lunes, 31 de marzo de 2014

Guau guau

Le ataron la correa al cuello, le engancharon la cadena y la sacaron a pasear, como casi todas las tardes. Era su hora preferida del día; aquella y cuando le echaban de comer por la mañana. Por lo general, restos de comida del día anterior. De vez en cuando se colaban en el menú algún despojo  o mendrugo de pan que terminaban enterrados en el patio cuando nadie miraba. El paladar se le había acostumbrado a comidas guisadas y la carne cruda y el pan eran sólo apetecibles cuando un hambre voraz arreciaba. El pienso tampoco le resultaba demasiado apetitoso, pero estaba lejos de la cotidianeidad. Así que cuando tocaban aquellas bolas duras hechas de algo  salado la perrita se limitaba a mirar con cara de desilusión al humano que se las había echado y a dejárselas en aquel cacharro de hojalata que hacía de su plato. Ya iría comiéndoselas poco a  poco, porque el pienso no se podía enterrar y como no desaparecieran de aquel recipiente sus amos no le daban otra cosa.
            Aquella tarde estaba ansiosa de que la sacaran. Durante una semana no había parado de llover y sus amos habían suspendido el paseo. Nada más abrirse la puerta de la calle, su olfato se embriagó de aquel aire fresco del que aquellos seres que la acogían en su casa la habían privado a ella -¡y a ellos mismos!- sólo porque caía agua del cielo. Definitivamente había caras del comportamiento humano que no lograba entender. Una de ellas era esa, la de quedarse encerrados cuando llovía. ¡Cómo algo tan simple como la lluvia les impedía salir a respirar soplos y soplos cargados de mensajes codificados en olores tan fascinantes de descifrar! ¡Cuántos aromas, cuántas anécdotas, cuántas vivencias, cuántos sentimientos, cuántos kilómetros, cuántos espacios…¡ ¡Cuánto transportaban aquellas bocanadas airosas y qué pena no poder traducirlas a aquel lenguaje extraño empleado por los hombres!
            Al primero de sus amigos que se encontró fue a Pepo, un perro adoptado por una amable señora mayor que apiadándose de él lo acogió en su casa cuando sus antiguos amos lo dejaron abandonado. ¡Cuánto había  penado el pobre Pepo cuando alguna misiva airosa le traía aromas con esencias de su antiguo hogar! Pero como los perros se acostumbran al final a todo, Pepo se amoldó a su nueva ama con total entrega, en señal de su sumisión y agradecimiento perruno, prometiéndole fidelidad y protección hasta la muerte. Mientras las propietarias de los perros intercambiaban palabras, los canes se olfatearon, se menearon el rabo y siguieron su ruta.
            Tras torcer la esquina apareció Cartucho, un carea con olor a pasto, a alfalfa, a gallinero, a leche, y a rebaño de cabras y ovejas con el que nuestra perrita no terminaba de congeniar. Nunca había reñido con él como sí que le había ocurrido con otros perros a los que detestaba. Simplemente le pasaba lo que a los humanos con algunos de su raza: no terminaban de conectar. Quizá Cartucho no le gustaba por ser  demasiado rural; demasiado campestre. Un ladrido rústico e intercambios lingüísticos en canino en torno a piaras de animales era lo más profundo de lo que Cartucho solía hablar. Claro que a veces el perro resultaba de lo más divertido. Un carea de pura sangre, un reclutador de animales genuino del más alto pedigrí. Tan buen hacedor de su trabajo que cuando terminaba de encerrar el ganado en su nave hacía lo mismo con las gallinas. Hasta tal punto conocía y profesaba amor a sus animales Cartucho que un día que su amo compró gallinas nuevas las echó del gallinero porque Cartucho las concibió como extrañas invadiendo terreno ajeno.

