jueves, 27 de febrero de 2014

Amor rizado

Tenía quince años, una edad en la que resonaban aún en mí los cristales de las ventanas destartaladas de la escuela, por los que entraban el sol, las nubes, las ondas del tacto de la lluvia suave o tormentosa y los movimientos curvos de las ramas del guindo del patio, el olor a serrín para la estufa de la clase en invierno, los pupitres para dos, con sus tinteros llenos de faldas de lapiceros y diminutos trocitos de borradores sobre los tableros con garabatos, las pizarras negras y las tizas blancas, mi amiguita, cuyo nombre en latín sinificaba poema o canción, el chico que metía lagartijas en mi cartera, los dos maestrillos  que me mandaban a media mañana a sus casas, si me portaba bien, o me suspendían en conducta, a recoger fruta o yogur para soportar sus mañanas de trabajo,  el otro maestro guapo, que fue mi sueño platónico en octavo curso, la bajita maestra suave y el maestro feroz que rompió el anillo de mi vecinita con una vara, el recuerdo de la enciclopedia donde venía el Cara al sol , mientras yo pensaba ingenuamente que era una canción romántica, por lo de la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, la gimnasia en el patio que sólo consistía en levantar y bajar los brazos y formar abanicos con las piernas, la comba y la goma, el quisiera  ser tan alta como la luna, bailar al son de ese jardín de la alegría al que quería mi madre que fuera y  pensar en la tarara en los discos de vinilo, los sobrehilados de la clase de costura,  hacer con amor sensitivo las Flores a María, ver un eclipse con un cristal ahumado, tomar la leche en polvo o de botella de pie,  en la galería, llevar uniforme de rayas blancas y marrones con lacito rojo, acudir a la visita a la iglesia antes de comer,  atendiendo a la llamada  de dos mujeres devocionales que nos invitaban a los niños desde las escalerillas del templo, las tardes de paseo con los maestros a las eras, las cigüeñas de la plaza que alegraban en primavera nuestros recreos, la salida de la escuela para merendar y jugar en la calle o ayudar a nuestras madres a tender en los juncos de la Fuente de la teja la ropa recién lavada en el arroyo, la responsabilidad de elegir entre trabajar de por vida en las fábricas de zapatos o pedir una beca lejos para estudiar el bachillerato, y optar por la propia vocación.

Tenía quince años y era una niña. Estábamos en junio, comenzaban las vacaciones de verano. Acababa de regresar del internado, donde aprendía letras, números, idiomas, el cine los sábados en el salón de actos, acordes,la sensación de lejanía de la familia, mi propia expresión anímica y el descubrimiento de nuevos seres afines, la vida, en suma, en una universidad laboral en teoría para hijos de gente humilde, en una ciudad medieval con escudos nobiliarios, que olía a encinas y celindos, a la que me escapaba a menudo para respirar la libertad.  

Aquel día, con el sol casi su cénit, yo estaba con mis amigas en el puente viejo. Venías desde algún sitio con una guitarra en los brazos.  Y tu cabello dorado se ondulaba, cabello de serafín. Y tu camisa de cuadros y tu pantalón vaquero escondían a un atleta. Y eras blanquísimo, blanquísimo, con los ojos como almendras y ambarinos. Y las líneas de tus labios parecían montañas sobre un campo de centeno. Y se estremeció mi piel. Y sin saber quién eras te quise. Y, por azar, aquel mismo verano nos unió en la misma pandilla para siempre. 

Llevo este recuerdo atado a todos los vaivenes de mi vida. Yo era una niña, sí, y tú el que  me enseñó a reconocer mi voz de mezzosoprano, el que interpretó a Vania cuando yo, embarazada, era Sonia, feliz Chéjov, el que se abrazó a mi boca, pura pasión por la vida, y conversó conmigo sobre las cosas y lo Creado, el que me dio luz y sombra, mi amigo para toda la vida, el padre para nuestro hijo, mi primer amor.

Mi niña de quince años escribió un libro para que su amor sea eterno. Mi niña tenía los ojos abiertos para mirarte, para que ampliaras su mundo. Y lo hiciste. Lo haces. Y, aunque el tiempo a veces es un hada revoltosa, te pinto este retrato para no me olvides.





domingo, 23 de febrero de 2014

El cuadro

Me encontraba creando. Pintaba dos seres unidos por el cordón umbilical de la vida y al mismo tiempo libres. La joven madre y el niño vestían de blanco. Ella dejaba caer su trenza por el pecho, mientras miraba a su niño con ternura, y el pequeño se abrazaba a su madre con un gesto de felicidad. Alas que eran corazones nacían en las espaldas de ambos seres, dentro de un fondo trigueño con un sello floral de campanillas carmesí en la parte inferior izquierda del cuadro.
Con la última pincelada me retiré del caballete para ver el efecto de la composición. Por la ventana entraban la luz vespertina y los gorjeos de los pájaros. Pensé todo está como quiero. Sabía que mis pinturas nunca serían convencionales, tal vez resultarían difíciles de clasificar. Además, tardaba muy poco en hacerlas, con más emoción que técnica, aunque, eso sí, reconocibles por mi estilo. Pero no  sabía  expresarme artísticamente de otra manera.
Cuando más tarde me quedé dormida soñé con los seres del cuadro. En escenas sucesivas del sueño vi a la madre dar a luz tras un parto largo y al hermosísimo recién nacido acurrucado en  sus  brazos. Luego los dos crecían entre nanas y juegos y atravesaban la adolescencia del hijo y su juventud. De pronto algún sufrimiento les había engordado, pero después retomaban los dos seres su esbeltez y el hijo, ya maduro, caminaba por la vida de la mano de su propia familia y la madre se había vuelto a enamorar.
Al despertar creí seguir soñando. Me acerqué al cuadro y las miradas de la madre y el niño se conectaron conmigo. Sus labios se movían, me hablaban. Sus cuerpos volaban por el cuadro, salieron, revolotearon por mi frente, por mis brazos y mis piernas, se metieron en mi corazón. Les oí llorar, reír, cantaron. Finalmente regresaron a su lugar en el lienzo. Me froté los ojos y esperé durante un tiempo interminable, sosegándome, sentada en el sofá de mimbre. No sabía qué esperaba, tal vez volver a sentir el agradable estremecimiento de aquellas dos figuras encarnándose y rozándome, moviéndome, viviéndome, viviéndolas yo también. 
Le conté a mi hijo la experiencia. Estarías aún en duermevela, dijo, o se tratará de alguna alucinación.  Pero hay sueños que guardan una lógica en su misterio, a veces son tan nítidos que recordamos incluso sus detalles.
Hace treinta y cinco años que me ocurrió esta historia. Ahora soy una viejecita que tiene un compañero y mi hijo disfruta con sus hijos y sus nietos. Me rodea el amor por todas partes y doy mucho amor. Todavía pinto, aunque mis manos a veces tiemblan un poco, como si bailaran. Y siempre me he preguntado si cada inspiración de la vida, la cotidiana o artística,  nos lleva a nuestros sueños o si son los sueños los que inspiran la vida, con sus días y sus noches.  Sí, me lo pregunto porque tuve una visión que luego fue real. ¡Y hay tantas cosas que no he contado!. No crean que soy una loca de atar, no. Cuando se mira hacia adentro, la belleza está viva, sale de sí misma, nos quiere, la queremos. No es tan raro. 

viernes, 21 de febrero de 2014

EL ALGUACIL


Mi trabajo consiste en custodiar esta caravana, y vive Dios en el cielo que habré de hacerlo bien, aunque mi espada tome brillo por limpiarla en exceso de la sangre de cualquiera. Porque es orgullo para un hombre la confianza vertida por los notables, y valga mi admiración y mi gratitud por don Félix una dedicación desmedida a la labor encomendada. Y ay del que pretenda que lo más nimio se me pueda reprochar. Si de algo me pude servir para ganarme mi pobre vida, como siempre la definió mi padre, fue de saber ser digno del favor de los grandes hombres, y loco habría de estar si arriesgara una piedra de río en ser traidor ante ojos que milagrosamente se dignaron a posarse en mí.

Sí, bien sería que mi padre pudiera verme ahora, con la vestimenta lujosa de alguacil y el jornal asegurado. Tanto debería sentir arrepentimiento como orgullo, de ver a su hijo despreciado viajando al encuentro de la reina de Castilla, como custodio del mayor presente que los hombres verán, el regalo de un nuevo mundo para su mayor gloria. Y avergonzado hasta la imploración de saber que don Félix, el amo denostado por los ignorantes, ha sabido perdonar su maledicencia y su deslealtad a través de su hijo, a quien ha cubierto de honores. Porque don Félix es hombre de linaje y de alcurnia, que no habría de mirar y mucho menos tratar a seres como yo, pero siendo buen cristiano, así como de su caridad los sucios rebaños de Dios encuentran pasto y acomodo en sus tierras, también premia a los fieles cuyo comportamiento no presenta resquicios.

Hace dos semanas me hizo el honor de dirigirse a mí: “Pedro, te hago responsable de que todos los indios lleguen a Barcelona. Si así fuere, recibirás el justo premio y el pago que te mereces. Pero si por tu torpeza alguno de ellos se perdiera por el camino, entonces me habrás de pagar tú, y te juro que me cobraré tu vida”. No pude por más que arrodillarme y besarle las manos, pues jamás honor tal había entrado en mi casa. Pues bien podría entenderse que cuando el señor Colón y los marineros llegaron a Palos y quisieron organizar el viaje hacia Barcelona, que don Félix, hombre ancho de recursos, amigo de la Corte y de justa fama en las grandes casas de Sevilla, fuera llamado a favorecer a don Cristóbal. Pero poco sería esperado que en tan decisivo momento se acordara de mí para la guardia del encargo.

No temo que todo va a salir bien, y que habré de triunfar en lo que de mí se espera. Los indios son pacíficos, y así habrán de seguir si no quieren que el látigo deje sitio a la espada, pues don Félix me recomendó firmeza y yo sólo he de cuidar porque lleguen a destino. Estoy atento a que no importunen a los señores, y acallo sus lamentos de raíz. Ayudo a los padres a que la palabra de Dios entre más allá de los piojos de sus crines, mas poco me preocupa que sea más con humillación que con humildad.

