sábado, 8 de febrero de 2014

Don Hablafino, de Hilo de ámbar

            DON HABLAFINO
Don Hablafino sentía debilidad por la buena educación. Para el septuagenario la cortesía le hacía retornar a un mundo que él consideraba olvidado. Utilizaba expresiones como buenos días, buenas tardes, buenas noches, por favor, siéntese, señora o señorita, muchísimas gracias. Incluso en su partidas de mus a veces decía caballero, quizá ha hecho usted trampa. Tenía fama de ceremonioso. Ni una palabra más alta que otra. Ningún error gramatical, aunque había asistido sólo unos años a la escuela. Ninguna palabrota.

Don Hablafino estaba viudo. Su mujer le había durado una primera eternidad y ahora cada día la recordaba pensando en la eternidad siguiente, en la gloria, lugar del mismo nombre que su esposa. Su matrimonio había sido una balsa de aceite. No habían tenido hijos biológicos y habían adoptado a un rapaz. Ahora el rapaz andaba con una coleta reivindicativa en un lugar exótico del  Cono Sur, casado con una mulata que le había dado dos criaturas morenitas, que a su vez hacían la delicia de su abuelo don Hablafino, a pesar de estar juntos muy de tarde en tarde, sólo cuando la brasileña y los mezcladitos cruzaban el charco junto al de la larga melena, el hijo de Don Hablafino, que también se llamaba Hablafino, y se había cambiado el nombre en el carnet de identidad, donde ahora constaba Hablaibérico, más acorde con su realidad más inmediata, aunque realmente quería mucho a su padre.

Don Hablafino se había ganado el don como si fuera  doctor honoris causa, a fuerza de convencer a sus vecinos con su vida íntegra dedicada al cuidado de la lengua castellana, y mucho más que eso, por su porte elegante y un tanto exagerado en los modales.

Un día de enero, nevó copiosamente en el pueblo de Don Hablafino. No se había visto tanta nieve desde que Don Hablafino jugaba a la peonza. Apenas se podía salir de las casas de piedra, rodeadas como estaban por montículos blancos de casi medio metro. Los vecinos empujaron la nieve como pudieron para abrirse paso y dejar hueco a la furgoneta que repartía el pan, la fruta y otros víveres. De la misma manera abrieron un caminito hasta la consulta del médico y otro hasta la taberna.

Aquel día un anciano resbaló en la nieve y se rompió la cadera. La doctora pidió un helicópotero para trasladar al hombre a urgencias, a la ciudad, aparato que se posó en una pequeña explanada donde la nieve estaba a ras de suelo, gracias a la sal y a la limpieza improvisada y rápida de la gente, que se mostró muy solidaria y, como el accidentado, no tenía familia, Don Hablafino se ofreció como acompañante. No es lo habitual, pero sí, dijo la doctora, suba usted también en el helicóptero y que todo vaya bien.


Don Hablafino tenía miedo a volar, pero no podía echarse atrás, así que, subió al helicóptero con una letanía interior para que su primera experiencia en semejante máquina  no le resultara demasiado cruel. Pero las aspas se movieron  y apenas se veía, y luego, en el aire, el helicóptero tuvo que hacer una maniobra complicada, un sustillo. A Don Hablafino le entró un vértigo terrible y sintió ganas de vomitar.Y entonces gritó: ¡Hijos del demonio en aceite, parad este trasto, que nos llevan vuestros cuernos al infierno!¡Ay, Gloria, Glorita mía, que me voy contigo!¡Hijo, nuera, nietos, no me olvidéis y rezad una oración también por mis acompañantes de esta hora de agonía colectiva! Y lloraba nerviosamente en su ataque de pánico, hasta el punto de que el hombre de la cadera rota, que le conocía bien, tuvo que responderle entre la guasa y el dolor:  ¡Vamos, vamos, Don Hablafino, que en ochenta años que tengo no te he visto resoplar y ahora te acuerdas del infierno sin miramientos, cagüen!. Y el piloto del helicóptero decía tranquilízese, hombre, y los sanitarios le atendían, al igual que al otro jubilado, exclamando esto es inaudito,  que vamos a llevar a urgencias dos casos, no uno solo, y el segundo sin diagnóstico corriente.

En un par de meses, el accidentado y Don Hablafino se volvieron a encontrar en las cotidianas partidas de mus y los compañeros de mesa recordaban divertidos  la anécdota del helicóptero. Don Hablafino no tuvo más remedio que admitir que la buena educación no está reñida con alguna que otra salida de tono, aunque, como era costumbre y de forma natural para él, Don Hablafino continuaba siendo el mismo de siempre, tal vez sólo un poquito más normal.






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