Mi trabajo consiste en custodiar esta caravana, y vive Dios en el cielo que habré de hacerlo bien, aunque mi espada tome brillo por limpiarla en exceso de la sangre de cualquiera. Porque es orgullo para un hombre la confianza vertida por los notables, y valga mi admiración y mi gratitud por don Félix una dedicación desmedida a la labor encomendada. Y ay del que pretenda que lo más nimio se me pueda reprochar. Si de algo me pude servir para ganarme mi pobre vida, como siempre la definió mi padre, fue de saber ser digno del favor de los grandes hombres, y loco habría de estar si arriesgara una piedra de río en ser traidor ante ojos que milagrosamente se dignaron a posarse en mí.
Sí, bien sería que mi padre pudiera verme ahora, con la vestimenta lujosa de alguacil y el jornal asegurado. Tanto debería sentir arrepentimiento como orgullo, de ver a su hijo despreciado viajando al encuentro de la reina de Castilla, como custodio del mayor presente que los hombres verán, el regalo de un nuevo mundo para su mayor gloria. Y avergonzado hasta la imploración de saber que don Félix, el amo denostado por los ignorantes, ha sabido perdonar su maledicencia y su deslealtad a través de su hijo, a quien ha cubierto de honores. Porque don Félix es hombre de linaje y de alcurnia, que no habría de mirar y mucho menos tratar a seres como yo, pero siendo buen cristiano, así como de su caridad los sucios rebaños de Dios encuentran pasto y acomodo en sus tierras, también premia a los fieles cuyo comportamiento no presenta resquicios.
Hace dos semanas me hizo el honor de dirigirse a mí: “Pedro, te hago responsable de que todos los indios lleguen a Barcelona. Si así fuere, recibirás el justo premio y el pago que te mereces. Pero si por tu torpeza alguno de ellos se perdiera por el camino, entonces me habrás de pagar tú, y te juro que me cobraré tu vida”. No pude por más que arrodillarme y besarle las manos, pues jamás honor tal había entrado en mi casa. Pues bien podría entenderse que cuando el señor Colón y los marineros llegaron a Palos y quisieron organizar el viaje hacia Barcelona, que don Félix, hombre ancho de recursos, amigo de la Corte y de justa fama en las grandes casas de Sevilla, fuera llamado a favorecer a don Cristóbal. Pero poco sería esperado que en tan decisivo momento se acordara de mí para la guardia del encargo.
No temo que todo va a salir bien, y que habré de triunfar en lo que de mí se espera. Los indios son pacíficos, y así habrán de seguir si no quieren que el látigo deje sitio a la espada, pues don Félix me recomendó firmeza y yo sólo he de cuidar porque lleguen a destino. Estoy atento a que no importunen a los señores, y acallo sus lamentos de raíz. Ayudo a los padres a que la palabra de Dios entre más allá de los piojos de sus crines, mas poco me preocupa que sea más con humillación que con humildad.
Cuando recibí el encargo fui a dónde los indios estaban, a fin de aprenderme sus rostros para que ninguno se me borrara. Ingenuo de mi, que con ese aspecto nada podrían hacer para parecer cristianos, tan cetrinos y peludos, así que difícilmente habría engaño que les hiciera pasar ante mi vista sin yo reparar en ellos. Habíanlos colocado en un barracón inferior, con una sola ventana. Un par de frailes se ocupaba de ellos, más bien diría que de proporcionarles agua y comida, porque en cuanto a la limpieza toda la estancia desprendía un hedor irrespirable. Al olerlo sentí un asco infinito hacia ellos que todavía se mantiene, así que desde el umbral de la estancia, disuadido de entrar por la pestilencia, ya les dejé alto y claro lo que habrá de ser y lo que ocurriría si a alguno le diera por cavilar la idea de escaparse.