Cuando recibí el encargo fui a dónde los indios estaban, a fin de aprenderme sus rostros para que ninguno se me borrara. Ingenuo de mi, que con ese aspecto nada podrían hacer para parecer cristianos, tan cetrinos y peludos, así que difícilmente habría engaño que les hiciera pasar ante mi vista sin yo reparar en ellos. Habíanlos colocado en un barracón inferior, con una sola ventana. Un par de frailes se ocupaba de ellos, más bien diría que de proporcionarles agua y comida, porque en cuanto a la limpieza toda la estancia desprendía un hedor irrespirable. Al olerlo sentí un asco infinito hacia ellos que todavía se mantiene, así que desde el umbral de la estancia, disuadido de entrar por la pestilencia, ya les dejé alto y claro lo que habrá de ser y lo que ocurriría si a alguno le diera por cavilar la idea de escaparse.

Seis son. Cinco de ellos ya ancianos, de tal guisa que la impresión primera fue pensar en muestra de despojos más que de hilo fino lo que a la reina se enviaba. Más hacía pensar en barro de camposanto que en río de oro la contemplación de esas carnes arrugadas. Pero el sexto es más joven, tan sólo un mozo de quince años más o menos, y el más despierto y el menos dócil de todos ellos, casi con la misma edad que yo tenía cuando entré al servicio del amo, aquel año que a mi padre se le ocurrió la necedad de echarse al monte. En todo caso, el hedor que despedía la estancia los convertía en un único bulto pestilente, una triste piara que de un modo u otro, para mi desgracia y mi suerte, habré de conducir hasta la otra punta del reino. Pese a todo lo que me dijo don Félix, el presente para la reina no me suscita la más mínima admiración ni el menor aprecio. Tampoco me inspiran piedad, aunque me considero buen cristiano y a que es bastante perceptible e imaginable el miedo que sienten. Pánico podría decirse, si uno pensara en verse rodeado de extraños tan lejos de su patria y ante un devenir incierto.

Pero yo no pensé en nada de esto. Tan sólo en las duras jornadas que tenía por delante y en que la cuerda completa representaba una amenaza para mi paga y mi premio una vez lleguemos a Barcelona. Así que no crucé palabra con ellos, ni volví a verlos hasta el día de la partida.

Don Félix me conminó a hacerme con un transporte adecuado para las leguas por venir, y si bien fui aconsejado por los frailes a que tomara algunas mulas de los establos, he tenido a bien agenciarme un carro cerrado, con barrotes y techo, de los que usan los alguaciles del reino para los galeotes, los herejes y los locos. La causa de esta elección es obvia, dada la tarea encomendada, pues era poco probable que los indios supieran montar, y mi labor se dulcifica al tenerlos a todos a buen recaudo en todo momento. Además, conozco de sobras a don Félix, y supe que el cariz de su indicación, a suerte de haber monturas para todos en su hacienda, de no desprenderse de ellas y de hacer lo que hice. Como medida de precaución, ya que quería evitar que don Cristóbal o alguno de los frailes protestaran la medida en pro de la humanidad del porte, me ocupé de que el carro tuviera aire y espacio suficiente, su buen colchón de paja limpia, y que las ruedas y los ejes estuviesen en disposición de no andar a trancas a cada trecho. Así hice de las mulas, que procuré fueran mansas y de buen guiar, por que la andadura fuese lo más liviana posible. Sorpresa fue para mí que no se me reclamara inspección y, más aún, que nadie dijese nada.

Así fue que la mañana de la partida los seis pasaron en silencio de una celda a la otra, y tan mansos y asustados que no me pareció menester encadenarlos. Simplemente fueron sentándose sobre la paja, repartiéndose el espacio de la mejor manera que su entender dispuso, y quedándose inmóviles, con la cabeza entre las rodillas, tal como permanecen la mayor parte del camino. Con el carro formado y las mulas enganchadas, dejando al grupo a recaudo de los dos hombres que tomé por ayudantes, fui a rendir pleitesía a don Félix antes de la partida. Este me dio sus parabienes, me dijo que me pusiera a las órdenes de don Cristóbal y me recordó que mi labor era que los seis llegaran con vida a Barcelona, y que otra cosa sería un fracaso que tendría su castigo.

Con estas, por fin, la comitiva se puso en marcha. Formamos la caravana don Cristóbal, dos marinos de su confianza, cuatro religiosos, tres criados que don Félix puso a disposición del Almirante, dos mozos de mi confianza y yo mismo, amén de la recua de infieles en su carro y de otros con enseres, animales y plantas de las nuevas tierras. He provisto alforjas con víveres de emergencia y llevo grilletes, látigos, palos y espadas, por mor de utilizarlos llegado el caso. Mis dos ayudantes son camaradas de antaño, del grupo que don Félix vino a conformar para llevar paz a la comarca, y me son absolutamente leales y obedientes, pues voluntad del amo fue que así sea, siendo bien cierto que también me lo supe ganar, que nunca permití confianzas ni quereres en asuntos de trabajo. Los criados se ocupan del bienestar de Colón, mientras que los frailes persiguen la conversión rápida de los indios, pues ovejas del Señor habrá de verlos la reina. En cuanto a los marineros apenas cruzan palabra con nadie, y su tarea no se me antoja que sea otra cosa que dar fe si se les requiere.

De todos ellos no atiendo más órdenes que las de don Cristóbal, si bien es cierto que hasta el momento, y ya estamos a un par de jornadas de Zaragoza, en ningún momento ha contradicho mis opiniones, sino que más bien me deja hacer, a su completo pláceme y confianza. Los demás ni se me arriman, y en cuanto a los religiosos, los he acostumbrado a pedirme permiso cuando pretenden acercarse a los indios. Bien podría ver ahora mi padre a la mula de su hijo mandando tropa camino de la Corte, y entender de últimas donde está la verdad de los litigios que mantuvo. Porque no está el beneficio en la disputa con el poderoso sino en el entendimiento de que lo es por algo, y que la obediencia y el acatamiento llevan el pan a la mesa, y lo contrario es el fuego y el hambre. Bien podría mi padre estar vivo para comprenderlo al fin, y retirar todas las maldiciones que me espetó. Sí, los poderosos lo son por algo, y la rebeldía no sólo es ultraje sino falta de raciocinio.

Los indios se mantienen quietos, casi inmóviles, y apenas hablan entre ellos. No deben ser del todo idiotas y pronto entendieron que el látigo era la respuesta a su jeringonza, así que guardan silencio cuando estoy cerca. Aprenden rápido, pues incluso bajan la mirada frente a mi, y nunca protestan la ración ni piden más de lo que se les da. Tan sólo algunas veces el jovenzuelo me clava la mirada, aunque no se atreve a sostenérmela, y la retira de súbito en cuanto hago ademán de llevarme la mano al cinto. A pesar de eso no dudo que me observa y me reprueba constantemente, como si ese despojo humano se sintiera por encima de mi y me tuviera lástima, y eso es algo que no creo que pueda soportar muchas más jornadas.

La verdad es que cada vez me incomoda más, me pone furioso. A veces me parece un demente, cuando se queda mirándome con esa sonrisa estúpida, como de cura bonachón que regaña a un niño. Hace dos noches, mientras hacía la ronda para comprobar que todo estaba en calma, no pude evitar soltarle un puñetazo a través de los barrotes del carromato. Volvió a mirarme de la misma manera, sin odio, sin desprecio evidente, pero que de alguna manera me hace desear matarlo. Igual que me miraba mi padre al final. Creo que lo que no soporto es que esa forma de mirar me haga recordar asuntos que quiero olvidar.

En todos los pueblos y posadas que hemos cruzado he encontrado campesinos de la misma calaña que los de mi pueblo. A todos ellos les he narrado las fabulosas riquezas que se esconden detrás de los pordioseros del carro, y ante todos ellos he exhibido mi autoridad y mi habilidad con el látigo. Todos quedan extasiados con lo que las nuevas tierras podrían deparar a un hombre con suficientes arrestos como para cruzar el océano y estar dispuesto a someter a jaurías de nativos. También quedan absortos ante mi prestancia, y sé que envidian el poder que manejo ante los indios. Yo no soy como ellos. Dejé de ser el campesino débil y acobardado hace muchos años, y no me quedaré rogando lluvia y soportando humillaciones el resto de mi vida. Yo, como don Félix, ganaré a fuego mi tierra y someteré a los que allí vivan, sabré ser un gran hombre como lo es él, y nadie podrá discutirlo. Si algo he aprendido es que sólo hay dos tipos de hombres, los que humillan y los que son humillados. Lo que hay dentro del carro es la prueba de que a todo se le puede dar la vuelta.

Todo esto empecé a aprenderlo a partir de aquella tarde en que mi hermana volvió a casa con sangre en el rostro y las piernas, y mi padre vociferó venganza. Han pasado ya muchos años pero recuerdo bien que la niña sollozaba que unos caballeros la habían forzado al volver del río, que entre ellos iban don Félix y el hijo de éste, y que le dolía todo el cuerpo de los palos que le habían dado. A pesar de todo, mi padre acalló su pena, pues aún la prudencia le guiaba, y no hubiese dicho nada de no saber al poco tiempo que mi hermana estaba preñada. Fue entonces cuando se decidió a pedirle cuentas a don Félix, dispuesto a que éste le diera una salida para la vida rota de su hija, que de allí para siempre marcada estaría por aquello. Marchó para la hacienda, y no sé en qué términos se desarrollaría el encuentro, pero el hecho es que a mi padre lo trajeron al día siguiente muy malherido unos campesinos vecinos. Muchas horas pasó entre la vida y la muerte, delirando toda suerte de torturas para el amo, mientras que mi madre y mi hermana no hacían otra cosa que llorar, y yo sólo sentía miedo. Miedo a que la vida se parase, a que cayéramos en el estigma de moriscos como antes lo habíamos sido, a que se recordase que no muchos años antes fue mi abuelo el que renunció a Mahoma y abrazó la fe verdadera, a volver a caer en el desprecio y la desconfianza de que a duras penas habíamos conseguido escapar.

Mi padre, cuando salió con bien de la agonía, gracias a Dios, escuchó las imploraciones de mi madre y aceptó de mala gana la humillación como algo irreparable, por la prenda más jugosa de conservar el pan en la mesa y las vidas de su familia, que la honra con muerte muerte es, y la vida con escarnio sigue siendo vida. Pues de necios es apostarlo todo a una jugada a sabiendas que se manejan malas cartas. Mi padre calló, una vez más, y no pasó nada, el incidente quiso borrarse de los dimes del pueblo, y quedó mi hermana como otra pobre descarriada, a cuestas con un bastardo, igual que muchas otras de antes y de después. Y así siguieron las cosas hasta que la pobre infeliz en mala hora determinó a lanzarse a las rocas del barranco, para sanar con muerte su dolor. Ese día mi padre enloqueció, y junto a unos pocos como él, cristianos recientes cuyas familias habían vivido en esas tierras desde siglos antes que el primer antepasado de don Félix las pisara por primera vez, se echó al monte.

