domingo, 2 de noviembre de 2014

Fragmento de Enercrea

...Mirábamos el tejado bajito de la casa de los abuelos paternos,  que daba a la azotea plana y con balaustrada del patio que compartíamos con ellos. Las tejas eran de barro antiguo, dispuestas como un mar de olas púrpura junto al faro de la chimenea de la lumbre baja. Y el cielo aquella tarde estaba encapotado. Recogíamos la ropa. El otoño había llegado de manera regular, con su aura dorada y arcillosa, al pueblo. Sobre las dos antenas de televisión no estaban en ese momento los tordos, tenían por costumbre despertarnos cada mañana, pero luego andaban a ratos por el barrio, y a veces improvisaban sus visitas a aquel tejado familiar. 
Lluvia sí, lluvia no...Los tres gatos se escondían en la escalera cubierta. Bajamos la ropa con cuidado por allí. Los ojos de los gatos nos miraban, estirándose, apartándose con cuidado los vivos gatitos,  esperando el turno de su ronroneo en los escalones.
Dejamos la ropa dentro de nuestra casa y nos sentamos al amparo del zaguán semiabierto. Pronto la lluvia pareció caer como gotas sobre timbales. Entonces los tordos aparecieron en lo alto de la escalera y los gatos se revolvieron. Luego los tordos saltaron por el tejado de los abuelos y subieron a las antenas, dejando tranquilos a los felinos. Finalmente los pájaros  se marcharon a otro lugar.
Llovía ahora a cántaros y estábamos acurrucados junto a una manta de campo que nos servía de abrigo y de casita infantil imaginaria... Cuando cesó la lluvia, metimos a los gatos en la manta. Antes no lo habíamos hecho porque en la manta éramos muchos y a algunos no les gustaban los gatos. 
La lluvia nos parecía siempre muy bella, amansaba a las fieras, según decían, y también nos llevaba a imaginar parajes exóticos, como las chimeneas de las hadas, o descargaba nuestro vaivén infantil en forma de telas de agua venidas de un cielo que era un hacedor de sueños...

miércoles, 29 de octubre de 2014

CUENTAS PENDIENTES


Mi padre siempre se portó muy bien. Toda su vida. Alguna tonta discusión de tráfico de insultos lejanos, alguna salida de tono saldada con disculpas. Algún pronto un poco fuera de lugar cuando algo le sentaba mal. Sin ir demasiado lejos, sin que fuera demasiado insoportable ni demasiado frecuente. No buscaba guerras ni se metía en las ajenas. No iba por ahí provocando a nadie, y aunque no era de callarse ante los perdonavidas ni de volverle la cara a quien le buscara, no tengo memoria, ni he encontrado rastro alguno, que me hablara de peleas, o empujones, o rencores. Alguna disputa acalorada, eso sí, mas sin llegar a las manos, de eso nada, nunca. Alguna huelga, por supuesto, qué menos, y también unas cuantas manifestaciones, siempre con más espíritu festivo que entusiasmo político. Yo diría que mi padre vivía hacia dentro, mucho más pendiente de los acontecimientos de su casa que de los del mundo exterior, al que sólo prestaba atención en la medida en que le influyera, un mundo que de año en año se le fue haciendo cada vez más lejano y borroso. 

Nunca rechistó gran cosa, y cuando se lamentaba lo hacía lacónicamente, sin exagerar gestos ni maldecir una eterna mala suerte que tampoco puede decirse que tuviera, pues siempre pudo ganarse la vida un punto por encima de “dignamente”. Cuando enfermó se lo tomó con disciplina. Se asustó lo justo y se sometió a los tratamientos obedientemente. De alguna forma se aplicó en ser un “buen enfermo”, no dar demasiado trabajo y quejarse poco. Cuando le dijeron, hace ocho meses, que ya no se curaría y que lo único que se podía hacer sería, como mucho, paliativo, mi padre, que siempre pensó que el verdadero evangelio era el refranero castellano, se limitó a decir que jamás había esperado llegar a vivir tanto, y que “hasta el rabo todo es toro”. Supongo que estaría muerto de miedo, pero sólo lo supongo, en realidad. Tenía setenta y cuatro años.

