Era
una mañana como cualquier otra. La protagonista se despertó en su cama de
siempre, entre sábanas rezumando suavizante, calor corporal y viajes oníricos a ningún sitio. Un sol pletórico que se hacía hueco entre algún
orificio de aquella habitación se había adelantado al despertador mudo que
seguía en vigilia desde la noche anterior. Era el momento idóneo para abandonar
la cama, pensó. Mejor hacerlo al compás
de un sol en calma que al de un rugido añejo de algún autobús torciendo la esquina
o al del propio despertador automático, aburrido quizá por cotidiano.
Cuarto de baño primero, cocina
después. Primero a calentar el café. Después, a meter el pan en la tostadora
para sacarlo deliciosamente perfumado. Luego, a untarlo de mantequilla y
mermelada para hacerlo más irresistible. En algún punto intermedio a endulzar
el café. Y por último a gozar con aquel desayuno. Así, tan automático y
aburrido por cotidiano; como el propio
despertador o el autobús torciendo la esquina.
En la calle, cada jornada era un
nuevo amanecer, un nuevo despertar al capricho de la atmósfera que coqueta, se
vestía de sol, lluvia o nieve; se adornaba con viento, nublados, niebla o
escarcha y se comportaba fría, templada o calurosamente. Tan simple y tan
compleja a la vez; tan imprevisible, tan natural; tan indomable; tan bella. La
primera parada en aquella incógnita de día era la panadería. Nuestra
protagonista, cuyo nombre no es relevante, decidió que dado que se había
despertado de modo diferente al de la mayoría de los días, iba a actuar de
manera diferente. Con naturalidad, eso sí, como un abrir de ojos al tacto del
sol.
-Verde que te quiero verde
-Buenos días chiqui, ¿lo de
siempre? -dijo el panadero, presa de un
comportamiento autómata que ensordeció el saludo de su clienta y le había
puesto una barra rústica en la mano.
-Verde que te quiero verde- repitió
ella.
-¿Eh? ¿Qué? ¿Verde que te quiero
verde? ¡Pero qué dices! –preguntó él, impresionado por aquellas inusitadas
palabras.
-Que
me gustaba más tu antiguo uniforme verde que este beis que te pones
ahora –respondió ella.
-¡Ah! ¡Jaja! ¡El uniforme¡ Bueno, a
mí este no me disgusta. Hace juego con el pan –añadió, simpático, el hombre-
Bueno, ¿te pongo la gallega o quieres otra cosa? Que hoy has madrugado más ¡eh!
Por poco si me pillas con ellas en el horno; ten cuidado que queman.
-Sí, Pedro, pónmela. Insisto en que
me gustaba más el verde, este color es demasiado aburrido, demasiado panoso.
¿De quién ha sido la idea?
-Pues de mi mujer y mía. Un día nos
mandaron los uniformes mal y nos gustó el color. Y además, ya sabes, renovarse
o morir.
-Ah, así que Tere también tiene que
ver en el cambio. Pues ¿sabe lo que le digo? Que tiene usted toda la razón del mundo. Aquí tiene, el
dinero, que pase un buen día.
-Pues claro mujer. Venga, ten
cuidadito, ¡adiós!
El itinerario al centro de estética
donde nuestra fémina se dirigía estaba igual que todos los lunes que se
desperezaban ante la nueva semana. Mismo asfalto garrapiñado, mismo tráfico
tullido sobre fondo negro, misma bruma gaseosa transpirando contaminación… Y
por fin la clave de sus operaciones de aquel despertar, la razón de ser del
abandono de la cama, de la desaparición de la tostada, de la visita al
panadero, puede que también de un verde que te quiero verde salido de unos
labios coloreados con carmín suave: su lugar de trabajo. Un edificio de considerable altura donde
puñados de personas, en su mayoría mujeres, acudían a sacarle partido a su
físico. Cada planta de allí ofrecía diferentes servicios al servicio de la
parte del cuerpo a tratar: masajes, peluquería,
maquillaje, depilación, tratamientos de belleza, manicuras… Todo un
elenco de exquisiteces prescindibles para paladares estéticamente caprichosos.