El más joven de los indios se mantiene en silencio, como los otros. Es el que mejor aprende las oraciones y pasa la mayor parte del tiempo junto a un anciano que ya me pareció de poca salud cuando partimos y que ahora me parece moribundo. He pensado en doblarle la ración por si consigo que llegue vivo a Barcelona, si bien no creo que sea así. Últimamente no para de toser, y hasta ha escupido sangre, poco parece poder hacerse. El otro le atiende e intenta darle ánimos. Y en el entretanto me mira, siento que me clava la mirada a distancia, lo noto incluso cuando no lo puedo ver. Una mirada más que de odio, de burla y de desprecio. Pero también de lástima, estoy seguro de ello. Soy el guardián del rebaño de otro, el fiel lacayo que cuida los bienes del amo, esa mirada lo dice, y hace tiempo que juré que mataría a quien me volviera a mirar así.

Hace tiempo. El grupo de mi padre anduvo robando caballos y mulas y matando ganado de la hacienda de don Félix, algo que provocó que éste organizara partidas para dar con ellos, pero que no dio término a su paciencia y hasta a su buen humor, pues como divertimento se lo tomaba por entonces. De ello era prueba que tanto mi madre como yo continuábamos vivos. Alguna vez mandó a alguien a casa para decirle a mi madre que si le veía le dijera que mejor sería para todos que se dejara de necedades, que dispuesto estaba a olvidar el asunto si la cosa no iba a mayores. Nosotros correspondimos la advertencia. De una manera u otra siempre sabíamos por donde andaba mi padre, y yo me encargaba de subirle víveres y ropa de cuando en cuando. A lo de don Félix respondía que el tiempo no se había cumplido, y que mejor haríamos mi madre y yo en marcharnos lo más lejos posible. Yo ya temía por aquellos días que mi padre había perdido la razón, pero aún confiaba en que a no mucho tardar acabaría por sanarse y las cosas se calmarían. Me esperanzaba que algunos de su grupo ya habían desesperado e iban regresando, quedando zanjada la querella con el amo por el precio de unos cuantos cerdos de sus pobres cochiqueras.

No fui consciente de lo que me equivocaba hasta el día que supimos que mi padre, junto a los tres que aún le seguían por entonces, llegaron a toparse con el hijo de don Félix en el camino del río, y le dieron muerte en el acto. Esa misma noche dos lacayos del amo me sacaron a golpes de casa ante los gritos impotentes de mi madre, y a golpes me llevaron hasta la hacienda.

A estas alturas los ejes chillan como demonios, y el carro da tantos tumbos que las magulladuras y los vómitos empiezan a ser algo habitual en el pasaje. El anciano enfermo parece que delira, si bien no puedo asegurarlo pues no entiendo lo que habla, más anoche uno de los frailes me dijo que tiene tanta calentura que teme que no sobreviva un par de días más. Los indios, sin embargo, no alborotan en demasía, y sólo lanzan quejas ahogadas sin destino, no piden en realidad nada, y se diría que están entregados a su suerte, que yo creo, y apostaría una bolsa a que ellos lo dan por seguro, no les depara otra cosa que una muerte cierta y no demasiado lejana. No soy hombre de saberes ni estudios, por lo que no alcanzo a ver qué utilidad encontrarán para ellos una vez terminada la audiencia. Bachilleres habrá en la Corte capaces de discernir una estrategia que sirva los intereses del reino, pero no confío en ello, a sabiendas también, como me dijeron en Palos, que son de natural enfermizo y que cuatro de ellos no sobrevivieron al viaje de vuelta. El joven guarda silencio, y ni tan siquiera entra en el coro de lamentos que cada vez más a menudo entonan los otros. Se limita a consolar al anciano y a ayudarle a aprender las oraciones. Se mantiene sereno, observando con esa mirada altiva que me llena de ira y me desconcierta.

Los lacayos de don Félix me arrojaron al suelo en el patio de la hacienda, junto a las caballerizas. Por el camino no habían parado de pegarme, mientras me contaban lo que había hecho mi padre. Así que allí, de cara contra el suelo, permanecí quieto, añadiendo a la sangre que llenaba mi cara, al sudor y a la orina que mojaba mis pantalones, las lágrimas de pánico por lo que creía iba a ser mi muerte inmediata. Tuerto, pues no podía abrir un ojo, y casi sordo del dolor que sentía, alcancé a notar la presencia del amo enfrente de mí. Me dijo que me pusiera en pie y me apresté a hacerlo, mas habría sido imposible si uno de los lacayos no me hubiera sostenido. Por fin en pie no me atrevía a levantar la cabeza, optando instintivamente por una actitud de sumisión que deduje sería la única que tendría alguna posibilidad de salvarme la vida. Don Félix, entonces, me llamó por mi nombre, y comenzó a hablarme de una manera que no olvidaré nunca. “Pedro, tu no has hecho nada, pero asuntos de otros te han traído hasta aquí, y ya no hay forma de echarse atrás. Yo no puedo detenerme ahora, y lo que yo voy a hacer te ha de llevar por delante, de una forma o de otra. Sólo tienes dos caminos. Uno de ellos ya lo has andado, termina aquí. Ahora me resultaría muy fácil pagarle a tu padre con la misma moneda, pero yo creo que está tan loco que no le dolería como debiera. Por eso hay otro camino. Este implica que me habrás de rendir un servicio. Y ese servicio es la vida de tu padre. ¿Lo comprendes, Pedro?” Asentí con la cabeza. Don Félix continuó hablando. “Yo no voy a detenerme ahora, y jamás voy a perder. Tu padre debería haberlo sabido. Yo no perdono, y tengo fuerza suficiente para pagar con creces todas las afrentas. El debería haberse quedado en su casa, manejando su arado o lo que sea que tenga, tendría que haber llorado a esa infeliz y no hacer nada. De los de vuestra condición es lo que se espera. Pero yo no, yo no hago eso. He de inflingirle el doble de dolor, y por eso has de ser tu el que me lo entregue. Los hombres como yo no perdemos nunca, no debes olvidarlo”.

No lo he hecho. Allí mismo juré a don Félix que cumpliría el mandado. El amo pretendía simplemente que la próxima vez que mi padre nos mandara recado fuera a decirle dónde estaba. Quería apresarlo, y darle una muerte terrible, y también quería asegurarse de que supiera que era yo quien le había traicionado. Le juré que lo haría. En un principio fue por miedo, por salvar la vida de mi madre y la mía, al fin y al cabo mi padre ya estaba perdido. Pero después entendí las palabras de don Félix mucho más de lo que hubiera imaginado. Pensé en las caballerizas, pensé en los salones, pensé en los rebaños, en los lacayos, pensé en los ropajes y las viandas. Pensé en todas las cosas, tierras, voluntades, mujeres, que él se había atrevido a tomar por la fuerza sin temer nada. Sin temer nada. Entonces lo entendí, él no perdía nunca.

Cuatro días después mi padre me mandó llamar para que le llevara víveres y ropa de abrigo. Decidí que no seguiría las instrucciones de don Félix tal como me las dio. En vez de correr a avisarle fui donde mi padre. Se escondía en una cueva, al otro lado de la Sierra, no muy lejos del pueblo. Yo conocía bien el lugar, él mismo me lo había mostrado tiempo antes. Subí por la noche. A la entrada montaba guardia uno de los suyos, un campesino vecino nuestro de toda la vida, llamado Juan. Los otros dos dormían fuera de la cueva. Juan me reconoció enseguida, me abrazó y me dijo que encontraría a mi padre dentro. Esperé a que me diera la espalda y le degollé con un cuchillo que traía. Después maté a los otros dos, que no llegaron a despertarse. Luego, entré en la cueva y encontré a mi padre. No permití que se me acercara. Solamente le dije que era un necio por enfrentarse a don Félix, que los hombres como él nos sobrepasan y que nosotros deberíamos aceptarlo en silencio, dando gracias por seguir vivos. Le clavé el cuchillo en el estómago con toda la fuerza de que fui capaz, y aún se lo clavé varias veces más antes de que se desplomara. Repitió mi nombre varias veces mientras se desangraba, maldiciéndome e insultándome, llamándome hijo de puta, inútil y no sé cuantas cosas más. Por fin quedó en silencio, mirándome fijamente con una expresión de tristeza, como si sintiera lástima por mi. Después dejó de mirar.

Lástima por mi. Desnudé el cadáver de mi padre y lo até con cuerdas a una de las mulas que habían robado meses antes de las cuadras de Don Felix. Me aseguré que las tripas que yo había abierto quedaran bien expuestas, y dejé sus ojos abiertos. También hice algunos cortes más a lo largo de su cuerpo, para que toda su cáscara luciera bien ensangrentada. Después, reuní el resto de los caballos y me dirigí hacia la hacienda.

Don Félix estuvo a punto de acabar conmigo cuando llegue, por haberle burlado el objeto de su venganza. Pero al ver el espectáculo de mi padre arrastrado entre una recua de mulas se dulcificó un poco, y entendió más que cumplida su ira. Mucho más, en realidad, pues con el tiempo me premió con su confianza. 

He jugado lo mejor que he podido las malas cartas que llevaba. He conseguido burlar la miseria. Pude ganarme la vida, mucho mejor de lo que mi padre hubiera soñado, y pronto me haré rico a costa de los paisanos de estos infelices que llevo en el carro. Lástima por mi. Si mi pobre padre pudiera verme ahora no me miraría de esa forma.

Como me mira es sucio pordiosero imberbe. Juré que nadie volvería a hacerlo. Hay que hacer lo necesario, empiezo a pensar que no llegará a Barcelona. Ya me las agenciaré para quedarme a solas con él. Después será fácil convencer a todos de que el muchacho quiso escapar. No tuve más remedio que matarlo. No tuve más remedio.

jueves, 20 de febrero de 2014

Hada, de Cuentos armónicos

Desde siempre
Hada puede ser un lunes pájaro del río, conversar con el rumor del agua, que fluye tranquila sobre el lecho de arena ancho, protegido por las riberas y animado por las islitas interiores del caudal. Puede convivir con los demás pájaros y animales del entorno y con los viajeros ocasionales que se acercan al río para pensar, pasear, dibujar, pernoctar, o disfrutar allí a menudo durante las vacaciones estivales. Se deja ver con sus plumas de colorines y sus gorjeos preciosos, ofreciendo entusiasmo a todas las miradas.

