...Ella acercó el prendedor a su corazón y luego lo besó y lo guardó en un joyerito color madreperla que había sobre la cómoda. Era un regalo del amado. ¡Cúanta felicidad! Miró por la ventana. El aire soplaba fuera, en el jardín de olivos, frutales y flores, con inocencia de atardecer primaveral. Encendió una velita blanca, se sentó y comenzó a leer unos versos que antes había escrito para aquel joven maestro por quien suspiraba. La imagen del masculino rostro rizado la percibía a solas con la intensidad del fuego. Pero era un fuego interior que no podía extinguirse, que le hacía ruborizarse y estremecerse, fulgor de sentimientos, una y otra vez, un quejido de asombro, un halo de esperanza.
Absorta, loca de emociones, creyó que la cera de la vela formaría la figura de una tórtola pequeña y que ella bien podía entender ahora el lenguaje de las golondrinas. Creyó que su vestido exhalaba la respiración de su alma, absoluta transparencia. Creyó que a partir de aquel día tendría besos y que nunca más se moriría de miedo con las tormentas naturales o de su propio espíritu.
Con la fuerza de su nuevo ser se desvistió y se puso el camisón. Deshizo su peinado y apagó la vela. Se acurrucó en el lecho y se quedó dormida con el descubrimiento de la primera pasión.
Mientras tanto, el joven de rostro rizado acariciaba el pañuelito bordado de su enamorada. De momento le bastaba. ¿Sería posible su amor porque ella era una señorita rica y él un simple maestro? Jamás otros ojos le habían cautivado. Jamás había sentido ese ardor en el cuerpo y en sus pensamientos y corazón. Alrededor de su humilde casa vivía un rosal trepador. Le llevaría a ella un ramo oloroso en su siguiente encuentro. Seguro que le emocionaria el gesto. Lucharía por ella contra cualquier convencionalismo social. Se amaban, ya no existía duda.
Cuando la noche, con sus estrellas abiertas y la luna nueva, envolvió las calles de Hambrán, los dos jóvenes se encontraron en un sueño compartido. Fue un instante fugaz. Ella vestía una un traje de colores cálidos y él también. La familia Cedro y la familia Naranjo estaban en armonía.
Al despertar, la mañana les devolvió a la realidad. En la casona Cedro los criados atendían a sus menesteres y los dueños recibían la misiva de un pretendiente adinerado de la joven. En la casa del maestro el joven cortaba las rosas más bellas...
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