Tormentosas y nocturnas nubes de invierno azotaban las calles de tierra y cantos, humedeciendo casas humildes, nobles y burguesas de Hambrán. La torre de la iglesia, en la plaza mayor, parecía tener ojos con campanas y nariz de ensimismado reloj, atónitas sus agujas ante el resplandor de los relámpagos. En otro lugar del pueblo, en el Cerro viejo, el convento franciscano, renacentista y deshabitado, exhibía sus ruinas de musgo y piedra, como si fuera un ramillete de arcos, bóvedas y muros, donde la lluvia y el viento inventaban figuras y voces de ánimas antiguas, de manera que el convento brillaba intermitentemente, marcando siluetas, mientras tronaba y los rayos caían como ramas tronchadas de finos árboles. Frente al convento, sobre dos colinas gemelas, se divisaban el palacete de la familia Cedro y la casona de los Naranjo, que competían en belleza gótica, ambas herencias separadas por un camino entre viñas, surcos secos y olivos altos. Desde el Cerro viejo la panorámica del pueblo se asemejaba a un dragón despierto con cuerpo blanco y lomo rojo, oscurecido por el crepúsculo, tal se soñaban las fachadas y la mayoría de los tejados si se miraba la arquitectura en alzado, dragón cálido de aspecto y voluntad a la luz del dìa, si se creía dibujar la planta de la villa, quizás también un dragón imaginativo cuando se adivinaban perfiles y detalles de las vivendas...
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