Hada puede ser un martes un pez de ese mismo río, abrir las aguas profundas o superficiales con su cuerpecito de aletas, y rogar al cielo que, si cae en un anzuelo, el pescador la devuelva al agua. En algunas ocasiones, cuando la gente despistada o los pirómanos queman los árboles y la hierba, ella se hincha como un globo gigantesco, tras beber inmensamente, al igual que los demás peces, y juntos se dedican, invisibles, a apagar los fuegos con el agua de sus cuerpos crecidísimos.

Hada puede ser un miércoles un insecto, revolotear, revolotear, revolotear, tocar la tierra o los tallos vegetales, sentirse ligera, ligera, ligera. Puede subirse a las manos de alguien y notar el tacto humano.

Hada puede ser un jueves flor, con su corola y su cáliz, sus hojitas y su perfume de señora o señorita, o caballero, probar un día el jugo de sus raíces y otro dìa degustar la savia del árbol que la engendra, soñarse adornando los pies de la Virgen de Linares, sentirse bonita.

Hada puede ser un viernes piedra, elegir entre una existencia de canto rodado, china de las orillas del río o piedra angular del cielo, situada por azar en cualquier recoveco.

Hada puede ser un sábado árbol, aliso o álamo, por citar algunos, saberse esbelta o tronco inclinado que deja cruzar a todo el mundo el río de orilla a orilla, para salvarles la vida, notar que la humedad del agua nunca le permitirá tener sed, enfrentarse a los rayos,participar de las estaciones del año, ser acariciada por el sol y dar cobijo.

Hada puede ser un domingo simplemente Hada, una persona mitad realidad y mitad fantasía, Hada del río de la vida.

Ni siquiera el orden de los días de la semana que transforma a Hada es siempre igual, ni la posibilidad de ser una cosa u otra. Hada, como es hada, puede presentarse bajo el aspecto de cualquier ser.

Hada está en la luz del sol, en la diáfana y en la de los días nublados.
Hada está en la luz de las estrellas y en todas las luces reflejadas de la luna.
Hada está en uno y otro corazón de cualquier especie.
Hada, en realidad, es un trocito de alma de cada alma, no importan ni la edad, ni el sexo, ni la raza, ni la cultura o mentalidad. Para encotrarse con ella sólo basta mirar hacia dentro, allí donde nos sentimos individuales y a la vez parte del mundo.

Para siempre
Hada es Hada y lo será para quien haga un hueco en su ser y quiera sencillamente existir, ser uno mismo, ya que la vida no consiste en tener ni acumular porque sí.

Hada es Hada y Hado, aunque nunca debe confundirse con el destino, ni con otras palabras parecidas, pues probablemente el destino depende bastante de nosotros, porque somos libres y libres luchamos por una Tierra más humana y limpia, donde no quepan el infierno de la violencia o la contaminación del río de Hada, por poner ejemplos.

Hada es Hada y, por eufonía, lleva un El, determinante artículo, delante. Es también él y ella y ello.

Ahora
No importa con qué nombre se conozca a Hada en cada civilización. Lo que más identifica a Hada es su bondad y su buen humor. Si alguien piensa que Hada carece de estos valores humanos, realmente no conoce a Hada.

Hada ha creado a todas las Hadas. Por esa razón los niños enseguida la ven, porque no son inmunes a lo maravilloso. Y es sanísimo para todos que no perdamos nunca al niño o a la niña que fuimos.

¡¡¡Un brindis por el futuro de Hada, bellísimo nombre!!!

El toro Cuentacuentos, de Cuentos armónicos

En una dehesa próxima al pueblo, el toro Cuentacuentos narró una historia para entretener a otras reses, durante una apacible puesta de sol. Según el imaginativo toro la historia la habían inventado entre una mujer humana y él mismo por vía telepática. Las otras reses dijeron pues muy bien y escucharon muy atentas.

El texto es el siguiente, comenzó el toro con su vozarrón bramador: ¡Muuu, muuu, muuu!. Mucho antes de la plaza de toros fija de La Torre, levantada a pulso por los socios de la Peña Taurina, y antes de las portáliles que se preparaban en el viejo campo de fútbol, antes, en los tiempos del artesano coso de palos y carros, según la costumbre inscrito dentro de la plaza principal de la localidad, los encierros de los toros se hacían por las calles, en fiestas. ¡Muuu!. Eran encierros que terminaban en el ruedo, entre capotazos con mantas y sacos, recortes y saltos ligados a la farola del centro y a los palos que bordeaban el redondel.¡Muuu, muuu,muuu!.

Un día de las fiestas del Cristo, a mediados del franquismo, un magnífico toro, bravísimo, con buena arboladura, embistió brutalmente durante el encierro, ¡muuuuuuu!, propinando golpes y heridas por asta a una quincena de mozos, aunque, afortunadamente, a todos dejó vivos.

Innumerables fueron los esfuerzos para encerrar al toro, soga va, soga viene, y mil engaños, hasta que la plaza quedó limpia. Y, pese a los revolcones de la mañana, el consistorio decidió continuar la fiesta por la tarde.¡Muuu, muuu, muuu!.

Llegó la hora de la corrida. En el sorteo del lote, el toro bravísimo saldría en último lugar. Cuatro eran los morlacos para dos torerillos con sus correspondientes cuadrillas. Un torero en blanco y oro, el otro en oro y grana.

Tras el primer toro, oreja, vuelta al ruedo y arrastre con las mulillas para el torerillo grana.¡Muuuuuuuuuuuu!. En el segundo, pitos para el torerillo blanco.¡Muuuuuuuuuuuu!. En el tercero, dos oreja y rabo.¡Muuuuuuuuuuuuuuu!. Y en el cuarto toro, un torerillo blanco viendo salir al astado, enorme, fiera que intentaba saltarse los palos con el correspondiente grito de la afición, bestia que no dejó lugar a los lances de recibo, porque cogió a la capa y al torero, al que llevó, entre cuerno y cuerno, dentro de uno de los carros y allí lo dejó, con un buen susto.¡Muuu, muuu,muuu!.

El torerillo volvió a su labor y se atusó en la arena. Pasecillos entre carrerillas y protección de los burladeros.
El toro bramaba muuuuuuuuuuuuuuu. No hubo suerte de varas, pero sí banderillas.¡Muuu!. Las banderillas se clavaron en los cuartos traseros del toro, en el aire, donde volaban, y en la mismísima tierra. Todo pinchos, amigos.¡Muuu, muuu, muuu!. En el turno de la muleta ni mano izquierda ni mano derecha acertaban. La música sonaba para animar, pero cesó cuando nuestra compañera res rompió el traje de luces al de blanco, aunque el espada salió ileso.

¡Dejadme, dejadme!, imploraba el torerillo, quien agarró el estoque, dispuesto a terminar de una vez con su oponente. Quiso matar al bravísimo una y otra y otra y otra y otra y otra y otra vez  y el gran toro seguía en pie. La puntilla esperaba su momento desesperada. ¡Muuuuuuuuuuuuuuu!. El otro torerillo, el de grana,previo permiso de la presidencia, también intntó matar al bravísimo una y otra y otra y otra y otra y otra y otra vez y el torazo seguía aún en pie. El público echaba espuma por la boca, ahora maldecían a los toreros y a la autoridad. Al final la cosa terminó en manos de las balas de la guardia civil, una vez despejada la plaza. Dios tenga en su cielo a todos los toros- ¡Muuu, muuu, muuu!.

Un adolescente que había estado en la corrida y que, desde pequeño, soñaba con ser torero se había marchado muy triste a su casa. Como también escribía, hizo un poemilla donde se contaba la leyenda de un toro hombre embrujado. ¡Muuu!. Mucho tiempo después aquel chico, que se hizo veterinario y escritor, a veces colaboraba como tertuliano en los medios de comunicación cuando hablaban de toros.Desde el amor a los animales, decía a menudo, cuando se desentrañe el secreto de lo que significa ser toro y ser hombre, yo me haré torero.

¡Muuu!, terminó su historia el toro Cuentacuentos. Las reses no tuvieron más remedio que reflexionar sobre los actos humanos y sobre sus propios actos como reses.

¡Muuuuuuuy buenas noches!.

Esa noche las reses se quisieron una poco más y, por telepatía, la mujer humana y el toro Cuentacuentos se desearon muy buena suerte.

Un día cualquiera


     Era una mañana como cualquier otra. La protagonista se despertó en su cama de siempre, entre sábanas rezumando suavizante, calor corporal y viajes oníricos a ningún sitio. Un sol pletórico que se hacía hueco entre algún orificio de aquella habitación se había adelantado al despertador mudo que seguía en vigilia desde la noche anterior. Era el momento idóneo para abandonar la cama, pensó. Mejor  hacerlo al compás de un sol en calma que al de un rugido añejo de algún autobús torciendo la esquina o al del propio despertador automático, aburrido quizá por cotidiano.

            Cuarto de baño primero, cocina después. Primero a calentar el café. Después, a meter el pan en la tostadora para sacarlo deliciosamente perfumado. Luego, a untarlo de mantequilla y mermelada para hacerlo más irresistible. En algún punto intermedio a endulzar el café. Y por último a gozar con aquel desayuno. Así, tan automático y aburrido por cotidiano;  como el propio despertador o el autobús torciendo la esquina.

            En la calle, cada jornada era un nuevo amanecer, un nuevo despertar al capricho de la atmósfera que coqueta, se vestía de sol, lluvia o nieve; se adornaba con viento, nublados, niebla o escarcha y se comportaba fría, templada o calurosamente. Tan simple y tan compleja a la vez; tan imprevisible, tan natural; tan indomable; tan bella. La primera parada en aquella incógnita de día era la panadería. Nuestra protagonista, cuyo nombre no es relevante, decidió que dado que se había despertado de modo diferente al de la mayoría de los días, iba a actuar de manera diferente. Con naturalidad, eso sí, como un abrir de ojos al tacto del sol.