            Por fin llegaron a campo abierto nuestra perra y sus amos y por fin la soltaron. Este era uno de los momentos preferidos del paseo: cuando era liberada de la correa que la encadenaba al andar civilizado y rígido de los humanos. Una vez sin ella todo recobraba de nuevo  el sentido canino que los humanos nunca entenderían: la libertad de movimientos, el espacio abierto sin itinerarios lineales en forma de calles, la naturaleza desplegada para ser sentida, pateada, oída, escarbada, vista y sobre todo, olida. De pronto un conejo se cruzó. Tenía dos opciones: ir tras él  intentar cazarlo o dejarlo marchar sin más. O quizá tenía tres. Y la tercera fue la opción por la que el can se decantó: echar una carrera siguiéndolo a modo de juego solamente. Quizá tuviera familia en una madriguera cercana y nuestra perra no quería destrozar ningún hogar. Entonces un olor a charco inundó sus papilas olfativas. El viento le decía dónde estaba aquella masa de agua repleta de vida. Así de fácil. Sin necesidad de indicadores metalizados señalando la charca. Echó a correr a merced del aquel olor a agua, ovas, renacuajos, algas, picos de pájaros sedientos, barro y tierra perfumados con esencias de primavera y campo y más y más. Entonces lo vio y como caballo al trote y al galope se dirigió allí, chapoteando entre aquellos olores ahora materializados en líquidos y sólidos. Cómo se regodeaba la perra retozando entre aquella masa líquida y rebozándose de barro fresco. Entonces oyó las voces de sus amos. Una era la que significaba volvemos a casa y la otra la que le recriminaba el haberse metido en el charco. Una vez más se apenaba de que aquellos seres no supieran apreciar el valor de algo tan grandioso como un revolcón en el barro. 

jueves, 27 de marzo de 2014

El callejón del embrujo, de Cuentos armónicos

Cuando los ojos del joven Pirueta se contemplaron por primera vez en los ojos de Nube y, a su vez, los ojos de Nube se descubrieron también en los ojos de Pirueta, ambos eran unos niños.
Se conocían desde siempre, eran vecinos. Se habían mirado muchas veces, habían  jugado juntos, habían sido compañeros de clase, habían reñido con riñas infantiles o habían reído como descosidos, habían soñado en alto qué querían ser de mayores, ella profesora y él cómico, y también habían visto  los atardeceres sobre los campos o surcado caminos en bicicleta.
Si de niños salían en la misma pandilla, ahora ,de adolescentes, Nube y Pirueta formaban parte de grupos distintos. Ella volvía a casa sólo en vacaciones, pues estudiaba en un internado con otras chicas del pueblo, que se convirtieron en sus amigas íntimas, y él se había quedado en el pueblo tras perder a su padre, se había puesto a trabajar para ayudar a su familia y  había cambiado también de amigos.
Aquella noche de septiembre brillaba el baile con orquesta en la plaza. Se celebraban las fiestas patronales del benévolo Cristo de la Salud, pura misericordia y devoción de los paisanos. La noche presumía  cálida, alegre, salpicada de pasodobles y canciones de moda, algunas para bailar lento, enlazadas las parejas por cinturas y hombros, una noche de refrescos o alcohol, peñas y chocolate con churros a la madrugada, noche de confidencias o expresión corporal, sin límite de edad.
Pirueta y Nube se saludaron y  bailaron con el peculiar sentido del humor de él, que le hacía moverse interpretando quién sabe qué personajes, y con el gozo de ella, que le seguía los movimientos muy divertida, ajenos ambos a las miradas de los curiosos. Luego se sentaron en un banco y hablaron sobre sus vidas. Y después se fueron al Callejón del Brujo y allí se dieron su primer beso de amor.
Desde aquel día vinieron todavía algunos años más de separación física, por los estudios de ella, hasta que se casaron y formaron un hogar, con dos hijos encantadores. Con el tiempo ella maduró como profesora y él dedicó sus ratos libres a la comedia. Y alquilaron  un local en el pueblo, donde Pirueta contaba chistes, cantaba ironías con una guitarra, monologaba o se disfrazaba de personajes conocidos y los imitaba.
Poco a poco, a Pirueta mucha gente le apodó El payaso, no siempre con buena intención, hasta que el mismo Pirueta decidió que lo de payaso le iba bien y preparó un espectáculo para niños  en las siguientes fiestas. Decidió llevarlo a cabo en el Callejón del Brujo, su paisaje del alma, a la manera de  un teatro de calle, y los niños y niñas del pueblo participaron tanto que, además de payaso, se ganó el apodo nuevo de Flautista de Hamelín, como en el célebre cuento. Pero a Pirueta y a su familia esto no  les importó, es más, la familia entera empezó a trabajar el humor. Tal vez por eso fueron conocidos por otro mote, La familia Risión, y no porque actuaran mal, que eran geniales, sino por envidias a veces y por empatía en otras ocasiones.
Pasaron los años y los apodos se fueron acumulando según cada ocurrencia surgida de los espectáculos. Y los intérpretes siempre con la sonrisa en la boca, de manera que cuando los hijos crecieron y llegaron los nietos  al compás de la época de las nuevas tecnologías, uno de los hijos de Pirueta y Nube ya era un cómico famoso y el otro hijo  cómico de la Enseñanza. Los nietos también se sentìan orgullosos del buen humor de la familia.
Y, si en todos los pueblos los motes son lo más natural del mundo, llegó un momento en el que la gente prefirió volver a los orígenes, a hablar de Pirueta y Nube y de los hijos y nietos  de Nube y Pirueta, pues con el resto de los motes, que eran unos cuantos, ya no podían.
Sin embargo, no tuvieron más remedio que aceptar uno nuevo, última voluntad del viejo Pirueta, por referéndum si le hacían caso y si fuera posible: cambiar el nombre del Callejón del Brujo, el lugar de su primer beso de amor, por el de Callejón del Embrujo. Al fin y al cabo había dejado escrito en su testamento: " Si no hubiera sido por Nube, embrujo de mi corazón, nunca habría llegado a ser yo mismo, y, como la alegría la hemos transmitido a los nuestros y a todo el mundo, quiero dar un consejo a los hombres y es que se cuiden  los maridos y rían con sus mujeres, que yo me voy a hacer piruetas al cielo de las carcajadas, con mis amores en mente y sin más enseres".
El referéndum se llevó a cabo y se dio el sí por mayoría absoluta a la propuesta de Pirueta. El Callejón del Embrujo está vivo.