Seis son. Cinco de ellos ya ancianos, de tal guisa que la impresión primera fue pensar en muestra de despojos más que de hilo fino lo que a la reina se enviaba. Más hacía pensar en barro de camposanto que en río de oro la contemplación de esas carnes arrugadas. Pero el sexto es más joven, tan sólo un mozo de quince años más o menos, y el más despierto y el menos dócil de todos ellos, casi con la misma edad que yo tenía cuando entré al servicio del amo, aquel año que a mi padre se le ocurrió la necedad de echarse al monte. En todo caso, el hedor que despedía la estancia los convertía en un único bulto pestilente, una triste piara que de un modo u otro, para mi desgracia y mi suerte, habré de conducir hasta la otra punta del reino. Pese a todo lo que me dijo don Félix, el presente para la reina no me suscita la más mínima admiración ni el menor aprecio. Tampoco me inspiran piedad, aunque me considero buen cristiano y a que es bastante perceptible e imaginable el miedo que sienten. Pánico podría decirse, si uno pensara en verse rodeado de extraños tan lejos de su patria y ante un devenir incierto.
Pero yo no pensé en nada de esto. Tan sólo en las duras jornadas que tenía por delante y en que la cuerda completa representaba una amenaza para mi paga y mi premio una vez lleguemos a Barcelona. Así que no crucé palabra con ellos, ni volví a verlos hasta el día de la partida.
Don Félix me conminó a hacerme con un transporte adecuado para las leguas por venir, y si bien fui aconsejado por los frailes a que tomara algunas mulas de los establos, he tenido a bien agenciarme un carro cerrado, con barrotes y techo, de los que usan los alguaciles del reino para los galeotes, los herejes y los locos. La causa de esta elección es obvia, dada la tarea encomendada, pues era poco probable que los indios supieran montar, y mi labor se dulcifica al tenerlos a todos a buen recaudo en todo momento. Además, conozco de sobras a don Félix, y supe que el cariz de su indicación, a suerte de haber monturas para todos en su hacienda, de no desprenderse de ellas y de hacer lo que hice. Como medida de precaución, ya que quería evitar que don Cristóbal o alguno de los frailes protestaran la medida en pro de la humanidad del porte, me ocupé de que el carro tuviera aire y espacio suficiente, su buen colchón de paja limpia, y que las ruedas y los ejes estuviesen en disposición de no andar a trancas a cada trecho. Así hice de las mulas, que procuré fueran mansas y de buen guiar, por que la andadura fuese lo más liviana posible. Sorpresa fue para mí que no se me reclamara inspección y, más aún, que nadie dijese nada.
Así fue que la mañana de la partida los seis pasaron en silencio de una celda a la otra, y tan mansos y asustados que no me pareció menester encadenarlos. Simplemente fueron sentándose sobre la paja, repartiéndose el espacio de la mejor manera que su entender dispuso, y quedándose inmóviles, con la cabeza entre las rodillas, tal como permanecen la mayor parte del camino. Con el carro formado y las mulas enganchadas, dejando al grupo a recaudo de los dos hombres que tomé por ayudantes, fui a rendir pleitesía a don Félix antes de la partida. Este me dio sus parabienes, me dijo que me pusiera a las órdenes de don Cristóbal y me recordó que mi labor era que los seis llegaran con vida a Barcelona, y que otra cosa sería un fracaso que tendría su castigo.
Con estas, por fin, la comitiva se puso en marcha. Formamos la caravana don Cristóbal, dos marinos de su confianza, cuatro religiosos, tres criados que don Félix puso a disposición del Almirante, dos mozos de mi confianza y yo mismo, amén de la recua de infieles en su carro y de otros con enseres, animales y plantas de las nuevas tierras. He provisto alforjas con víveres de emergencia y llevo grilletes, látigos, palos y espadas, por mor de utilizarlos llegado el caso. Mis dos ayudantes son camaradas de antaño, del grupo que don Félix vino a conformar para llevar paz a la comarca, y me son absolutamente leales y obedientes, pues voluntad del amo fue que así sea, siendo bien cierto que también me lo supe ganar, que nunca permití confianzas ni quereres en asuntos de trabajo. Los criados se ocupan del bienestar de Colón, mientras que los frailes persiguen la conversión rápida de los indios, pues ovejas del Señor habrá de verlos la reina. En cuanto a los marineros apenas cruzan palabra con nadie, y su tarea no se me antoja que sea otra cosa que dar fe si se les requiere.