            -Verde que te quiero verde

            -Buenos días chiqui, ¿lo de siempre?  -dijo el panadero, presa de un comportamiento autómata que ensordeció el saludo de su clienta y le había puesto una barra rústica en la mano.

            -Verde que te quiero verde- repitió ella.

            -¿Eh? ¿Qué? ¿Verde que te quiero verde? ¡Pero qué dices! –preguntó él, impresionado por aquellas inusitadas palabras.

            -Que  me gustaba más tu antiguo uniforme verde que este beis que te pones ahora –respondió ella.

            -¡Ah! ¡Jaja! ¡El uniforme¡ Bueno, a mí este no me disgusta. Hace juego con el pan –añadió, simpático, el hombre- Bueno, ¿te pongo la gallega o quieres otra cosa? Que hoy has madrugado más ¡eh! Por poco si me pillas con ellas en el horno; ten cuidado que queman.

            -Sí, Pedro, pónmela. Insisto en que me gustaba más el verde, este color es demasiado aburrido, demasiado panoso. ¿De quién ha sido la idea?

            -Pues de mi mujer y mía. Un día nos mandaron los uniformes mal y nos gustó el color. Y además, ya sabes, renovarse o morir.

            -Ah, así que Tere también tiene que ver en el cambio. Pues ¿sabe lo que le digo? Que tiene  usted toda la razón del mundo. Aquí tiene, el dinero, que pase un buen día.

            -Pues claro mujer. Venga, ten cuidadito, ¡adiós!

            El itinerario al centro de estética donde nuestra fémina se dirigía estaba igual que todos los lunes que se desperezaban ante la nueva semana. Mismo asfalto garrapiñado, mismo tráfico tullido sobre fondo negro, misma bruma gaseosa transpirando contaminación… Y por fin la clave de sus operaciones de aquel despertar, la razón de ser del abandono de la cama, de la desaparición de la tostada, de la visita al panadero, puede que también de un verde que te quiero verde salido de unos labios coloreados con carmín suave: su lugar de trabajo.  Un edificio de considerable altura donde puñados de personas, en su mayoría mujeres, acudían a sacarle partido a su físico. Cada planta de allí ofrecía diferentes servicios al servicio de la parte del cuerpo a tratar: masajes, peluquería,  maquillaje, depilación, tratamientos de belleza, manicuras… Todo un elenco de exquisiteces prescindibles para paladares estéticamente caprichosos. Y para carteras bien repletas. Nuestra joven se ubicaba a en la sección de maquillaje. Le encantaba su trabajo. Por muy banal que el maquillaje pudiera resultar a los ojos intelectuales. Para ella, maquillar era todo un arte; todo un conjunto de técnicas  que mezcladas con las dosis adecuadas de productos cosméticos y adaptadas al marco facial de las clientas podían obrar auténticos milagros. Milagros en forma de apariencia resultado del conocimiento de pautas estéticas, de muchas horas frente al oficio y de intuición, de mucha intuición sobre gustos de consumidoras desconocidas y exigentes cara a cara frente al espejo.

            Perfiladores de ojos automáticos o en forma de lápiz tradicional; eye-liners, pintalabios mates, permanentes o con efecto mojado; glosses transparentes o con color, sombras irisadas en barra o paleta;  bases más y menos ligeras; correctores líquidos o en barra, iluminadores variados; coloretes en polvo y en crema;  máscaras de pestañas a capricho del efecto deseado… Y para aplicarlos, brochas redondas, anguladas, de pelo natural o sintético, difuminadores, pinceles delineadores, esponjas aplicadoras, peines de cejas y pestañas… La jornada transcurría así, con ritmos coloridos marcados a paso de brocha que a las clientas más maduras puede que transportaran a la voz de una Ana Torroja que  en su día cantaba “No me mires, no me mires, no me mires déjalo ya, que hoy no me he puesto maquillaje, jey jey, y mi aspecto externo es demasiado vulgar para que te pueda gustar…”. Y a las más jóvenes a la de una chiquilla llamada María Isabel que llevó a España al podio en un concurso llamado Eurojunior cuando garbosa, entonaba “El pintalabios, toque de rímel, moldeador como una artista de cine. Peluquería, crema hidratante, y maquillaje qué belleza al instante. Abre la puerta que nos vamos pa’ la calle…”. En cualquier caso, el mensaje era el mismo con distintas palabras: “Sombra aquí, sombra allí, maquíllate, maquíllate, un espejo de cristal y mírame y mírame” , seguía Ana Torroja. Por su parte, María Isabel, con la misma gracia con la que comenzaba la canción llegaba al estribillo con un “¡Antes muerta que sencilla, ay que sencilla, ay que sencilla!”

            En esto consistía la actividad de nuestra protagonista en el salón de belleza. Hasta que llegaban las 5 de la tarde y su horario laboral terminaba. Fuera potingues.  Fuera revistas de la alta sociedad. Fuera caras amables. Fuera maquillajes. Fuera artificialidades. Fuera panfletos publicitarios mostrando mentiras. Ahora era el turno del anochecer otoñal,  de vehículos deshaciendo el camino de vuelta a casa, de almas ansiosas de llegar, de mentes irritadas al yugo, del preámbulo de la noche.  Al meter el primer pie en su hogar, nuestra maquilladora se sentía siempre satisfecha; no importaba cuán bueno o malo hubiera sido el día fuera de allí.  Hacía tiempo que había decidido dejarse las quemaduras laborales en el salón; quizá iluminada por la idea de que entre tanto mejunje bien podrían sanar o  disimularse al menos.  

            ¿Cómo podría terminar aquel día de aquella chica anónima comenzado con una llamada de un sol que se cuela por las ventanas de todos? La respuesta es: qué más da. Cada jornada es única; de principio a fin. De nosotros mismos dependen los matices que la demos. Sabiendo combinar -qué duda cabe- los colores, texturas e ingredientes que la fecha nos tenga reservados. Y sabiendo adaptarlos a nuestro marco vital. Una buena aleación puede obrar milagros en días horripilantemente feos.

       

miércoles, 19 de febrero de 2014

La caracola

Los abuelos maternos vivían en una casita blanca, situada junto a una morera. La fachada de la casa era alta y encalada, con una puerta con llamador y otra falsa de madera, dos ventanas con rejas y un ventanuco arriba, donde el doblado. Por dentro, a ambos lados del pasillo principal de la vivienda, se disponían las habitaciones y, al fondo, otra puerta daba acceso al amplio corral, animado por el pozo, los frutales, la cuadra del burro y el burro, los aperos y los gatos.
En el pequeño comedor de la casita la caracola reposaba sobre una máquina de coser antigua. Los cuadros marineros de las paredes la miraban melancólicos. Un par de sillones de mimbre tocaban la luz que se filtraba por los visillos blancos. La cómoda se adornaba con un jarrón de flores, las sillas de enea rodeaban a la mesa y una lámpara de cristal se reflejaba en un espejo.
¡Cuántas veces la abuela nos había puesto en el oído la caracola, tan grande y hermosa, con su sonido de mar!. Todos los nietos adorábamos la historia de la caracola.
Algunos de nosotros la supimos un día de invierno, cuando el abuelo llegó del trabajo y mis hermanos, dos primos y yo nos sentamos sobre cojines en el suelo de la cocina. La abuela guisaba en la lumbre. El abuelo se había acomodado en su sillita baja y merendaba torreznos con pan, nosotros también merendábamos. Mientras, en el comedor, mi madre y mi tía cosían unas cortinas. Por fuera llovía, se escuchaba el roce de la lluvia en el tejado, pero el calor del fuego nos servía de abrigo.
- Así que queréis que os cuente la historia de la caracola, empezó el abuelo
-¡Sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí!, dijimos nosotros
- Es una historia muy larga, propuso la abuela al abuelo. Resúmesela un poco, que si no se van a quedar dormidos y todavía no han cenado.
- Será mejor, apuntó el abuelo, porque en cuanto vuestras madres terminen de coser, que les quedará poco, os llevarán a casa. A ver si escampa también.
- ¡Venga, abuelo, cuéntanosla!.
- Esperad, esperad, voy a traer la caracola. El abuelo tardó muy poco en traerla y, de paso, se trajo a mi madre y a mi tìa, que prefirieron dejar la tarea para otro día y escuchar, sobre el escalón de la alacena.
- Bien, contó el abuelo, ésta es la historia: la caracola ha conocido mucho mundo. Cuando muchos esclavos fueron llevados a América, arrancándoles de sus familias y de su tierra de origen, parece ser que un hombre del pueblo, que se había embarcado para ultramar como soldado, se enamoró perdidamente de una esclava negra. Consiguió, con mucho valor y pasando grandes dificultades, llevarse a su enamorada lejos del lugar donde los negros eran explotados. Escapó con ella hasta llegar a la costa y allí se juraron amor eterno, una vez que se habían topado con esta caracola en la playa, que les sirvió como símbolo de su amor. Posteriormente, algunos de sus descendientes, después de muchísimos años, hicieron fortuna y pudieron cruzar el charco, haciendo el camino de regreso a África. Pasaron por nuestro pueblo y buscaron a sus parientes aquí y hallaron en nuestea familia a los parientes que buscaban. A mi bisabuelo le dejaron la caracola como recuerdo y se marcharon a sus raíces. Es decir, somos una familia con la sangre mezclada. Por eso pensad siempre que ningún hombre ni ninguna mujer debe ser esclavo de otro o de otra, y que no importa el color de la piel. Llevad con orgullo el significado de la caracola, que os pertenece. Todos los años tenemos correspondencia con nuestra familia africana. Cuando seáis mayores, espero que pidáis encontraros con ellos.
Nos había emocionado a todos. Aún estuvimos un rato comentando la historia y haciendo preguntas, que el abuelo y la abuela respondían con mucho agrado.
La lluvia continuaba. Su sonido se parecía al sonido de la caracola, cuando nos parecía escuchar las olas. Nos pasamos la daracola de unos a otros y la abrazamos.
Entonces llegó mi padre, que traía unos paraguas, acompañado por nuestro tío, que venía de hacer un recado. Les explicamos  lo que habíamos estado haciendo y se mostraron muy complacidos. Luego nos fuimos todos a cenar a nuestras respectivas casas, tras unos cuantos besos.
Aquella noche yo creo que todos nos dormimos con la hstoria de la caracola en la cabeza. Y a partir de aquel día, cada vez que íbamos a la casa de los abuelos, veíamos en la caracola mucho más que lo que antes habíamos visto.

sábado, 8 de febrero de 2014

Don Hablafino, de Hilo de ámbar

            DON HABLAFINO
Don Hablafino sentía debilidad por la buena educación. Para el septuagenario la cortesía le hacía retornar a un mundo que él consideraba olvidado. Utilizaba expresiones como buenos días, buenas tardes, buenas noches, por favor, siéntese, señora o señorita, muchísimas gracias. Incluso en su partidas de mus a veces decía caballero, quizá ha hecho usted trampa. Tenía fama de ceremonioso. Ni una palabra más alta que otra. Ningún error gramatical, aunque había asistido sólo unos años a la escuela. Ninguna palabrota.