viernes, 7 de marzo de 2014

Los tres anillos, de Cuentos armónicos

¡Son tan antiguos y maravillosos los anillos!. Algunos se remontan a tiempos inmemoriales, otros son contemporáneos y guardan significados universales, pues lo universal tiene algo de ancestral, otros pertenecen a personas de un pasado relativamente reciente, otros forman parte del Arte y la Literatura, y otros son como un regalo en nuestras vidas, porque la vida siempre es vieja y nueva a la vez. He aquí la aventura resumida de tres de estos anillos, que pertenece a una novela para jóvenes titulada El sueño de Pangea, la cual, a dìa de hoy, se está empezando a escribir.

Imago, Claramica y Genamor fueron raptados por un mismo delfín transparente, mientras los tres amigos soñaban despiertos aún en sus respectivos hogares del Pueblo de las colinas.

La tranquila noche estival se extasiaba con el lenguaje de algún mochuelo o con los bichitos de los parques. Una luna naranja presidía el firmamento y las estrellas parecìan anisillos que latían. Todo lo demás era silencio.

A lomos del buen delfín sobrevolaron la magnífica Tierra e hicieron un viaje cósmico, donde el tiempo real y conocido se transformaba en un tiempo infinitamente más lento, que parecìa no transcurrir. Viajaban más allá del límite de la velocidad de la luz, sin atuendos de astronautas ni más nave que el animal, que atravesaba manso, timonel en el espacio sideral, una visión detrás de otra, imágenes del pasado, del presente y del futuro.

Los tres amigos vieron también púlsares, quásares, galaxias, nebulosas, agujeros negros y otras formas astrales descubiertas o no por la ciencia. Estaban maravillados, comentaban entre ellos con entusiasmo las visiones o preguntaban a su guía, que gustosamente les transmitía información y emociones.

Al fin contemplaron un sistema solar similar al nuestro y un planeta parecido a la Tierra, con la diferencia de que un único continente con forma de corazón se alzaba, con su relieve y vegetación y sus mares interiores, lagos, ríos, en medio del inmenso océano. Se trataba de Pangea.

