Tenía quince años, una edad en la que resonaban aún en mí los cristales de las ventanas destartaladas de la escuela, por los que entraban el sol, las nubes, las ondas del tacto de la lluvia suave o tormentosa y los movimientos curvos de las ramas del guindo del patio, el olor a serrín para la estufa de la clase en invierno, los pupitres para dos, con sus tinteros llenos de faldas de lapiceros y diminutos trocitos de borradores sobre los tableros con garabatos, las pizarras negras y las tizas blancas, mi amiguita, cuyo nombre en latín sinificaba poema o canción, el chico que metía lagartijas en mi cartera, los dos maestrillos que me mandaban a media mañana a sus casas, si me portaba bien, o me suspendían en conducta, a recoger fruta o yogur para soportar sus mañanas de trabajo, el otro maestro guapo, que fue mi sueño platónico en octavo curso, la bajita maestra suave y el maestro feroz que rompió el anillo de mi vecinita con una vara, el recuerdo de la enciclopedia donde venía el Cara al sol , mientras yo pensaba ingenuamente que era una canción romántica, por lo de la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, la gimnasia en el patio que sólo consistía en levantar y bajar los brazos y formar abanicos con las piernas, la comba y la goma, el quisiera ser tan alta como la luna, bailar al son de ese jardín de la alegría al que quería mi madre que fuera y pensar en la tarara en los discos de vinilo, los sobrehilados de la clase de costura, hacer con amor sensitivo las Flores a María, ver un eclipse con un cristal ahumado, tomar la leche en polvo o de botella de pie, en la galería, llevar uniforme de rayas blancas y marrones con lacito rojo, acudir a la visita a la iglesia antes de comer, atendiendo a la llamada de dos mujeres devocionales que nos invitaban a los niños desde las escalerillas del templo, las tardes de paseo con los maestros a las eras, las cigüeñas de la plaza que alegraban en primavera nuestros recreos, la salida de la escuela para merendar y jugar en la calle o ayudar a nuestras madres a tender en los juncos de la Fuente de la teja la ropa recién lavada en el arroyo, la responsabilidad de elegir entre trabajar de por vida en las fábricas de zapatos o pedir una beca lejos para estudiar el bachillerato, y optar por la propia vocación.
Tenía quince años y era una niña. Estábamos en junio, comenzaban las vacaciones de verano. Acababa de regresar del internado, donde aprendía letras, números, idiomas, el cine los sábados en el salón de actos, acordes,la sensación de lejanía de la familia, mi propia expresión anímica y el descubrimiento de nuevos seres afines, la vida, en suma, en una universidad laboral en teoría para hijos de gente humilde, en una ciudad medieval con escudos nobiliarios, que olía a encinas y celindos, a la que me escapaba a menudo para respirar la libertad.
Aquel día, con el sol casi su cénit, yo estaba con mis amigas en el puente viejo. Venías desde algún sitio con una guitarra en los brazos. Y tu cabello dorado se ondulaba, cabello de serafín. Y tu camisa de cuadros y tu pantalón vaquero escondían a un atleta. Y eras blanquísimo, blanquísimo, con los ojos como almendras y ambarinos. Y las líneas de tus labios parecían montañas sobre un campo de centeno. Y se estremeció mi piel. Y sin saber quién eras te quise. Y, por azar, aquel mismo verano nos unió en la misma pandilla para siempre.
Llevo este recuerdo atado a todos los vaivenes de mi vida. Yo era una niña, sí, y tú el que me enseñó a reconocer mi voz de mezzosoprano, el que interpretó a Vania cuando yo, embarazada, era Sonia, feliz Chéjov, el que se abrazó a mi boca, pura pasión por la vida, y conversó conmigo sobre las cosas y lo Creado, el que me dio luz y sombra, mi amigo para toda la vida, el padre para nuestro hijo, mi primer amor.
Mi niña de quince años escribió un libro para que su amor sea eterno. Mi niña tenía los ojos abiertos para mirarte, para que ampliaras su mundo. Y lo hiciste. Lo haces. Y, aunque el tiempo a veces es un hada revoltosa, te pinto este retrato para no me olvides.
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