De todos ellos no atiendo más órdenes que las de don Cristóbal, si bien es cierto que hasta el momento, y ya estamos a un par de jornadas de Zaragoza, en ningún momento ha contradicho mis opiniones, sino que más bien me deja hacer, a su completo pláceme y confianza. Los demás ni se me arriman, y en cuanto a los religiosos, los he acostumbrado a pedirme permiso cuando pretenden acercarse a los indios. Bien podría ver ahora mi padre a la mula de su hijo mandando tropa camino de la Corte, y entender de últimas donde está la verdad de los litigios que mantuvo. Porque no está el beneficio en la disputa con el poderoso sino en el entendimiento de que lo es por algo, y que la obediencia y el acatamiento llevan el pan a la mesa, y lo contrario es el fuego y el hambre. Bien podría mi padre estar vivo para comprenderlo al fin, y retirar todas las maldiciones que me espetó. Sí, los poderosos lo son por algo, y la rebeldía no sólo es ultraje sino falta de raciocinio.
Los indios se mantienen quietos, casi inmóviles, y apenas hablan entre ellos. No deben ser del todo idiotas y pronto entendieron que el látigo era la respuesta a su jeringonza, así que guardan silencio cuando estoy cerca. Aprenden rápido, pues incluso bajan la mirada frente a mi, y nunca protestan la ración ni piden más de lo que se les da. Tan sólo algunas veces el jovenzuelo me clava la mirada, aunque no se atreve a sostenérmela, y la retira de súbito en cuanto hago ademán de llevarme la mano al cinto. A pesar de eso no dudo que me observa y me reprueba constantemente, como si ese despojo humano se sintiera por encima de mi y me tuviera lástima, y eso es algo que no creo que pueda soportar muchas más jornadas.
La verdad es que cada vez me incomoda más, me pone furioso. A veces me parece un demente, cuando se queda mirándome con esa sonrisa estúpida, como de cura bonachón que regaña a un niño. Hace dos noches, mientras hacía la ronda para comprobar que todo estaba en calma, no pude evitar soltarle un puñetazo a través de los barrotes del carromato. Volvió a mirarme de la misma manera, sin odio, sin desprecio evidente, pero que de alguna manera me hace desear matarlo. Igual que me miraba mi padre al final. Creo que lo que no soporto es que esa forma de mirar me haga recordar asuntos que quiero olvidar.
En todos los pueblos y posadas que hemos cruzado he encontrado campesinos de la misma calaña que los de mi pueblo. A todos ellos les he narrado las fabulosas riquezas que se esconden detrás de los pordioseros del carro, y ante todos ellos he exhibido mi autoridad y mi habilidad con el látigo. Todos quedan extasiados con lo que las nuevas tierras podrían deparar a un hombre con suficientes arrestos como para cruzar el océano y estar dispuesto a someter a jaurías de nativos. También quedan absortos ante mi prestancia, y sé que envidian el poder que manejo ante los indios. Yo no soy como ellos. Dejé de ser el campesino débil y acobardado hace muchos años, y no me quedaré rogando lluvia y soportando humillaciones el resto de mi vida. Yo, como don Félix, ganaré a fuego mi tierra y someteré a los que allí vivan, sabré ser un gran hombre como lo es él, y nadie podrá discutirlo. Si algo he aprendido es que sólo hay dos tipos de hombres, los que humillan y los que son humillados. Lo que hay dentro del carro es la prueba de que a todo se le puede dar la vuelta.