En la costa norte, allá donde confluían las dos mitades del corazón, el delfín se posó frente al Palacio blanco.
Un ser con voz de niña recibió a los viajeros y condujo seis ojos sorprendidos  hasta el Salón de los tronos, círculo bajo cúpula de cristal. A la izquierda de los tronos, formando una media luna, unas cincuenta personas, ataviadas con túnicas de colores cálidos y que parecían ingrávidos, les sonreían silenciosos, como bienvenida. Eran los Consejeros del reino. Frente a éstos, a la derecha de los tronos, otro grupo de personas hermosísimas también sonreía. Serían algunos de los compañeros de aventura que  acompañarían a los amigos.

El ser con voz de niña saludó a la reina Sensible y a su hijo, el príncipe Inteligente, ambos sentados en los tronos de madera labrada, quienes explicarían el sentido de aquel viaje. El rey Pacífico no estaba en aquel momento, por lo que su trono se veía vacío. De esta manera, Imago, Claramica y Genamor comprendieron que estaban allí para conocerse a sí mismos y para liberar al rey Pacífico, prisionero en la cárcel de Lam.

Cuando los amigos pregunaron qué debían hacer, la alondra de la reina les dijo:

- Buscad a lo largo de vuestras vidas.

Entonces la reina Sensible entregó a Claramica un anillo con un delfín, a Genamor otro anillo con una clave de sol y a Imago un tercer anillo con una boca divertida. Y el príncipe Inteligente les regaló un libro mágico, con las páginas inmaculadas, para que lo escribieran entre los tres con libertad.

Y empezaron las aventuras, tantas que, al despertar de aquel viaje, ninguno de los viajeros humanos, conseguía recordarlo todo. Pero sí se dieron cuenta de que, despiertos, en el mundo real, conservaban sus tres anillos.

Tras muchas cavilaciones, hilando detalles fragmentarios de la experiencia, llegaron a la conclusión de que el rey Pacífico era el bien y la cárcel de Lam era el mal y que cada vez que algo hermoso salía de las obras de los tres anillos, el rey Pacífico era liberado de sus cadenas. También vieron que había muchos anillos más, se contaban por trillones, o más, entre toda la gente que soñaba un mundo mejor.

Claramica decidió ser escritora, Genamor decidió ser músico e Imago decidió afrontar su vida con sentido del humor. Ninguno de ellos se quitó su anillo de las manos ni del corazón, nunca. Tuvieron la fortuna de llegar a viejos y entre los tres recordaron muchas veces toda la historia de Pangea, un libro que ahora, pues el tiempo es relativo y se mueve, está empezándose a escribir, repito. ¡Qué buenos los anillos ayer, hoy y mañana!.




