanta gente, pero la pareja de la mañana o la propia dirección del hospital debió advertir que se trataba de un enfermo terminal, por lo que decidieron tomarle declaración in situ. Mi padre se despertó cuando entraron en la habitación. Nos pidieron a todos que saliéramos, a lo que nos negamos en principio, exigiendo que nos explicaran lo que estaba pasando, pero mi padre nos dijo que por favor le dejáramos con ellos, que luego nos explicaría. En la habitación quedaron, pues, el inspector de policia y los dos secretarios judiciales, saliendo todos nosotros con los dos policicas, la mujer del otro enfermo y él mismo, a quienes no volvimos a ver, ya que decidieron trasladarlo y dejar a mi padre sólo en la habitación. 

Allí estuvieron poco más de diez minutos. Al salir el inspector nos informó que mi padre estaba detenido acusado de intento de asesinato en la persona de Manuel Sable, y que quedaría en custodia en el hospital hasta que su estado físico le permitiera acudir al juzgado a declarar ante el juez, el cual decretaría los pasos a seguir. En la puerta quedó uno de los policias, y los demás se marcharon. Nosotros entramos atropelladamente, lanzándonos sobre mi padre para que nos contará qué había pasado, qué era eso del banquero, que nos explicara algo. Pero mi padre apenas dijo nada más. Simplemente repetía que no nos preocupáramos y que nos quería a todos. 

Pasada la medianoche falleció.

Uno de los primeros que acudió al hospital fue el mismo inspector que le había tomado declaración por la mañana. Se mostró muy empático y nos dio el pésame muy amablemente. Todos estábamos en estado de shock, y yo particularmente no había podido articular palabra desde que mi padre reapareció. Aún así me dijo que quería hablar conmigo y se ofreció a invitarme a desayunar algo en la cafetería. Lo primero que me dijo es que mi padre había errado el tiro y que Manuel Sable sólo había sufrido una herida superficial en el hombro. Nadie más resultó afectado. Eso resultaba un alivio, por lo menos. Le pregunté qué les había dicho mi padre, y no tuvo objeciones en contármelo.

Mi padre había comprobado que las enfermeras no pasaban por la habitación entre la una y las cinco de la mañana, que no acudían en este periodo salvo que las llamaran, y que eso no se producía porque el anciano enfermo del corazón dormía profundamente cada noche y, en todo caso, su mujer se aplicaba esmeradamente a su cuidado, ocupándose de cuñas, almohadas, vasos de agua y otras pequeñas necesidades, por lo que nunca llamaba a las enfermeras. Esperó a que yo me durmiera y entonces, se quitó el respirador y la vía que tenía en su mano derecha, y salió de la habitación. No tuvo problema en alcanzar el ascensor y salir a la calle. Allí cogió un taxi y marchó hacia su casa, donde recogió una escopeta de caza, que ocultó en una maleta, y en el mismo taxi se plantó en la calle Príncipe de Vergara, donde vive el banquero. Esperó a que alguien abriera la puerta del portal de enfrente y se coló, subió hasta el ático y allí esperó pacientemente a que Sable saliera de casa. Cuando lo hizo le disparó dos veces con la escopeta. Después la dejó allí, bajó en el ascensor hasta el portal y salió a la calle, escurriéndose entre el tumulto que se había formado delante de la casa del banquero. Anduvo un par de calles, tomó otro taxi y regresó al hospital. 

Yo no daba crédito. La siguiente sorpresa era que fue mi propio padre el que llamó para decir que había sido él. Que buena parte de la anterior confesión la dijo por teléfono, citando a la policía en el hospital. Probablemente les llamó de camino. Estaba claro que mi padre quería que se supiera que había sido él.

No obstante, había un par de cosas que no cuadraban en la historia que les había contado. Ningún taxista reconoció haber recogido a alguien en pijama a la puerta del hospital, y más bien la policía pensaba que mi padre pudo tener algún cómplice que le había trasladado desde el hospital hasta la casa del banquero, y que le habría devuelto. Resultaba extraño que hubiera entrado en su casa para recoger la escopeta sin que se enterara mi madre, y más bien parecía que éste cómplice lo esperaba ya con el arma preparada, e incluso con ropa de calle, para no llamar la atención vestido sólo con un pijama. Yo le dije que jamás mi padre había tenido arma alguna que yo supiera, y que jamás había cazado. Eso confirmaba sus sospechas. Me preguntó si tenía idea de quién podría tratarse. Le dije que otra de las frases de mi padre era que había que tener amigos hasta en el infierno, y que probablemente la aplicó en la práctica, pero que yo no tenía ni idea ni de eso ni de, me daba cuenta, muchas otras cosas de su vida.

Porque si lo había planeado con anterioridad no sólo nos lo había estado ocultando, sino que habíamos pasado la vida ignorando que nuestro padre fuera una persona capaz de hacer algo así. Todo había sido una especie de estafa, toda su vida una gran mentira, ocultando al hombre que realmente era. Eso es lo que me parecía imperdonable y lo que nunca podría quitarme de la cabeza. Pero el inspector me contestó que realmente eso no importaba. 

- La realidad es que, seguramente, su padre sí era como ustedes pensaban que era. Y eso es lo que me preocupa.  

Yo negaba con la cabeza, incapaz de entender nada de lo que había sucedido en las últimas horas, incapaz de asimilarlo o incluso de creerlo.

- Mire, ¿sabe lo que creo? - me dijo-. Creo que su padre era realmente como parecía. Una persona normal, respetuoso de las leyes y de las normas, honrado, trabajador, decente, todo eso que es casi todo el mundo, aunque sean palabras que cada vez tienen peor prensa. Y también creo que un día se hartó. Simplemente. Se hartó de ver cómo en medio de un terremoto los saqueadores roban impunemente, y encima se ríen de los que caen al hoyo.

- Y decidió tomarse la justicia por su mano, ¿no? Mire no me cuente historias -le contesté ironicamente, dispuesto a no creerme nada de lo que me estaba diciendo.

- ¿Justicia? No, aquí no se trata de justicia. La justicia ya no tiene nada que ver. Decidió vengarse. ¿Sabe lo que me dijo? Que al menos sangren por la nariz. Ya que van a ganar siempre, que por lo menos no lo tengan tan fácil. Que sangren por la nariz. No, empieza a perder sitio la justicia en este mundo. Dentro de poco sólo se tratará de venganza. Eso es lo que me preocupa. Que gente como su padre haya llegado a esa conclusión.

No dijimos más. Me disculpé diciéndole que quería volver con mi familia. El inspector se despidió amablemente y no volvimos a hablar sobre el tema. Pero he vuelto a pensar en ello muchas veces. A veces me acerco al cementerio, hasta su tumba, e intento comprender. Intento ver a mi padre apuntando con su arma a un hombre y apretando el gatillo. Maquinando en su cabeza todo un plan para acabar con su vida. Echándose sobre los hombros las miserias y las afrentas y decidiendo vengarlas. Muchas veces no me parece que sea mi padre.

Pero, en otras, si lo pienso bien, si pongo a girar todo el entramado, las piezas acaban encajando. Las sonrisas, las bromas, su ser pacífico y cariñoso, su entrega, su esfuerzo, su falta de malicia, su decencia, su mirar de frente. Todo encaja con un hombre que un día levanta la cabeza y, por encima de cualquier otra consideración, por encima de cualquier miedo, cualquier castigo y cualquier convicción, decide, simplemente, vengarse. Y entonces lo comprendo y mientras una parte de mi se asusta de comprenderlo, otra parte se abraza a su querida memoria.


FIN

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