jueves, 20 de febrero de 2014

Un día cualquiera


     Era una mañana como cualquier otra. La protagonista se despertó en su cama de siempre, entre sábanas rezumando suavizante, calor corporal y viajes oníricos a ningún sitio. Un sol pletórico que se hacía hueco entre algún orificio de aquella habitación se había adelantado al despertador mudo que seguía en vigilia desde la noche anterior. Era el momento idóneo para abandonar la cama, pensó. Mejor  hacerlo al compás de un sol en calma que al de un rugido añejo de algún autobús torciendo la esquina o al del propio despertador automático, aburrido quizá por cotidiano.

            Cuarto de baño primero, cocina después. Primero a calentar el café. Después, a meter el pan en la tostadora para sacarlo deliciosamente perfumado. Luego, a untarlo de mantequilla y mermelada para hacerlo más irresistible. En algún punto intermedio a endulzar el café. Y por último a gozar con aquel desayuno. Así, tan automático y aburrido por cotidiano;  como el propio despertador o el autobús torciendo la esquina.

            En la calle, cada jornada era un nuevo amanecer, un nuevo despertar al capricho de la atmósfera que coqueta, se vestía de sol, lluvia o nieve; se adornaba con viento, nublados, niebla o escarcha y se comportaba fría, templada o calurosamente. Tan simple y tan compleja a la vez; tan imprevisible, tan natural; tan indomable; tan bella. La primera parada en aquella incógnita de día era la panadería. Nuestra protagonista, cuyo nombre no es relevante, decidió que dado que se había despertado de modo diferente al de la mayoría de los días, iba a actuar de manera diferente. Con naturalidad, eso sí, como un abrir de ojos al tacto del sol.

            -Verde que te quiero verde

            -Buenos días chiqui, ¿lo de siempre?  -dijo el panadero, presa de un comportamiento autómata que ensordeció el saludo de su clienta y le había puesto una barra rústica en la mano.

            -Verde que te quiero verde- repitió ella.

            -¿Eh? ¿Qué? ¿Verde que te quiero verde? ¡Pero qué dices! –preguntó él, impresionado por aquellas inusitadas palabras.

            -Que  me gustaba más tu antiguo uniforme verde que este beis que te pones ahora –respondió ella.

            -¡Ah! ¡Jaja! ¡El uniforme¡ Bueno, a mí este no me disgusta. Hace juego con el pan –añadió, simpático, el hombre- Bueno, ¿te pongo la gallega o quieres otra cosa? Que hoy has madrugado más ¡eh! Por poco si me pillas con ellas en el horno; ten cuidado que queman.

            -Sí, Pedro, pónmela. Insisto en que me gustaba más el verde, este color es demasiado aburrido, demasiado panoso. ¿De quién ha sido la idea?

            -Pues de mi mujer y mía. Un día nos mandaron los uniformes mal y nos gustó el color. Y además, ya sabes, renovarse o morir.

            -Ah, así que Tere también tiene que ver en el cambio. Pues ¿sabe lo que le digo? Que tiene  usted toda la razón del mundo. Aquí tiene, el dinero, que pase un buen día.

            -Pues claro mujer. Venga, ten cuidadito, ¡adiós!