miércoles, 5 de marzo de 2014

Irina

El bebé había llorado de forma desconsolada durante toda la noche, y ni siquiera Irina conseguía calmarle. Su pequeña estaba pasando mucha hambre, pero no era la única, ni mucho menos. Irina no podía culparla: debía hacer todo lo posible por alimentarla. Sus pechos no daban la leche necesaria para saciar su hambre, y cada día que pasaba daba menos. Sus nervios no hacían más que quemar poco a poco los cartuchos que le quedaban dentro, e Irina era muy consciente de ello. Aún así, no podía perder la esperanza.
Mientras veía el humo que llegaba tras las explosiones, pensaba dónde demonios debía estar Serguei. Ya habían pasado cuatro días desde que le prometió que volvería, y desde que le dijo que no se moviera de allí. Pero cuatro días eran demasiado tiempo incluso para él, y en cierto modo Irina estaba muy intranquila, y tenía miedo por él. Igual lo habían atrapado, o igual no había tenido más opción que huir sin ellas. Esa opción la irritaba, pero siempre era mejor eso que morir. No, Irina se pasaba las noches negándose lo que podía ser inevitable. Serguei no podía morir.
Irina intentó de nuevo tratar de alimentar a su pequeña, y sacó un pecho por encima de su ropa. La pequeña, al ser acercada, comenzó a chupar con ansia y con desesperación, y rompió en un llanto mayor que el anterior al ver que no podía sacar nada. Irina comenzó a llorar también, y abrazó a su bebé contra su pecho, con la esperanza de que así se calmara su llanto. Pero no fue así.
Comenzó a acunar a la pequeña, que lentamente cesaba en su llanto. Irina se movía de lado a lado de su habitación, mientras las lágrimas corrían sus sonrosadas mejillas. Pensaba en qué podía hacer si al amanecer Serguei no aparecía. Sabía que ahí fuera podía tratar de competir con el hambre, con el miedo y con el desprecio de los demás. Pero si había algo con lo que no podía competir, era con el frío. Y sabía que su bebé no sería tan fuerte. La pequeña estaba tan muerta de hambre que había irritado los pezones de su madre, debido a los dientes que comenzaban a salir, y su madre sabía que no aguantaría más de seis horas en la intemperie. Ninguna de las dos disponía de ropa desde que se fueron de su hogar.
Hacía dos semanas desde que tuvieron que abandonar Irina, Serguei y el bebé su casa de Sujumi para tener que refugiarse en el distrito vecino de Samegrelo-Zemo Svaneti. Pero al llegar a la ciudad de Zugdidi, aquella familia vio como la ciudad estaba siendo cercada por el ejército invasor. Mientras caminaban entre las pilas de cadáveres calcinados y respiraban las nubes de ceniza que no dejaban ver el cielo, Serguei intentaba buscar un refugio para los tres, sin demasiado éxito. Tras mucho andar y buscar, decidió que lo mejor era refugiarse entre los escombros, donde el ejército no volvería a buscar. Fue así como encontraron la casa en la que comenzaron a vivir, con el miedo en el cuerpo. Cuando dormía, el más mínimo ruido les despertaba, y hacía que Serguei cogiera su fusil y apuntara a las escaleras que daban al piso inferior. La casa era una sola habitación habitable, ya que los pilares del techo hacían imposible pasar a otras habitaciones. La puerta de entrada a la casa estaba en el suelo, partida en dos, y las ventanas eran trozos de cristal que se distribuían por todo el suelo. Una de las paredes, además, estaba medio derruida, y hacía que entrara el frío por una apertura del tamaño de una pizarra. No había luz, ni agua. Lo único que parecía cumplir su función era el camastro en el que dormían los tres acurrucados.
Cuando el ejército invasor entró en Sujumi, Serguei y los suyos se vieron obligados a partir al este, a las zonas más alejadas de los conflictos bélicos. No pudieron llevarse ropa, ni comida, ni agua. Tuvieron que irse con lo puesto, corriendo para huir de los soldados. Al principio, todo el vecindario se unió para intentar protegerse entre si, pero una que vez el ejército tomó posiciones en los edificios, los abatidos comenzaron a multiplicarse exponencialmente. Serguei e Irina decidieron abandonar al grupo en cuanto cayeron los primeros, y desde entonces no supieron nada del resto del grupo.