Todo esto empecé a aprenderlo a partir de aquella tarde en que mi hermana volvió a casa con sangre en el rostro y las piernas, y mi padre vociferó venganza. Han pasado ya muchos años pero recuerdo bien que la niña sollozaba que unos caballeros la habían forzado al volver del río, que entre ellos iban don Félix y el hijo de éste, y que le dolía todo el cuerpo de los palos que le habían dado. A pesar de todo, mi padre acalló su pena, pues aún la prudencia le guiaba, y no hubiese dicho nada de no saber al poco tiempo que mi hermana estaba preñada. Fue entonces cuando se decidió a pedirle cuentas a don Félix, dispuesto a que éste le diera una salida para la vida rota de su hija, que de allí para siempre marcada estaría por aquello. Marchó para la hacienda, y no sé en qué términos se desarrollaría el encuentro, pero el hecho es que a mi padre lo trajeron al día siguiente muy malherido unos campesinos vecinos. Muchas horas pasó entre la vida y la muerte, delirando toda suerte de torturas para el amo, mientras que mi madre y mi hermana no hacían otra cosa que llorar, y yo sólo sentía miedo. Miedo a que la vida se parase, a que cayéramos en el estigma de moriscos como antes lo habíamos sido, a que se recordase que no muchos años antes fue mi abuelo el que renunció a Mahoma y abrazó la fe verdadera, a volver a caer en el desprecio y la desconfianza de que a duras penas habíamos conseguido escapar.
Mi padre, cuando salió con bien de la agonía, gracias a Dios, escuchó las imploraciones de mi madre y aceptó de mala gana la humillación como algo irreparable, por la prenda más jugosa de conservar el pan en la mesa y las vidas de su familia, que la honra con muerte muerte es, y la vida con escarnio sigue siendo vida. Pues de necios es apostarlo todo a una jugada a sabiendas que se manejan malas cartas. Mi padre calló, una vez más, y no pasó nada, el incidente quiso borrarse de los dimes del pueblo, y quedó mi hermana como otra pobre descarriada, a cuestas con un bastardo, igual que muchas otras de antes y de después. Y así siguieron las cosas hasta que la pobre infeliz en mala hora determinó a lanzarse a las rocas del barranco, para sanar con muerte su dolor. Ese día mi padre enloqueció, y junto a unos pocos como él, cristianos recientes cuyas familias habían vivido en esas tierras desde siglos antes que el primer antepasado de don Félix las pisara por primera vez, se echó al monte.
El más joven de los indios se mantiene en silencio, como los otros. Es el que mejor aprende las oraciones y pasa la mayor parte del tiempo junto a un anciano que ya me pareció de poca salud cuando partimos y que ahora me parece moribundo. He pensado en doblarle la ración por si consigo que llegue vivo a Barcelona, si bien no creo que sea así. Últimamente no para de toser, y hasta ha escupido sangre, poco parece poder hacerse. El otro le atiende e intenta darle ánimos. Y en el entretanto me mira, siento que me clava la mirada a distancia, lo noto incluso cuando no lo puedo ver. Una mirada más que de odio, de burla y de desprecio. Pero también de lástima, estoy seguro de ello. Soy el guardián del rebaño de otro, el fiel lacayo que cuida los bienes del amo, esa mirada lo dice, y hace tiempo que juré que mataría a quien me volviera a mirar así.
Hace tiempo. El grupo de mi padre anduvo robando caballos y mulas y matando ganado de la hacienda de don Félix, algo que provocó que éste organizara partidas para dar con ellos, pero que no dio término a su paciencia y hasta a su buen humor, pues como divertimento se lo tomaba por entonces. De ello era prueba que tanto mi madre como yo continuábamos vivos. Alguna vez mandó a alguien a casa para decirle a mi madre que si le veía le dijera que mejor sería para todos que se dejara de necedades, que dispuesto estaba a olvidar el asunto si la cosa no iba a mayores. Nosotros correspondimos la advertencia. De una manera u otra siempre sabíamos por donde andaba mi padre, y yo me encargaba de subirle víveres y ropa de cuando en cuando. A lo de don Félix respondía que el tiempo no se había cumplido, y que mejor haríamos mi madre y yo en marcharnos lo más lejos posible. Yo ya temía por aquellos días que mi padre había perdido la razón, pero aún confiaba en que a no mucho tardar acabaría por sanarse y las cosas se calmarían. Me esperanzaba que algunos de su grupo ya habían desesperado e iban regresando, quedando zanjada la querella con el amo por el precio de unos cuantos cerdos de sus pobres cochiqueras.