Don Hablafino estaba viudo. Su mujer le había durado una primera eternidad y ahora cada día la recordaba pensando en la eternidad siguiente, en la gloria, lugar del mismo nombre que su esposa. Su matrimonio había sido una balsa de aceite. No habían tenido hijos biológicos y habían adoptado a un rapaz. Ahora el rapaz andaba con una coleta reivindicativa en un lugar exótico del  Cono Sur, casado con una mulata que le había dado dos criaturas morenitas, que a su vez hacían la delicia de su abuelo don Hablafino, a pesar de estar juntos muy de tarde en tarde, sólo cuando la brasileña y los mezcladitos cruzaban el charco junto al de la larga melena, el hijo de Don Hablafino, que también se llamaba Hablafino, y se había cambiado el nombre en el carnet de identidad, donde ahora constaba Hablaibérico, más acorde con su realidad más inmediata, aunque realmente quería mucho a su padre.

Don Hablafino se había ganado el don como si fuera  doctor honoris causa, a fuerza de convencer a sus vecinos con su vida íntegra dedicada al cuidado de la lengua castellana, y mucho más que eso, por su porte elegante y un tanto exagerado en los modales.

Un día de enero, nevó copiosamente en el pueblo de Don Hablafino. No se había visto tanta nieve desde que Don Hablafino jugaba a la peonza. Apenas se podía salir de las casas de piedra, rodeadas como estaban por montículos blancos de casi medio metro. Los vecinos empujaron la nieve como pudieron para abrirse paso y dejar hueco a la furgoneta que repartía el pan, la fruta y otros víveres. De la misma manera abrieron un caminito hasta la consulta del médico y otro hasta la taberna.

Aquel día un anciano resbaló en la nieve y se rompió la cadera. La doctora pidió un helicópotero para trasladar al hombre a urgencias, a la ciudad, aparato que se posó en una pequeña explanada donde la nieve estaba a ras de suelo, gracias a la sal y a la limpieza improvisada y rápida de la gente, que se mostró muy solidaria y, como el accidentado, no tenía familia, Don Hablafino se ofreció como acompañante. No es lo habitual, pero sí, dijo la doctora, suba usted también en el helicóptero y que todo vaya bien.


Don Hablafino tenía miedo a volar, pero no podía echarse atrás, así que, subió al helicóptero con una letanía interior para que su primera experiencia en semejante máquina  no le resultara demasiado cruel. Pero las aspas se movieron  y apenas se veía, y luego, en el aire, el helicóptero tuvo que hacer una maniobra complicada, un sustillo. A Don Hablafino le entró un vértigo terrible y sintió ganas de vomitar.Y entonces gritó: ¡Hijos del demonio en aceite, parad este trasto, que nos llevan vuestros cuernos al infierno!¡Ay, Gloria, Glorita mía, que me voy contigo!¡Hijo, nuera, nietos, no me olvidéis y rezad una oración también por mis acompañantes de esta hora de agonía colectiva! Y lloraba nerviosamente en su ataque de pánico, hasta el punto de que el hombre de la cadera rota, que le conocía bien, tuvo que responderle entre la guasa y el dolor:  ¡Vamos, vamos, Don Hablafino, que en ochenta años que tengo no te he visto resoplar y ahora te acuerdas del infierno sin miramientos, cagüen!. Y el piloto del helicóptero decía tranquilízese, hombre, y los sanitarios le atendían, al igual que al otro jubilado, exclamando esto es inaudito,  que vamos a llevar a urgencias dos casos, no uno solo, y el segundo sin diagnóstico corriente.

En un par de meses, el accidentado y Don Hablafino se volvieron a encontrar en las cotidianas partidas de mus y los compañeros de mesa recordaban divertidos  la anécdota del helicóptero. Don Hablafino no tuvo más remedio que admitir que la buena educación no está reñida con alguna que otra salida de tono, aunque, como era costumbre y de forma natural para él, Don Hablafino continuaba siendo el mismo de siempre, tal vez sólo un poquito más normal.






Fray Pan, de Cuentos armónicos

En el principio fue el pan. Sobre los arroyos, sobre las casitas de adobe, sobre los cerros, sobre la comarca, siempre un vientecillo agreste con olor a harina.
Eran los tiempos remotos del convento franciscano y fray Pan se había ganado el apodo con creces. Si la primavera rezumaba esplendor o el verano gozaba con cereales y huertas, si el ocre otoño cosechaba uvas o tejía con delgadas lluvias hilos de melancolía en los ojos de los ancianos, si el invierno se mostraba desnudo entre copos de nieve, si se sucedían épocas de bonanza y de hambre, el diminuto frailecillo pasaba las horas amasando panes. Éste para mis hermanos frailes. éste para mis hermanos más necesitados, éste para mis hermanos animalillos,m pensaba. Y frailes, animalillos y necesitados se acostumbraban a la miga con corteza recién tostada.
Sin embargo, nadie sabía que fray Pan poseía vocación milagrosa o un don. Hacía mucho tiempo que fray Pan practicaba un voto secreto con el Dios a quien amaba, un voto personal que era un afán por curarlo todo.
Cada vez que fray Pan regalaba sus panecillos a otras manos, creía adivinar en los rostros de los demás los problemas de sus cuerpos y de sus almas, Entonces, frente a ellos, en su corazón, pronunciaba en un santiamén  sus palabras preferidas: ¡¡¡En el principio fue el pan, amado Dios de la salud, obra, por tu amor, gracias!!!. Y llevaba su mirada hacia donde él creía que estaban los dolores de sus hermanos y hermanas y sonreía con labios confiados a niños y niñas, a mujeres y hombres de todas las edades, esperando que el cielo escuchase y respondiera. Y lo mismo le ocurría si se topaba con un pájaro herido, con el pétalo caído de una flor, con alguna roca agrietada o con el río del monte Alamín. A todo ellos rociaba con miguitas de pan, rindiéndose ante la voz de la deseada salud y la belleza de los seres. Así era fray Pan.
A menudo, sus oraciones se cumplían, como cuando una moza vieja descarriada encontró marido,  como cuando tres huerfanitos enfermos sanaron al mismo tiempo, sin que nadie comprendiera por qué ni cómo, y como cuando un copista del convento, que había perdido totalmente el juicio, se levantó una mañana recitando y dibujando pasajes de las Escrituras y, muy entusiasmado, volvió a la biblioteca, liberado de su larga pesadilla.
¡Prodigio, prodigio, prodigio!, exclamaban en estos casos aldeanos y frailes, las cabezas se hacían preguntas y muchos recobraban una fe que esperaban que moviese las montañitas del lugar,es decir, los cerros, y también los arroyos, y las casitas de adobe, y la comarca. Esa fe, en bastantes ocasiones, resultaba eficaz, aldeanos y frailes se alegraban con sus propias plegarias.
Cuando fray Pan padeció durante un mes entero unas extrañas fiebres que le provocaban huídas del lecho de su celd, fuera la luz del sol o la luz de la luna, a menudo llevándole a abrazarse a los árboles,  diseminados por las tierras de labor, o a recorrer las estrechas callejuelas de la aldea, predicando en alto, sin querer las palabras de su voto secreto:¡¡¡En el principio fue el pan,amado Dios de la salud, obra, por tu amor, gracias!!! y, rozando a uno el pie, a otro la mano, a otra el pelo, a otro las pezuñas, a otra su tallo vegetal, los asustados y pacientes frailes corrían en sus busca, a no ser que los mismos lugareños le devolvieran al convento, tras ofrecerle los mendrugos que mendigaba el fraile para sus milagros. Ni el médico de aquellos contornos sabía cómo bajarle la calentura. Y el escándalo, que unos compadecían y otros, los más insensibles,condenaban, la aparente locura, llegó a oídos del alto clero, que estaba tan desconcertado como el resto de la población y opinaba de forma dispar.
Pero la enfermedad pasó, como pasa un terquísimo nubarrón, y fray Pan recobró la cordura y aún vivió durante bastantes años más. El pobre fray Pan no recordaba nada de lo sucedido, si alguien le hablaba del asunto, sencillamente decía: Sólo Dios obra maravillas, hermanos, seamos instrumentos de su paz. En su interior se sentía avergonzado, indigno, pero, por si acaso, con el correr del tiempo, continuó con el sentido de su vida, manteniéndose fiel a su voto secreto. Y el Dios de la salud se apiadaba de fray Pan y le dejaba ser él mismo, porque el frailecillo era un buen hombre que deseaba el bien.
A fray Pan le llegó su hora. Su entierro fue muy humilde, con las personas y animalillos que le apreciaban, incluso el conde le obsequió, a través de uno de sus sirvientes, con un ramillete de margaritas, alguna razón tendría. Tras la despedida al fraile, a medianoche. los más pobres entre los pobre, los que dormirían un tanto ebrios, al fresco, bajo la luna llena, se quedaron embobados al descubrir a fray Pan con otro pan bajo del brazo, elevándose hasta una luna que cambió de color y que, por unos instantes, produjo una aureola de alba hasta que fray Pan desapareció para siempre en el reino de la hermana noche. En el principio fue el pan, se dijeron los más pobres entre los pobres, y se quedaron dormidos.
Luego estos pobres contaron lo que habían visto y muchos creyeron en ellos, en parte porque apreciaban a fray Pan y sobre todo, porque amaban al Dios de la salud, que podía mover con su amor las montañitas del lugar, es decir, los cerros, y también los arroyos, y las casitas de adobe, y la comarca.