            El itinerario al centro de estética donde nuestra fémina se dirigía estaba igual que todos los lunes que se desperezaban ante la nueva semana. Mismo asfalto garrapiñado, mismo tráfico tullido sobre fondo negro, misma bruma gaseosa transpirando contaminación… Y por fin la clave de sus operaciones de aquel despertar, la razón de ser del abandono de la cama, de la desaparición de la tostada, de la visita al panadero, puede que también de un verde que te quiero verde salido de unos labios coloreados con carmín suave: su lugar de trabajo.  Un edificio de considerable altura donde puñados de personas, en su mayoría mujeres, acudían a sacarle partido a su físico. Cada planta de allí ofrecía diferentes servicios al servicio de la parte del cuerpo a tratar: masajes, peluquería,  maquillaje, depilación, tratamientos de belleza, manicuras… Todo un elenco de exquisiteces prescindibles para paladares estéticamente caprichosos. Y para carteras bien repletas. Nuestra joven se ubicaba a en la sección de maquillaje. Le encantaba su trabajo. Por muy banal que el maquillaje pudiera resultar a los ojos intelectuales. Para ella, maquillar era todo un arte; todo un conjunto de técnicas  que mezcladas con las dosis adecuadas de productos cosméticos y adaptadas al marco facial de las clientas podían obrar auténticos milagros. Milagros en forma de apariencia resultado del conocimiento de pautas estéticas, de muchas horas frente al oficio y de intuición, de mucha intuición sobre gustos de consumidoras desconocidas y exigentes cara a cara frente al espejo.

            Perfiladores de ojos automáticos o en forma de lápiz tradicional; eye-liners, pintalabios mates, permanentes o con efecto mojado; glosses transparentes o con color, sombras irisadas en barra o paleta;  bases más y menos ligeras; correctores líquidos o en barra, iluminadores variados; coloretes en polvo y en crema;  máscaras de pestañas a capricho del efecto deseado… Y para aplicarlos, brochas redondas, anguladas, de pelo natural o sintético, difuminadores, pinceles delineadores, esponjas aplicadoras, peines de cejas y pestañas… La jornada transcurría así, con ritmos coloridos marcados a paso de brocha que a las clientas más maduras puede que transportaran a la voz de una Ana Torroja que  en su día cantaba “No me mires, no me mires, no me mires déjalo ya, que hoy no me he puesto maquillaje, jey jey, y mi aspecto externo es demasiado vulgar para que te pueda gustar…”. Y a las más jóvenes a la de una chiquilla llamada María Isabel que llevó a España al podio en un concurso llamado Eurojunior cuando garbosa, entonaba “El pintalabios, toque de rímel, moldeador como una artista de cine. Peluquería, crema hidratante, y maquillaje qué belleza al instante. Abre la puerta que nos vamos pa’ la calle…”. En cualquier caso, el mensaje era el mismo con distintas palabras: “Sombra aquí, sombra allí, maquíllate, maquíllate, un espejo de cristal y mírame y mírame” , seguía Ana Torroja. Por su parte, María Isabel, con la misma gracia con la que comenzaba la canción llegaba al estribillo con un “¡Antes muerta que sencilla, ay que sencilla, ay que sencilla!”

            En esto consistía la actividad de nuestra protagonista en el salón de belleza. Hasta que llegaban las 5 de la tarde y su horario laboral terminaba. Fuera potingues.  Fuera revistas de la alta sociedad. Fuera caras amables. Fuera maquillajes. Fuera artificialidades. Fuera panfletos publicitarios mostrando mentiras. Ahora era el turno del anochecer otoñal,  de vehículos deshaciendo el camino de vuelta a casa, de almas ansiosas de llegar, de mentes irritadas al yugo, del preámbulo de la noche.  Al meter el primer pie en su hogar, nuestra maquilladora se sentía siempre satisfecha; no importaba cuán bueno o malo hubiera sido el día fuera de allí.  Hacía tiempo que había decidido dejarse las quemaduras laborales en el salón; quizá iluminada por la idea de que entre tanto mejunje bien podrían sanar o  disimularse al menos.  

            ¿Cómo podría terminar aquel día de aquella chica anónima comenzado con una llamada de un sol que se cuela por las ventanas de todos? La respuesta es: qué más da. Cada jornada es única; de principio a fin. De nosotros mismos dependen los matices que la demos. Sabiendo combinar -qué duda cabe- los colores, texturas e ingredientes que la fecha nos tenga reservados. Y sabiendo adaptarlos a nuestro marco vital. Una buena aleación puede obrar milagros en días horripilantemente feos.

       

1 comentario:

  1. ¡¡¡Felicidades, Belinda, qué alegría ver tu genial texto en el blog!!!. Un beso.

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