No fui consciente de lo que me equivocaba hasta el día que supimos que mi padre, junto a los tres que aún le seguían por entonces, llegaron a toparse con el hijo de don Félix en el camino del río, y le dieron muerte en el acto. Esa misma noche dos lacayos del amo me sacaron a golpes de casa ante los gritos impotentes de mi madre, y a golpes me llevaron hasta la hacienda.
A estas alturas los ejes chillan como demonios, y el carro da tantos tumbos que las magulladuras y los vómitos empiezan a ser algo habitual en el pasaje. El anciano enfermo parece que delira, si bien no puedo asegurarlo pues no entiendo lo que habla, más anoche uno de los frailes me dijo que tiene tanta calentura que teme que no sobreviva un par de días más. Los indios, sin embargo, no alborotan en demasía, y sólo lanzan quejas ahogadas sin destino, no piden en realidad nada, y se diría que están entregados a su suerte, que yo creo, y apostaría una bolsa a que ellos lo dan por seguro, no les depara otra cosa que una muerte cierta y no demasiado lejana. No soy hombre de saberes ni estudios, por lo que no alcanzo a ver qué utilidad encontrarán para ellos una vez terminada la audiencia. Bachilleres habrá en la Corte capaces de discernir una estrategia que sirva los intereses del reino, pero no confío en ello, a sabiendas también, como me dijeron en Palos, que son de natural enfermizo y que cuatro de ellos no sobrevivieron al viaje de vuelta. El joven guarda silencio, y ni tan siquiera entra en el coro de lamentos que cada vez más a menudo entonan los otros. Se limita a consolar al anciano y a ayudarle a aprender las oraciones. Se mantiene sereno, observando con esa mirada altiva que me llena de ira y me desconcierta.
Los lacayos de don Félix me arrojaron al suelo en el patio de la hacienda, junto a las caballerizas. Por el camino no habían parado de pegarme, mientras me contaban lo que había hecho mi padre. Así que allí, de cara contra el suelo, permanecí quieto, añadiendo a la sangre que llenaba mi cara, al sudor y a la orina que mojaba mis pantalones, las lágrimas de pánico por lo que creía iba a ser mi muerte inmediata. Tuerto, pues no podía abrir un ojo, y casi sordo del dolor que sentía, alcancé a notar la presencia del amo enfrente de mí. Me dijo que me pusiera en pie y me apresté a hacerlo, mas habría sido imposible si uno de los lacayos no me hubiera sostenido. Por fin en pie no me atrevía a levantar la cabeza, optando instintivamente por una actitud de sumisión que deduje sería la única que tendría alguna posibilidad de salvarme la vida. Don Félix, entonces, me llamó por mi nombre, y comenzó a hablarme de una manera que no olvidaré nunca. “Pedro, tu no has hecho nada, pero asuntos de otros te han traído hasta aquí, y ya no hay forma de echarse atrás. Yo no puedo detenerme ahora, y lo que yo voy a hacer te ha de llevar por delante, de una forma o de otra. Sólo tienes dos caminos. Uno de ellos ya lo has andado, termina aquí. Ahora me resultaría muy fácil pagarle a tu padre con la misma moneda, pero yo creo que está tan loco que no le dolería como debiera. Por eso hay otro camino. Este implica que me habrás de rendir un servicio. Y ese servicio es la vida de tu padre. ¿Lo comprendes, Pedro?” Asentí con la cabeza. Don Félix continuó hablando. “Yo no voy a detenerme ahora, y jamás voy a perder. Tu padre debería haberlo sabido. Yo no perdono, y tengo fuerza suficiente para pagar con creces todas las afrentas. El debería haberse quedado en su casa, manejando su arado o lo que sea que tenga, tendría que haber llorado a esa infeliz y no hacer nada. De los de vuestra condición es lo que se espera. Pero yo no, yo no hago eso. He de inflingirle el doble de dolor, y por eso has de ser tu el que me lo entregue. Los hombres como yo no perdemos nunca, no debes olvidarlo”.
