Le ataron la correa al cuello, le
engancharon la cadena y la sacaron a pasear, como casi todas las tardes. Era su
hora preferida del día; aquella y cuando le echaban de comer por la mañana. Por
lo general, restos de comida del día anterior. De vez en cuando se colaban en
el menú algún despojo o mendrugo de pan
que terminaban enterrados en el patio cuando nadie miraba. El paladar se le
había acostumbrado a comidas guisadas y la carne cruda y el pan eran sólo
apetecibles cuando un hambre voraz arreciaba. El pienso tampoco le resultaba
demasiado apetitoso, pero estaba lejos de la cotidianeidad. Así que cuando
tocaban aquellas bolas duras hechas de algo
salado la perrita se limitaba a mirar con cara de desilusión al humano
que se las había echado y a dejárselas en aquel cacharro de hojalata que hacía
de su plato. Ya iría comiéndoselas poco a
poco, porque el pienso no se podía enterrar y como no desaparecieran de
aquel recipiente sus amos no le daban otra cosa.
Aquella
tarde estaba ansiosa de que la sacaran. Durante una semana no había parado de
llover y sus amos habían suspendido el paseo. Nada más abrirse la puerta de la
calle, su olfato se embriagó de aquel aire fresco del que aquellos seres que la
acogían en su casa la habían privado a ella -¡y a ellos mismos!- sólo porque
caía agua del cielo. Definitivamente había caras del comportamiento humano que
no lograba entender. Una de ellas era esa, la de quedarse encerrados cuando
llovía. ¡Cómo algo tan simple como la lluvia les impedía salir a respirar soplos
y soplos cargados de mensajes codificados en olores tan fascinantes de
descifrar! ¡Cuántos aromas, cuántas anécdotas, cuántas vivencias, cuántos
sentimientos, cuántos kilómetros, cuántos espacios…¡ ¡Cuánto transportaban
aquellas bocanadas airosas y qué pena no poder traducirlas a aquel lenguaje
extraño empleado por los hombres!
Al
primero de sus amigos que se encontró fue a Pepo, un perro adoptado por una
amable señora mayor que apiadándose de él lo acogió en su casa cuando sus
antiguos amos lo dejaron abandonado. ¡Cuánto había penado el pobre Pepo cuando alguna misiva
airosa le traía aromas con esencias de su antiguo hogar! Pero como los perros
se acostumbran al final a todo, Pepo se amoldó a su nueva ama con total
entrega, en señal de su sumisión y agradecimiento perruno, prometiéndole
fidelidad y protección hasta la muerte. Mientras las propietarias de los perros
intercambiaban palabras, los canes se olfatearon, se menearon el rabo y
siguieron su ruta.
Tras
torcer la esquina apareció Cartucho, un carea con olor a pasto, a alfalfa, a
gallinero, a leche, y a rebaño de cabras y ovejas con el que nuestra perrita no
terminaba de congeniar. Nunca había reñido con él como sí que le había ocurrido
con otros perros a los que detestaba. Simplemente le pasaba lo que a los
humanos con algunos de su raza: no terminaban de conectar. Quizá Cartucho no le
gustaba por ser demasiado rural;
demasiado campestre. Un ladrido rústico e intercambios lingüísticos en canino
en torno a piaras de animales era lo más profundo de lo que Cartucho solía
hablar. Claro que a veces el perro resultaba de lo más divertido. Un carea de
pura sangre, un reclutador de animales genuino del más alto pedigrí. Tan buen
hacedor de su trabajo que cuando terminaba de encerrar el ganado en su nave
hacía lo mismo con las gallinas. Hasta tal punto conocía y profesaba amor a sus
animales Cartucho que un día que su amo compró gallinas nuevas las echó del gallinero
porque Cartucho las concibió como extrañas invadiendo terreno ajeno.
Por
fin llegaron a campo abierto nuestra perra y sus amos y por fin la soltaron.
Este era uno de los momentos preferidos del paseo: cuando era liberada de la correa
que la encadenaba al andar civilizado y rígido de los humanos. Una vez sin ella
todo recobraba de nuevo el sentido
canino que los humanos nunca entenderían: la libertad de movimientos, el
espacio abierto sin itinerarios lineales en forma de calles, la naturaleza
desplegada para ser sentida, pateada, oída, escarbada, vista y sobre todo,
olida. De pronto un conejo se cruzó. Tenía dos opciones: ir tras él intentar cazarlo o dejarlo marchar sin más. O
quizá tenía tres. Y la tercera fue la opción por la que el can se decantó:
echar una carrera siguiéndolo a modo de juego solamente. Quizá tuviera familia
en una madriguera cercana y nuestra perra no quería destrozar ningún hogar. Entonces
un olor a charco inundó sus papilas olfativas. El viento le decía dónde estaba
aquella masa de agua repleta de vida. Así de fácil. Sin necesidad de
indicadores metalizados señalando la charca. Echó a correr a merced del aquel
olor a agua, ovas, renacuajos, algas, picos de pájaros sedientos, barro y
tierra perfumados con esencias de primavera y campo y más y más. Entonces lo
vio y como caballo al trote y al galope se dirigió allí, chapoteando entre
aquellos olores ahora materializados en líquidos y sólidos. Cómo se regodeaba
la perra retozando entre aquella masa líquida y rebozándose de barro fresco.
Entonces oyó las voces de sus amos. Una era la que significaba volvemos a casa
y la otra la que le recriminaba el haberse metido en el charco. Una vez más se
apenaba de que aquellos seres no supieran apreciar el valor de algo tan grandioso
como un revolcón en el barro.
¡¡¡Auténtico, Belinda!!!. Un beso.
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