Irina comenzó a cantar una nana a su pequeña, que parecía dormir más por agotamiento que por sueño. Irina solía mover a la pequeña cada poco tiempo, y obligarla a llorar. Ninguna de las dos descansaba de esa manera, pero así al menos Irina se aseguraba de que la pequeña no había perecido al frío. En sus muchos años como instructora de música, Irina había llegado a componer sus propias nanas, que se hicieron muy famosas en la ciudad. De hecho, las noches que Serguei llegaba tarde, tenía por costumbre escribir en su cuaderno negro nanas a las que llamaba “las nanas de los pesimistas”. Soñaba con poder ambientarlas con guitarras acústicas, trompetas y acordeones, y con poder venderlas. Esas no las enseñaba.
Cuando Serguei llegaba borracho a casa, no había quién le parara. Tras los golpes que le daba por no ser la esposa ideal, Serguei se tumbaba encima suya y trataba de moverse lo poco que podía sin vomitar. Irina pensaba que esa situación debía cambiar, pero no tenía ningún sitio al que ir. Y menos cuando se enteró de que estaba embarazada. Al enterarse de la noticia, Serguei sufrió un cambio radical. Dejó la bebida y se convirtió en el novio modelo. Escuchaba pacientemente los ensayos de Irina, y hasta encontró un empleo. La noticia del bebé le cambió por completo.
De eso hacía año y medio, y las cosas habían cambiado demasiado, y demasiado deprisa. Irina miraba la foto de Serguei y pensaba en lo afortunada que se sentía al haber traído al mundo a aquella criatura, que había cambiado a aquel demonio en el ser más angelical que conoció. Irina lloraba, por el miedo a perderlo todo, por el miedo a comenzar de nuevo, por el miedo a ver el cielo azul y quedarse ciega. Lo único que quería era que su pequeña dejara de llorar por el hambre, encontrar unas cuatro paredes y un techo sin roturas, y que Serguei volviera.
Al establecerse en aquel lugar, Serguei e Irina se prometieron que al menos uno de los dos trataría de sobrevivir con el bebé. Cuando oían el ruido de los carros de combate por las calles, Serguei se escondía con el bebé entre los escombros, e Irina se tumbaba en el camastro, aparentando soledad. Más de una vez los soldados la habían encontrado tendida, y ante las negativas de ella, la habían forzado hasta que Irina perdía el conocimiento. Serguei deseaba gritar y salir de su escondrijo para darles a esos cerdos su merecido, pero sabía que si lo hacía les condenaba a los tres. Y más si le encontraban. Desde que comenzaron los fusilamientos a las afueras de Zugdidi, la ciudad había quedado semidesierta, y sólo quedaban en ella huérfanos, enfermos y viudas. Todos los que podían huir o lo habían hecho, o habían sido fusilados. Los ancianos sufrieron la peor parte, dado que el ejército consideraba un desperdicio darles la clemencia de la bala en la sien. Les degollaban, proporcionándoles una muerte lenta y dolorosa. Si había parejas de ancianos, mataban primero a la mujer, para que el pobre hombre sufriera dos veces. Cuando encontraban una viuda o una joven, la violaban, y cuando encontraban a un niño…
Era por ello que no podían permitir que encontraran a la niña. Podían arriesgarse a perderse el uno al otro, pero la niña debía sobrevivir. Era el nexo de la pareja, lo que les había vuelto a enamorar. Era lo único bello que les quedaba, y no podían arriesgarse a perderlo. Por ello, cuando aquellos dos soldados subieron y encontraron a Serguei escondiéndose, lo llevaron sin miramientos agarrándole del brazo. Serguei le pidió a Irina que no se moviera, por el frío que cada vez era mayor; que le esperara, y le prometió que volvería pronto.
De eso hacía ya cuatro días. Y Serguei no había dado señales de vida. Era hora ya de tomar una decisión, por dura que fuera. E Irina lo vio claro: debía echar a andar, con la niña en sus brazos, y tratar de huir lo más lejos posible. Y si no, al menos morirían juntas. Antes de echar a andar, miró a su pequeña, y le susurró al oído los sentimientos más profundos que podía albergar en ese momento:
“-He intentado luchar por las dos, pero la noche es tan oscura… Pensé que él volvería, pero se ha olvidado de nosotras. Estoy tan desesperada por intentar evitar que tengas que vivir este infierno… Y por eso, cada vez que dejas de llorar, y cierras los ojos, mi alma se cae al suelo y sufro por pensar que es la última vez que oiré tu voz. No puedo perderte, no quiero perderte. ¡No quiero irme sin ti!”