No lo he hecho. Allí mismo juré a don Félix que cumpliría el mandado. El amo pretendía simplemente que la próxima vez que mi padre nos mandara recado fuera a decirle dónde estaba. Quería apresarlo, y darle una muerte terrible, y también quería asegurarse de que supiera que era yo quien le había traicionado. Le juré que lo haría. En un principio fue por miedo, por salvar la vida de mi madre y la mía, al fin y al cabo mi padre ya estaba perdido. Pero después entendí las palabras de don Félix mucho más de lo que hubiera imaginado. Pensé en las caballerizas, pensé en los salones, pensé en los rebaños, en los lacayos, pensé en los ropajes y las viandas. Pensé en todas las cosas, tierras, voluntades, mujeres, que él se había atrevido a tomar por la fuerza sin temer nada. Sin temer nada. Entonces lo entendí, él no perdía nunca.
Cuatro días después mi padre me mandó llamar para que le llevara víveres y ropa de abrigo. Decidí que no seguiría las instrucciones de don Félix tal como me las dio. En vez de correr a avisarle fui donde mi padre. Se escondía en una cueva, al otro lado de la Sierra, no muy lejos del pueblo. Yo conocía bien el lugar, él mismo me lo había mostrado tiempo antes. Subí por la noche. A la entrada montaba guardia uno de los suyos, un campesino vecino nuestro de toda la vida, llamado Juan. Los otros dos dormían fuera de la cueva. Juan me reconoció enseguida, me abrazó y me dijo que encontraría a mi padre dentro. Esperé a que me diera la espalda y le degollé con un cuchillo que traía. Después maté a los otros dos, que no llegaron a despertarse. Luego, entré en la cueva y encontré a mi padre. No permití que se me acercara. Solamente le dije que era un necio por enfrentarse a don Félix, que los hombres como él nos sobrepasan y que nosotros deberíamos aceptarlo en silencio, dando gracias por seguir vivos. Le clavé el cuchillo en el estómago con toda la fuerza de que fui capaz, y aún se lo clavé varias veces más antes de que se desplomara. Repitió mi nombre varias veces mientras se desangraba, maldiciéndome e insultándome, llamándome hijo de puta, inútil y no sé cuantas cosas más. Por fin quedó en silencio, mirándome fijamente con una expresión de tristeza, como si sintiera lástima por mi. Después dejó de mirar.
Lástima por mi. Desnudé el cadáver de mi padre y lo até con cuerdas a una de las mulas que habían robado meses antes de las cuadras de Don Felix. Me aseguré que las tripas que yo había abierto quedaran bien expuestas, y dejé sus ojos abiertos. También hice algunos cortes más a lo largo de su cuerpo, para que toda su cáscara luciera bien ensangrentada. Después, reuní el resto de los caballos y me dirigí hacia la hacienda.
Don Félix estuvo a punto de acabar conmigo cuando llegue, por haberle burlado el objeto de su venganza. Pero al ver el espectáculo de mi padre arrastrado entre una recua de mulas se dulcificó un poco, y entendió más que cumplida su ira. Mucho más, en realidad, pues con el tiempo me premió con su confianza.
He jugado lo mejor que he podido las malas cartas que llevaba. He conseguido burlar la miseria. Pude ganarme la vida, mucho mejor de lo que mi padre hubiera soñado, y pronto me haré rico a costa de los paisanos de estos infelices que llevo en el carro. Lástima por mi. Si mi pobre padre pudiera verme ahora no me miraría de esa forma.
Como me mira es sucio pordiosero imberbe. Juré que nadie volvería a hacerlo. Hay que hacer lo necesario, empiezo a pensar que no llegará a Barcelona. Ya me las agenciaré para quedarme a solas con él. Después será fácil convencer a todos de que el muchacho quiso escapar. No tuve más remedio que matarlo. No tuve más remedio.
Impresionante, la redacción, el ritmo, el fondo... Me ha encantado!
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