miércoles, 5 de febrero de 2014

LLANES Y CLARA


Para Llanes la vida, antes de conocer a Clara, había sido como una plácida tarde de verano sentado en el chaflán de la tienda de sus dueños, donde vivía desde que nació. Al menos esto era lo que más claramente recordaba de cuanto le había ocurrido antes, pasarse las tardes allí sentado, mirando a la gente ir de un lado para otro, y esperar emocionado a que algún barco apareciera por la embocadura del puerto. Entonces salía corriendo a recibir a los pescadores, ladrando y haciendo cabriolas, dándoles la bienvenida a su manera. Esto era lo que más le gustaba en el mundo, y jamás había encontrado razón alguna que le impidiera hacerlo. Para evitar que se enfriara, ya que no había forma de hacerle entrar en razón y conseguir que se metiera para adentro ni siquiera cuando llovía o soplaba el viento desde el mar, su ama, la dueña de la tienda, le había puesto una pequeña alfombra raída a un lado de la puerta. Llanes se sentaba encima de la alfombra y se medio adormilaba a la espera de la sirena del puerto, aunque siempre estaba atento por si alguien quería entrar o salir. Entonces se echaba respetuosamente hacia un lado, y nunca ladraba ni gruñía, incluso aunque a veces la persona no le gustara o le cayera mal, porque alguna vez que lo había hecho antes le habían regañado muy fuerte. Parece ser que no se esperaba de él que asustara a las personas para evitar que entraran, así que dado que nadie le había encomendado una labor específica, simplemente se había aficionado a dar la bienvenida a los marineros, de manera que ya estos no concebían volver a puerto sin encontrarse en el muelle al juguetón perro de la barriga blanca y los ojos azules.
Llanes era un Huskie, un perro esquimal como le gustaba decir, aunque nunca había vivido en el Polo. Hasta donde recordaba siempre había estado en la gran tienda de regalos que hay en la calle principal, justo donde empieza el puerto, al lado de los restaurantes de marisco y los bares y las sidrerías. Era todavía muy joven, apenas había cumplido los dos años, y aunque ya era bastante grande todavía era muy infantil y juguetón. El nombre se lo pusieron porque el día que llegó sus dueños estaban muy ocupados y no tuvieron tiempo de pensarle un nombre, así que decidieron llamarle Llanes, como el pueblo donde vivía, que es un pueblecito de Asturias rodeado de hermosas playas y verdes montañas. Todos en el pueblo le habían cogido cariño, no sólo porque les agradaba la forma en que se había acostumbrado a recibir a los pescadores, sino porque era un perrito dócil y cariñoso que nunca había ocasionado conflictos.
La primera vez que Llanes vio a Clara estaba sentado en su raída alfombrilla, en el chaflán de la puerta de entrada de la tienda. No le pareció especialmente guapa, pero le llamó la atención que llevara puesta una especie de banda de color rojo alrededor del lomo, de la que salía hacia arriba una agarradera parecida a la que los humanos ponen en los cochecitos de los niños o en los carritos del supermercado para poder manejarlos mejor. “Mira, un perro con ruedas”, pensó.
Clara venía bajando muy despacio la cuesta de la calle principal hacia el puerto, acompañada de un hombre de gafas oscuras al que se le notaba que le costaba caminar, y que parecía no saber muy bien dónde se encontraba. Clara guiaba al hombre, quien se apoyaba de la agarradera del lomo, dejándose llevar más que controlando a la perrita. Cuando la vio aparecer Llanes se levantó del suelo y salió a su encuentro moviendo el rabo, que es lo que hacen los perros cuando están contentos, y fue directo a olisquearle el culo, que es lo que hacen los perros cuando se quieren saludar. Clara, a quien no le hacía mucha gracia que cualquier perro desconocido se atreviera a olisquearle el trasero, se puso un poco nerviosa. Como no quería que se lo notara no se le ocurrió otra cosa que quedarse muy quietecita y en actitud muy digna, con los ojos cerrados y la barbilla muy levantada.
Lo que ocurrió es que el hombre no se dio cuenta de que Clara se había quedado parada y como tenía la mano cogida de la agarradera del lomo se frenó también de golpe, con tan mala suerte que deslizó los pies sobre un pequeño charco de grasa de pescado que había en la acera.
Ay, madre - dijo, Clara, al ver que el hombre se pegaba el batacazo contra el suelo. - Qué desastre. Ha sido por tu culpa. - Llanes se quedó un poco perplejo. “¿Por mi culpa?, ¿y yo qué he hecho”, pensaba, mientras que desde dentro de la tienda salían sus dueños a socorrer al pobre ciego, que desde el suelo no hacía más que maldecir a la pobre Clara. Cuando por fin consiguieron ponerlo en pie lo llevaron hacia dentro de la tienda para ofrecerle un vaso de agua y un rato de descanso. Clara y Llanes se quedaron callados un momento, pero después no pudieron aguantarse la risa y empezaron a carcajada limpia al recordar la manera tan graciosa como se había caído aquel señor. 
Desde entonces se veían todos los días. Clara le contó a Llanes que en realidad no tenía ruedas, sino que era una perrita de asistencia.
¿Qué es eso de perrita de asistencia? - le preguntaba.
Pues quiere decir que me han entrenado para ayudar a caminar a las personas que no pueden ver. Yo les sirvo de guía, y evito que se tropiecen con las farolas o los bordillos de las aceras. También les indico cuando tienen que pararse y cuando pueden cruzar la calle.
Qué cosas - decía Llanes, quien en realidad nunca había pensado en que ayudar a las personas fuera una idea interesante. “A mi nunca me ha faltado de nada”, pensaba, “y lo único que he hecho ha sido dar lametones, mover el rabo y dejar que me acaricien los marineros en el puerto”. 
O - O - O
Con el tiempo Clara le fue pareciendo a Llanes cada día más preciosa. Le gustaba estar con ella, compartir sus juguetes y sus comidas, incluso le había dejado un trocito de la raída alfombra para que dormitara con él en las tardes en que hacía bueno, a la puerta de la tienda. 
A Llanes también le gustaba escuchar a Clara hablar de su trabajo. A Clara le encantaba ayudar a la gente, le hacía sentirse útil e importante, y esto le hacía muy feliz. La habían entrenado desde muy pequeñita en una granja que había a las afueras, y ahora se dedicaba a ayudar a las personas ciegas que venían por el pueblo de excursión o de turismo. Sus amos habían montado un negocio de casa rural adaptada para invidentes hacía poco, y Clara era una de las ventajas que ofrecían. De momento, aunque Clara no tenía demasiado trabajo, las cosas no les iban del todo mal.
Llanes se preguntaba cómo era posible que una perrita tan joven tuviera un trabajo de tanta responsabilidad, y se hacía ilusiones sobre a qué le gustaría él dedicarse. Pensaba que tal vez podría enrolarse en un barco de pescadores y atravesar la mar pescando merluzas y jureles, o tal vez ballenas y tiburones. Pero no le gustaba el pescado. Pensaba que, a lo mejor, podría hacerse perro bombero, o policía, para apagar fuegos y salvar a las personas, o perseguir a los ladrones y a la gente mala. Pero en el pueblo muy pocas veces pasaban cosas de esas. Tal vez, pensaba también, podría hacerse perro astronauta, y que lo mandaran a la luna en un cohete, como a esa perrita Laika, que había visto en la televisión. Pero luego concluía que mejor no, porque tendría que irse del pueblo, y entonces no podría volver a ver a Clara.
A veces, Clara tenía trabajo y no podía pasarse por la tienda. Llanes iba entonces a buscarla por el pueblo y normalmente acababa por encontrarla. La veía guiando a algún ciego por la zona amurallada, o llevándolo a la playa, o simplemente esperando a la entrada de un restaurante a que su dueño ocasional terminara su comida. Siempre muy seria y muy guapa, con actitud muy digna, siempre preparada e impecable para cumplir su trabajo a la perfección. A Llanes, entonces, le gustaba aparecer por sorpresa y acercarle el hocico. Clara se sobresaltaba y le decía: “oye, Llanes, ¿es que nunca te cansas de olisquearme el trasero?; porque ya te vale, en serio, que eres un pesado y un cochino”. Pero la verdad es que a Clara, en el fondo, le encantaba encontrarse con Llanes de sopetón al doblar cualquier esquina del pueblo.
De todas formas lo mejor de todo eran las tardes a la puerta de la tienda o deambulando por el puerto. Muchas veces a Clara le gustaba acompañar a Llanes a dar la bienvenida a los marineros, y si no venía ningún barco, pues simplemente a pasear por los muelles y por las callejuelas estrechas que hay alrededor. En alguno de esos paseos se dedicaban a perseguir a Manolo, el gato que vivía en el callejón del Restaurante italiano. A ellos les parecía un juego inocente, y no sabían que el minino vivía en un estado permanente de estrés. Aunque nunca llegaban a hacerle verdadero daño, no había día que no se llevara un buen susto y una pequeña magulladura. La verdad es que el pobre gato estaba hasta los bigotes de los dos perritos.