Y para carteras bien repletas. Nuestra joven se ubicaba a en la sección de
maquillaje. Le encantaba su trabajo. Por muy banal que el maquillaje pudiera
resultar a los ojos intelectuales. Para ella, maquillar era todo un arte; todo
un conjunto de técnicas que mezcladas
con las dosis adecuadas de productos cosméticos y adaptadas al marco facial de
las clientas podían obrar auténticos milagros. Milagros en forma de apariencia
resultado del conocimiento de pautas estéticas, de muchas horas frente al
oficio y de intuición, de mucha intuición sobre gustos de consumidoras
desconocidas y exigentes cara a cara frente al espejo.
Perfiladores de ojos automáticos o
en forma de lápiz tradicional; eye-liners, pintalabios mates, permanentes o con
efecto mojado; glosses transparentes o con color, sombras irisadas en barra o
paleta; bases más y menos ligeras;
correctores líquidos o en barra, iluminadores variados; coloretes en polvo y en
crema; máscaras de pestañas a capricho del
efecto deseado… Y para aplicarlos, brochas redondas, anguladas, de pelo natural
o sintético, difuminadores, pinceles delineadores, esponjas aplicadoras, peines
de cejas y pestañas… La jornada transcurría así, con ritmos coloridos marcados
a paso de brocha que a las clientas más maduras puede que transportaran a la
voz de una Ana Torroja que en su día
cantaba “No me mires, no me mires, no me mires déjalo ya, que hoy no me he
puesto maquillaje, jey jey, y mi aspecto externo es demasiado vulgar para que
te pueda gustar…”. Y a las más jóvenes a la de una chiquilla llamada María
Isabel que llevó a España al podio en un concurso llamado Eurojunior cuando
garbosa, entonaba “El pintalabios, toque de rímel, moldeador como una artista
de cine. Peluquería, crema hidratante, y maquillaje qué belleza al instante.
Abre la puerta que nos vamos pa’ la calle…”. En cualquier caso, el mensaje era
el mismo con distintas palabras: “Sombra aquí, sombra allí, maquíllate,
maquíllate, un espejo de cristal y mírame y mírame” , seguía Ana Torroja. Por
su parte, María Isabel, con la misma gracia con la que comenzaba la canción
llegaba al estribillo con un “¡Antes muerta que sencilla, ay que sencilla, ay
que sencilla!”
En esto consistía la actividad de
nuestra protagonista en el salón de belleza. Hasta que llegaban las 5 de la
tarde y su horario laboral terminaba. Fuera potingues. Fuera revistas de la alta sociedad. Fuera
caras amables. Fuera maquillajes. Fuera artificialidades. Fuera panfletos
publicitarios mostrando mentiras. Ahora era el turno del anochecer otoñal, de vehículos deshaciendo el camino de vuelta a
casa, de almas ansiosas de llegar, de mentes irritadas al yugo, del preámbulo
de la noche. Al meter el primer pie en
su hogar, nuestra maquilladora se sentía siempre satisfecha; no importaba cuán
bueno o malo hubiera sido el día fuera de allí.
Hacía tiempo que había decidido dejarse las quemaduras laborales en el
salón; quizá iluminada por la idea de que entre tanto mejunje bien podrían
sanar o disimularse al menos.
¿Cómo podría terminar aquel día de
aquella chica anónima comenzado con una llamada de un sol que se cuela por las
ventanas de todos? La respuesta es: qué más da. Cada jornada es única; de
principio a fin. De nosotros mismos dependen los matices que la demos. Sabiendo
combinar -qué duda cabe- los colores, texturas e ingredientes que la fecha nos
tenga reservados. Y sabiendo adaptarlos a nuestro marco vital. Una buena
aleación puede obrar milagros en días horripilantemente feos.
¡¡¡Felicidades, Belinda, qué alegría ver tu genial texto en el blog!!!. Un beso.
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