DON
HABLAFINO
Don
Hablafino sentía debilidad por la buena educación. Para el septuagenario la
cortesía le hacía retornar a un mundo que él consideraba olvidado. Utilizaba
expresiones como buenos días, buenas tardes, buenas noches, por favor,
siéntese, señora o señorita, muchísimas gracias. Incluso en su partidas de mus
a veces decía caballero, quizá ha hecho usted trampa. Tenía fama de
ceremonioso. Ni una palabra más alta que otra. Ningún error gramatical, aunque
había asistido sólo unos años a la escuela. Ninguna palabrota.
Don
Hablafino estaba viudo. Su mujer le había durado una primera eternidad y ahora
cada día la recordaba pensando en la eternidad siguiente, en la gloria, lugar
del mismo nombre que su esposa. Su matrimonio había sido una balsa de aceite.
No habían tenido hijos biológicos y habían adoptado a un rapaz. Ahora el rapaz
andaba con una coleta reivindicativa en un lugar exótico del Cono Sur, casado con una mulata que le había
dado dos criaturas morenitas, que a su vez hacían la delicia de su abuelo don
Hablafino, a pesar de estar juntos muy de tarde en tarde, sólo cuando la
brasileña y los mezcladitos cruzaban el charco junto al de la larga melena, el
hijo de Don Hablafino, que también se llamaba Hablafino, y se había cambiado el
nombre en el carnet de identidad, donde ahora constaba Hablaibérico, más acorde
con su realidad más inmediata, aunque realmente quería mucho a su padre.
Don
Hablafino se había ganado el don como si fuera
doctor honoris causa, a fuerza de convencer a sus vecinos con su vida
íntegra dedicada al cuidado de la lengua castellana, y mucho más que eso, por
su porte elegante y un tanto exagerado en los modales.
Un
día de enero, nevó copiosamente en el pueblo de Don Hablafino. No se había
visto tanta nieve desde que Don Hablafino jugaba a la peonza. Apenas se podía
salir de las casas de piedra, rodeadas como estaban por montículos blancos de
casi medio metro. Los vecinos empujaron la nieve como pudieron para abrirse
paso y dejar hueco a la furgoneta que repartía el pan, la fruta y otros
víveres. De la misma manera abrieron un caminito hasta la consulta del médico y
otro hasta la taberna.
Aquel
día un anciano resbaló en la nieve y se rompió la cadera. La doctora pidió un
helicópotero para trasladar al hombre a urgencias, a la ciudad, aparato que se
posó en una pequeña explanada donde la nieve estaba a ras de suelo, gracias a
la sal y a la limpieza improvisada y rápida de la gente, que se mostró muy
solidaria y, como el accidentado, no tenía familia, Don Hablafino se ofreció
como acompañante. No es lo habitual, pero sí, dijo la doctora, suba usted
también en el helicóptero y que todo vaya bien.
Don
Hablafino tenía miedo a volar, pero no podía echarse atrás, así que, subió al
helicóptero con una letanía interior para que su primera experiencia en semejante
máquina no le resultara demasiado cruel.
Pero las aspas se movieron y apenas se
veía, y luego, en el aire, el helicóptero tuvo que hacer una maniobra
complicada, un sustillo. A Don Hablafino le entró un vértigo terrible y sintió
ganas de vomitar.Y entonces gritó: ¡Hijos del demonio en aceite, parad este
trasto, que nos llevan vuestros cuernos al infierno!¡Ay, Gloria, Glorita mía,
que me voy contigo!¡Hijo, nuera, nietos, no me olvidéis y rezad una oración
también por mis acompañantes de esta hora de agonía colectiva! Y lloraba
nerviosamente en su ataque de pánico, hasta el punto de que el hombre de la
cadera rota, que le conocía bien, tuvo que responderle entre la guasa y el
dolor: ¡Vamos, vamos, Don Hablafino, que
en ochenta años que tengo no te he visto resoplar y ahora te acuerdas del
infierno sin miramientos, cagüen!. Y el piloto del helicóptero decía
tranquilízese, hombre, y los sanitarios le atendían, al igual que al otro
jubilado, exclamando esto es inaudito,
que vamos a llevar a urgencias dos casos, no uno solo, y el segundo sin
diagnóstico corriente.
En
un par de meses, el accidentado y Don Hablafino se volvieron a encontrar en las
cotidianas partidas de mus y los compañeros de mesa recordaban divertidos la anécdota del helicóptero. Don Hablafino no
tuvo más remedio que admitir que la buena educación no está reñida con alguna
que otra salida de tono, aunque, como era costumbre y de forma natural para él,
Don Hablafino continuaba siendo el mismo de siempre, tal vez sólo un poquito
más normal.
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