Una de esas tardes en que los dos perros lo perseguían Manolo corrió todo lo que pudo, pero al final no tuvo más remedio que subirse a uno de los chopos del final del paseo. Desde abajo los dos perros le ladraban y rascaban el tronco del árbol, medio en broma en realidad. Pero Manolo estaba muerto de miedo, porque sabía que si se decidía a bajar algún que otro mordisco seguro que se llevaba. Así que, en un acto a la desesperada, reunió todo el valor que le quedaba y les gritó:
Qué pesados estáis hoy. A ver cuando os dedicáis a tener cachorrillos y me dejáis en paz de una vez.
Al decir esto los dos perros se quedaron mudos. Llanes fue a mirar a Clara, pero esta se puso muy vergonzosa y le apartó la mirada. A los dos empezó a latirles el corazón más deprisa de lo normal. Clara bajó las orejas y Llanes pensó que quería más a Clara de lo que nunca había querido a nadie, y le pareció que seguramente a Clara también le pasaba lo mismo. Ante la sorpresa del gato, Llanes y Clara agacharon la cabeza, dieron media vuelta y se marcharon juntos de vuelta hacia la tienda de regalos.
O - O - O
Un día, al final del verano, Clara se pasó muy temprano por la tienda de Llanes. Casi no había amanecido y era un día bastante nublado, pero la perra estaba muy contenta y quería contárselo. La tienda estaba todavía cerrada, así que Clara tuvo que ladrar muy fuerte para que Llanes la oyera desde el piso de arriba, que era donde el perro dormía junto a sus dueños todas las noches. Por fin, después de que Clara tuviera que insistir unos minutos, Llanes asomó su cabecita por el alféizar de la ventana.
¿Qué te pasa? - le dijo. - Si todavía no ha amanecido.
Es que estoy muy contenta, porque las personas que nos han contratado quieren que les llevemos de excursión a la montaña. Y yo nunca he ido a la montaña. Seguro que es muy emocionante.
Llanes pensó que para qué narices querría ir un ciego a una montaña, si no puede ver nada, pero enseguida desechó ese pensamiento: “cada uno puede hacer lo que le dé la gana” se dijo. “Siempre que no fastidie a los demás” añadió, al tiempo que miraba los negros nubarrones que a lo lejos se cernían sobre la Sierra del Cuera. Tenía aspecto de que iba a caer una buena tormenta.
Clara, yo creo que hoy no es un buen día para ir a la montaña.
¿Por qué? - preguntó Clara.
Porque parece que viene una buena tormenta, con rayos y mucha lluvia. Yo creo que puede ser peligroso andar por el campo en un día así.
Anda, quita, quita. Qué exagerado eres. ¿Vas a saber tú más que los humanos? Anda, anda, luego te cuento.- Y se marchó corriendo calle arriba.
Llanes no se quedó tranquilo. Ya no se pudo volver a dormir, y en cuanto abrió la tienda bajó a la calle y empezó a dar vueltas de un lado para otro, como un león enjaulado. 
Pasaron algunas horas. Los turistas iban y venían por la tienda. Llanes estaba sentado a la puerta de la tienda, pero esta vez no era como las otras. Era la primera vez que se encontraba de esa forma. Se sentía raro, no le apetecía comer, no se fijaba en las carantoñas que le hacían los clientes o sus dueños. Simplemente esperaba. Incluso, cuando sonó la sirena de un barco entrando en el puerto, Llanes ni se inmutó. y fue consciente de que no se movía. No es que no hubiese oído la sirena, es que simplemente no tenía ganas de ir a saludar a los marineros.
La mañana siguió avanzando, y Clara no volvía. “¿Dónde se habrá metido esta perra loca?”. Llanes estaba más y  más nervioso, gruñía a todo el mundo,  hasta el punto que la gente empezó a mirarle con prevención , y más de uno evitó entrar en la tienda. Su dueña se dio cuenta, de modo que se acercó hasta él y empujándole con el pie le dijo: “anda, Llanes, vete a dar una vuelta por ahí, a ver si se te pasa la mala uva que tienes hoy”. Llanes efectivamente se levantó y salió corriendo hacia la muralla, hasta el parque que está arriba del puerto, ese que aún guarda unos oxidados cañones de una guerra olvidada. Una vez allí se quedó mirando hacia la sierra del Cuera, que cada vez estaba más negra y más llena de nubarrones. Cuando empezó a llover con fuerza Llanes decidió que ya había esperado suficiente.
El problema es que no sabía muy bien hacia donde dirigirse. Nunca había estado en la sierra y desconocía cuál era el camino que debía seguir. Estando así las cosas decidió tirar hacia la casa de Clara, que se encontraba a la entrada del pueblo. Llovía a mares, pero Llanes prácticamente no lo sentía, estaba decidido a lo que fuese. Cuando llegó a la casa le pareció notar el olor de Clara. Llanes, como buen perro que era, sabía que tenía un gran olfato, pero nunca lo había empleado para seguir un rastro. Esta era una buena ocasión, pensó, y se decidió a utilizarlo, tomando la primera bifurcación a la salida del pueblo. Y así siguió la carretera de la sierra durante unos cuantos cientos de metros, con la nariz pegada al asfalto y al aroma de Clara, sintiendo que la vida se le escapaba en cada segundo que pasaba.
Unos minutos más tarde escuchó la sirena de un todoterreno de los bomberos, que venía por la carretera en su dirección. Llanes no lo dudó. Se plantó en medio de la calzada y empezó a ladrar con fuerza. El coche pegó un frenazo y resbalando en el suelo mojado, llegó a detenerse de milagro a tan sólo unos centímetros del hocico del Huskie. “¿Será posible?”, exclamó uno de los bomberos, mientras que Llanes daba un salto y se subía al capó del vehículo, sin dejar de ladrar. “¡Pero si es Llanes!”, dijo el otro bombero. Y como el primero no decía nada añadió: “Sí, hombre, el perro de la tienda de regalos, el que saluda a los pescadores”. “Y parece que quiere entrar. Puede que haya salido en busca de la perrita de asistencia, y seguro que nos puede resultar de ayuda ahí arriba”. El primer bombero asintió y se giró para abrir la puerta trasera. En cuanto Llanes lo vio se bajó del capó y entró de un brinco. La puerta se cerró y el coche continuó la marcha.
A los dos bomberos les sorprendió que Llanes entrara de esa forma, aunque la verdad es que les pareció bien, ya que un perro puede ser de muy valiosa ayuda cuando se trata de rescatar personas. Así que no le dijeron nada. Llanes no estaba tranquilo, de todas formas. Aunque el coche iba a toda velocidad a él le parecía que iba a paso de tortuga, por lo impaciente que estaba por llegar cuanto antes junto a Clara.
Por fin el todoterreno comenzó a subir las pendientes de la Sierra del Cuera, por unas pistas de tierra estrechas y llenas de curvas que Llanes no había visto nunca. La lluvia no paraba de caer y el conductor se afanaba en evitar que los cristales se empañaran. Llanes se sorprendía de que los hombres supieran por donde tenían que seguir, porque a veces él perdía la carretera de vista, y parecía que iban a caerse por el barranco. Aún así el coche siguió subiendo una cuesta que parecía interminable, hasta que por fin llegó a una meseta que había en lo alto. En medio de la meseta había una casucha medio derruida, y junto a ella otro todoterreno y un hombre haciendo gestos. El coche de los bomberos se detuvo, y los dos hombres y el perro salieron al exterior.
Llanes reconoció al dueño de Clara en la persona que les había pedido que se parasen. Por los gestos indicaba a los bomberos que algo había ocurrido en una dirección, hacia el este de donde se encontraban. Llanes no necesitó esperar a que el hombre terminara su explicación. Corrió hacia la niebla, siguiendo un camino apenas marcado que no conocía en absoluto. Pero le daba igual, el olor de Clara era ya fortísimo, no tenía más que seguir el rastro. Sabía que ella estaba cerca, aunque no podía oír nada, y cada vez había más niebla y la tormenta era más fuerte.
Unos metros más adelante vio algo. Clara estaba al borde de un precipicio, con la cabeza vuelta hacia la caída, sujetando algo con los dientes. Llanes se acercó más. Clara estaba completamente mojada, y tenía aspecto de estar realizando un gran esfuerzo. También parecía agotada, así que fuera lo que fuese no podría aguantar mucho más. Por fin, un poco más cerca, Llanes pudo ver lo que Clara estaba sujetando. Era la chaqueta de un hombre, una persona ciega como las que Clara solía ayudar, un hombre mayor, alto y bastante grueso. El hombre estaba inconsciente, y colgaba del precipicio, adónde caería con toda probabilidad en el caso de que Clara lo llegara a soltar. Pero Llanes no veía eso. Lo único que Llanes veía es que el peso del hombre terminaría por arrastrar a Clara antes o después, y eso no estaba dispuesto a permitirlo.
Clara, Clara, estoy aquí. - Clara seguía concentrada en sujetar al hombre. Aunque tenía las mandíbulas fuertemente apretadas se las ingenió para emitir algún sonido. Lo que intentaba decir era “ayúdame”. Pero Llanes no la oía. Llanes estaba preocupado, así que le dijo:
Clara, suelta al hombre, si no acabarás cayendo tú también.
Llanes, cállate y ayúdame - pudo susurrar Clara, que cada vez estaba más agotada.
Suéltalo Clara - insistía Llanes- Suéltalo o caerás tu también, y no quiero perderte. Por favor, Clara.
Llanes, ayúdame a sacarlo de aquí. ¡Vamos! - Pero Llanes no podía reaccionar. Ver a Clara en esa situación le estaba paralizando de miedo.
Suéltalo Clara, suéltalo de una vez. Qué te importa ese hombre.
Clara no dejaba de sujetar la chaqueta del hombre. Sabía que antes o después la ropa cedería, acabaría desgarrándose, y el hombre caería. Eso o que se le terminaran las fuerzas y se fuera rodando hacia abajo con él. Clara sabía que Llanes era la única solución, pero este estaba demasiado asustado, pidiéndole que dejara al hombre. Clara no daba crédito. ¿Cómo podía Llanes pedirle eso?. Salvar a ese hombre era su trabajo y su responsabilidad. Cómo podía Llanes pedirle que abandonara, que dejara las cosas por la mitad, que fracasara. Clara apretó aún más los dientes y haciendo un gran esfuerzo consiguió volver un poco el cuello para mirar al asustado perrito que estaba inmóvil a unos pocos metros de ella. Cuando por fin pudo mirarle, le dijo:
Llanes, tú, ¿por qué me quieres?.
De momento Llanes no entendió a qué venía esa pregunta en ese momento tan complicado. Pero al cabo de unos segundos la respuesta le inundó el cerebro como una ola cuando el mar se embravece. No dijo nada, simplemente se acercó corriendo hacia Clara y el hombre, y agarrando a este por la manga de la chaqueta tiró de él hacia arriba con toda la fuerza de que era capaz. Dos veces estuvo a punto de resbalar y dos veces pudo mantener el equilibrio. Ahora estaba seguro de lo que había que hacer. No paraba de tirar mientras pensaba, “te quiero porque nunca hubieras dejado caer a este hombre”, y siguió tirando con todas sus fuerzas hasta que por fin el hombre estaba a salvo sobre la tierra y los dos perritos yacían a su lado, exhaustos pero satisfechos. 
Los dos bomberos y el dueño de Clara se las habían apañado para seguir a Llanes y estaban ya casi junto a ellos. Cuando comprendieron lo que había pasado cubrieron rápidamente con una manta tanto al hombre como a sus salvadores. “Buen perro, buena perra”, decían. 
O - O - O
En el pueblo todo el mundo se puso muy contento. Estaban orgullosos de sus perros Clara y Llanes, que habían demostrado ser unos valientes héroes salvando a un pobre ciego de una muerte segura. Pero por mucho que la gente del pueblo les mimara, les regalara y les premiara, Llanes y Clara sabían perfectamente cuál era lo mejor que habían ganado. Su mayor premio eran tenerse el uno al otro.