Irina rompió a llorar, completamente en silencio para no despertar a la pequeña. A pesar de que no quería que durmiera, sabía que si no dormía, acabaría muriendo de cansancio. Quizá fue por eso por lo que no prestó atención a que alguien subía. Cuando aquel hombre se quedó quieto en el umbral, contempló a la tierna madre ahogando sus lágrimas, que miraba por la ventana. Al darse cuenta Irina de la presencia de aquella persona, se sobresaltó, pero se limitó a sonreír brevemente.
-Dimitri…
-No hay tiempo para charlas, debemos irnos. – Respondió el hombre al que había llamado Dimitri.
-Pero Serguei me dijo que le esperara…
-Serguei me pidió que viniera a buscarte. Vamos, debemos irnos lejos.
-¿A dónde? – Quiso saber Irina, que no dejaba su miedo apartado ante un conocido.
-A donde podamos. Te buscaré un lugar donde esconderte hasta que te pueda sacar de aquí, pero desde que encontraron a Serguei, este no es un lugar seguro.
-¿Dónde está Serguei? – Su sobresalto despertó a la pequeña, que comenzó a llorar.
Dimitri asió del brazo a Irina y comenzó a tirar de ella, haciéndola bajar. Al llegar a la calle, Irina pudo contemplar la pila de cadáveres humeantes que se encontraban sobre la nieve. La batalla no había sido clemente con nadie, y se podían apreciar cadáveres de niños muy pequeños debajo de los de soldados del ejército invasor. Al final, todos se reducían a masas de carne. La pobre Irina habría llorado, pero lo cierto era que tras todo lo sucedido anteriormente, a Irina no le quedaba más que indiferencia ante esa masa sanguinolenta. Ya sólo le quedaban lágrimas para los suyos.  Mientras bordeaba la pila de cadáveres, pudo contemplar cómo una mano trataba de agarrar su pie sin demasiada fuerza. Irina se apartó con un espasmo, mientras desde el fondo de la pila aquel brazo trataba de decir algo débilmente. Irina no podía ayudar a esa persona, y siguió a Dimitri cuando éste la llamó.
Bordearon por un callejón contiguo al edificio que anteriormente había sido su refugio. Esquivando las ratas y los enfermos que suplicaban comida, consiguieron llegar al otro lado, en el momento en el que pasaban los carros de combate. Dimitri paró inmediatamente a Irina y se escondió con ella tras unos cubos de basura. El hedor de la basura, las ratas y los enfermos era repugnante, pero debían mantener la calma si querían sobrevivir. Entre los cubos y la pared, Irina podía ver la calle por la que debían pasar a continuación. Allí, entre las filas de soldados, un joven de aproximadamente 16 años se arrastraba en dirección a Irina y Dimitri. El pobre tenía toda la pierna derecha aplastada, y la herida que tenía en la cabeza supuraba sangre y pus. El chico estaba condenado, pero aún así se aferraba a la poca vida que le quedaba desesperadamente. Pero el carro de combate dobló la esquina y se dispuso a atravesar la calle. El pobre joven no se dio cuenta de que el carro se acercaba, y seguía arrastrándose con tranquilidad. Cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde: comenzó a gritar y a malgastar sus fuerzas intentando arrastrarse a mayor velocidad, y en un último instante, sus ojos se posaron en los de Irina, y pareció gritar auxilio. Un segundo después, la masa que antes componía su cabeza y su tórax formaba parte de la calle nevada. El carro prosiguió su marcha, al igual quelas tropas.
Irina ahogó un grito, y Dimitri la abrazó con fuerza. Irina no lloraba, pero tenía miedo. Dimitri sí que lloraba, pero más por rabia e impotencia que por miedo. Cuando creyó que estaban a salvo, Dimitri ayudó a Irina a levantarse y cruzaron la calle rápidamente. Tras atravesar otro callejón, Bajaron a un túnel. El túnel era oscuro, pero Dimitri agarró a Irina de la mano y la guió. Parecía como si hubiera travesado muy a menudo ese túnel, pensó Irina, aunque después se convenció de que si comenzaba a dudar de Dimitri, ya no le quedaría nadie en quien confiar salvo Serguei. Unos minutos más tarde, llegaron a una zona iluminada, que daba con el final del túnel en una pendiente. Tras subir durante un rato, Irina cayó de rodillas, exhausta.
Dimitri la asió del brazo y la susurró que no podía fallar ahora, quedando tan poco. Casi arrastrando de ella, Dimitri consiguió que ambos salieran a la superficie. Estaban a las afueras de la ciudad. Allí les esperaba un camión.
-¿Nos espera a nosotros? – Preguntó Irina esperanzada.
-No. La espera a ella. – Dijo Dimitri señalando a la pequeña. Irina aferró al bebé a su pecho, y comenzó a negar con la cabeza, pero Dimitri trató de tranquilizarla. – Escucha, necesito que confíes en mí. No va a pasarle nada al bebé, sólo le pondremos a salvo en un orfanato. Es más sencillo colar al bebé que a una mujer, pero lo conseguiré, te lo prometo.

