lunes, 31 de marzo de 2014

Guau guau

Le ataron la correa al cuello, le engancharon la cadena y la sacaron a pasear, como casi todas las tardes. Era su hora preferida del día; aquella y cuando le echaban de comer por la mañana. Por lo general, restos de comida del día anterior. De vez en cuando se colaban en el menú algún despojo  o mendrugo de pan que terminaban enterrados en el patio cuando nadie miraba. El paladar se le había acostumbrado a comidas guisadas y la carne cruda y el pan eran sólo apetecibles cuando un hambre voraz arreciaba. El pienso tampoco le resultaba demasiado apetitoso, pero estaba lejos de la cotidianeidad. Así que cuando tocaban aquellas bolas duras hechas de algo  salado la perrita se limitaba a mirar con cara de desilusión al humano que se las había echado y a dejárselas en aquel cacharro de hojalata que hacía de su plato. Ya iría comiéndoselas poco a  poco, porque el pienso no se podía enterrar y como no desaparecieran de aquel recipiente sus amos no le daban otra cosa.
            Aquella tarde estaba ansiosa de que la sacaran. Durante una semana no había parado de llover y sus amos habían suspendido el paseo. Nada más abrirse la puerta de la calle, su olfato se embriagó de aquel aire fresco del que aquellos seres que la acogían en su casa la habían privado a ella -¡y a ellos mismos!- sólo porque caía agua del cielo. Definitivamente había caras del comportamiento humano que no lograba entender. Una de ellas era esa, la de quedarse encerrados cuando llovía. ¡Cómo algo tan simple como la lluvia les impedía salir a respirar soplos y soplos cargados de mensajes codificados en olores tan fascinantes de descifrar! ¡Cuántos aromas, cuántas anécdotas, cuántas vivencias, cuántos sentimientos, cuántos kilómetros, cuántos espacios…¡ ¡Cuánto transportaban aquellas bocanadas airosas y qué pena no poder traducirlas a aquel lenguaje extraño empleado por los hombres!
            Al primero de sus amigos que se encontró fue a Pepo, un perro adoptado por una amable señora mayor que apiadándose de él lo acogió en su casa cuando sus antiguos amos lo dejaron abandonado. ¡Cuánto había  penado el pobre Pepo cuando alguna misiva airosa le traía aromas con esencias de su antiguo hogar! Pero como los perros se acostumbran al final a todo, Pepo se amoldó a su nueva ama con total entrega, en señal de su sumisión y agradecimiento perruno, prometiéndole fidelidad y protección hasta la muerte. Mientras las propietarias de los perros intercambiaban palabras, los canes se olfatearon, se menearon el rabo y siguieron su ruta.
            Tras torcer la esquina apareció Cartucho, un carea con olor a pasto, a alfalfa, a gallinero, a leche, y a rebaño de cabras y ovejas con el que nuestra perrita no terminaba de congeniar. Nunca había reñido con él como sí que le había ocurrido con otros perros a los que detestaba. Simplemente le pasaba lo que a los humanos con algunos de su raza: no terminaban de conectar. Quizá Cartucho no le gustaba por ser  demasiado rural; demasiado campestre. Un ladrido rústico e intercambios lingüísticos en canino en torno a piaras de animales era lo más profundo de lo que Cartucho solía hablar. Claro que a veces el perro resultaba de lo más divertido. Un carea de pura sangre, un reclutador de animales genuino del más alto pedigrí. Tan buen hacedor de su trabajo que cuando terminaba de encerrar el ganado en su nave hacía lo mismo con las gallinas. Hasta tal punto conocía y profesaba amor a sus animales Cartucho que un día que su amo compró gallinas nuevas las echó del gallinero porque Cartucho las concibió como extrañas invadiendo terreno ajeno.

            Por fin llegaron a campo abierto nuestra perra y sus amos y por fin la soltaron. Este era uno de los momentos preferidos del paseo: cuando era liberada de la correa que la encadenaba al andar civilizado y rígido de los humanos. Una vez sin ella todo recobraba de nuevo  el sentido canino que los humanos nunca entenderían: la libertad de movimientos, el espacio abierto sin itinerarios lineales en forma de calles, la naturaleza desplegada para ser sentida, pateada, oída, escarbada, vista y sobre todo, olida. De pronto un conejo se cruzó. Tenía dos opciones: ir tras él  intentar cazarlo o dejarlo marchar sin más. O quizá tenía tres. Y la tercera fue la opción por la que el can se decantó: echar una carrera siguiéndolo a modo de juego solamente. Quizá tuviera familia en una madriguera cercana y nuestra perra no quería destrozar ningún hogar. Entonces un olor a charco inundó sus papilas olfativas. El viento le decía dónde estaba aquella masa de agua repleta de vida. Así de fácil. Sin necesidad de indicadores metalizados señalando la charca. Echó a correr a merced del aquel olor a agua, ovas, renacuajos, algas, picos de pájaros sedientos, barro y tierra perfumados con esencias de primavera y campo y más y más. Entonces lo vio y como caballo al trote y al galope se dirigió allí, chapoteando entre aquellos olores ahora materializados en líquidos y sólidos. Cómo se regodeaba la perra retozando entre aquella masa líquida y rebozándose de barro fresco. Entonces oyó las voces de sus amos. Una era la que significaba volvemos a casa y la otra la que le recriminaba el haberse metido en el charco. Una vez más se apenaba de que aquellos seres no supieran apreciar el valor de algo tan grandioso como un revolcón en el barro. 

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