Irina entró en trance. El cansancio, el hambre, el frío y la situación habían terminado por agotar las pocas energías que le quedaban. Pero no soltaba al bebé. Era de lo único que podía estar segura, de que no iba a abandonar a su bebé. Dimitri la ayudó a sentarse.
-¿Cómo puedes pedirme que renuncie a ella? ¿Cómo sé que nos reencontraremos? – Dijo Irina en un hilo de voz casi imperceptible.
-No puedo pedirte eso. Pero debes fiarte de mí. Serguei estaría de acuerdo conmigo, en que esto sería lo mejor para la pequeña.
-No, quiero oírlo de sus labios. ¿Dónde está Serguei? – La angustia hacía que recobrara el coraje, pero de nada servía.
-No tenemos tiempo, Irina. El ejército vendrá, y…
-¿¿¡¡DÓNDE ESTÁ SERGUEI!!??
Dimitri suspiró y dejó que una lágrima volviera a brotar de sus mejillas. Tras unos instantes, Dimitri levantó la vista, y señaló a la cornisa de un edificio. Allí había varios cuerpos, que colgaban de los mástiles que anteriormente portaban las banderas de una embajada. Allí estaba lo inevitable.
Irina rompió a llorar con una intensidad que asustó a Dimitri, por la dualidad de la propia mente humana. La mujer que hacía unos instantes estaba abatida por el sufrimiento, había recibido la puñalada definitiva, y nada podía encadenar su dolor. La niña se despertó al oír a su madre, y como si entendiera a su progenitora, rompió a llorar también. Las dos estuvieron largo tiempo llorando, hasta que Irina no pudo más, y comenzó a desgarrarse la piel de la cara. Poco a poco, la sangre caía sobre la nieve recién caída. No sobre la niña, a la que Dimitri había apartado previamente.
-¡Los mataré, los mataré a todos! ¡Te lo prometo! – Dijo Dimitri, tan asustado como la pequeña, ante la escena de sufrimiento que estaba presenciando.
-No. De eso me encargaré yo. Tú pondrás a mi pequeña a salvo. – Respondió Irina tras recobrar la calma. – Volaré sus campamentos. Mataré a sus descendientes. Les abriré el canal y haré que las televisiones de todo el planeta vean mi obra. Compondré odas a lo macabro. Y después, sólo después de que cumpla mi venganza, buscaré a mi hija, y la obligaré a mirar lo que le hicieron a su padre. Su corazón se endurecerá, y sentirá un odio infinito y duradero.
-¿Hacia quien? – Dimitri retrocedió al ver que Irina se levantaba.
-Hacia la raza humana.
Ambos oyeron el ruido del carro de combate acercándose. Irina miró a Dimitri con una mirada gélida, mientras la sangre cubría todo su rostro.
-Vete. Vete. Sólo dime adonde te la llevas.
-A España. – Respondió Dimitri, aterrorizado al ver que Irina pensaba realmente plantar cara al tanque.
Irina asintió, y Dimitri subió al camión con la pequeña. De detrás del camión, un desconocido se asomó con un lanza granadas, y tras tres intentos, consiguió dar al carro, que voló en mil pedazos. Irina vio impasible la explosión, mientras Dimitri se acercaba de nuevo a ella con una maleta.
-Toma. Aquí tienes un subfusil, munición y tres granadas. Intenta sobrevivir hasta que vuelva.
-Vete.
Dimitri subió al camión y le dijo al conductor que arrancara. Irina se giró para ver el camión alejarse, pero de repente se arrepintió, y comenzó a correr tras él, intentando darle caza, sin conseguirlo. Tras varios gritos, su voz se apagó, y cayó de rodillas sobre el gélido asfalto mientras intentaba gritar. En un último esfuerzo, volvió a llevarse las manos a las heridas del rostro, y la desesperación y el rencor se apoderaron de ella. La sangre volvió a brotar,  y tras unos segundos, ella desfalleció.
La nieve volvió a caer de forma tenue, en aquella gélida noche de enero, mientras el camión se alejaba por la carretera. Dimitri había enmudecido. La niña, también. Dimitri no era capaz de evadirse ni un solo momento de la imagen que acababa de ver. Finalmente, el compañero que conducía rompió el gélido silencio.
-Y… ¿Haremos con ella lo mismo que con los otros?
-Si. – Respondió Dimitri de forma seca. – Daremos en adopción a la cría. Pero en este caso nos preocuparemos de a quién se la damos.
-¿Tiene nombre?
-Nunca me lo llegó a decir la madre.
-Dimitri, sabes que sin un nombre no podemos hacer nada. Volveré a preguntártelo otra vez: ¿Tiene nombre?

-Si. Se llama Irene.