Una tarde a finales de verano lo llevamos a urgencias. Le costaba respirar, se quejaba de que se ahogaba. Nos dijeron que la cosa andaba ya muy avanzada, que podía ser cuestión de días. Lo ingresaron. Cuando por fin lo ubicaron en una habitación nos quedamos un rato en silencio, bajo la luz indirecta del panel sobre su cama, por dentro de la cortinilla que individualizaba su estancia, arremolinados sobre él, mirándole con expresión lastimosa. El nos observaba desde muy abajo, bajo el respirador que le habían colocado, saltando con la mirada de los unos a los otros, una mirada de cansancio y de malestar que de vez en cuando brillaba en otra con la que yo creo que nos maldecía a todos por la cara tan estúpida que estábamos poniendo. No sé como fue capaz de quitarse la mascarilla y susurrar: “me quedo aquí, mejor. Ahora dejadme dormir un rato”.

Esa noche nos quedamos todos entre la sala de espera y la habitación. Todo el cuerpo de guardia. Madre, hermanos, cuñados. Más alguna visita de segunda línea familiar y algún amigo. Esperando un desenlace que se preveía inminente. Pero amaneció, y mi padre se fue espabilando, y pidió algo de comer y quiso ver un poco la televisión. El médico permitió que le trajeran el desayuno, pero no daba mejores noticias, seguía siendo cuestión de unos pocos días, como mucho un par de semanas. 

Tal vez aún no fuera la hora, pensábamos, o tal vez se trataba de esas mejorías que a veces se dan en los moribundos que, quien sabe si por llevar la contraria, se encuentran mucho mejor justo antes de morirse. El caso es que mi padre se iba animando de hora en hora. Se encontraba más despierto. Incluso recuperó un poco el aliento y hablaba algo con nosotros, estaba hasta de buen humor. Se alegraba con las visitas, y de algunas de ellas se despedía con un teatral “adiós para siempre”, lo que creaba gestos de desconcierto y cascadas de frases hechas que le divertían. De vez en cuando se apartaba el respirador y bromeaba con las enfermeras, a las que piropeaba, protestaba la comida y pedía cigarrillos. Charlábamos del día a día de cada uno y también comentábamos lo que salía en los telediarios. En la televisión se veía al banquero Manuel Sable saliendo de los juzgados con semblante serio, rodeado de flashes y gente que lo increpaba, llamándole estafador, ladrón, sinvergüenza. “Y él como si nada. Menuda cara de cabrón que tiene”, decía mi padre. Y también, de refranero, “pero a cada cerdo le llega su San Martín. O, por lo menos, debería”.

Asi fueron pasando los días, en contradictoria sensación para nosotros, entre la aceptación y la esperanza. Puede que suene raro, pero cuando pensaba que esas podían ser las últimas horas de mi padre me sobrevenía también una cierta alegría de poder vivirlas con esa intensidad y con esa paz. De alguna manera entendí que todos, en condiciones normales, estamos destinados a presenciar la muerte de nuestros padres y que, de ese hecho clave e inevitable, deberíamos intentar sacar lecciones provechosas y que esas horas, minutos o días no pesen sobre nosotros por el resto de nuestra vida. Daba las gracias al destino, y a mi padre, por poder sentirme triste, pero también tranquilo y en paz. 

Pero está claro que di las gracias demasiado pronto.

La tercera noche después de su ingreso me dispuse de turno de imaginaria junto a la cabecera de mi padre en el hospital. Me agencié un cojín amplio, pues ya conocía el sillón de sky y estructura metálica, e intuía que lo más probable sería que mis huesos acabaran por trascender las posturas acrobáticas y antinaturales que la noche me reservaba. Mi padre protestaba: “no sé por qué narices se tiene que quedar nadie. Si me pongo peor ya os avisarán, joder”. También me pertreché con un libro, un ipod, una coca cola y un bocadillo de jamón, del que mi padre me pidió un trozo, que finalmente le di mirando de reojo hacia la posible irrupción de alguna de las enfermeras.

Apagamos la televisión a eso de las once. Mi padre se arrebujó entre las sábanas y comenzó a roncar bajo el respirador. Su respiración no era precisamente música, pero me parecía relativamente tranquila y homogénea, así que me puse los cascos y escuché un poco la radio. Sin embargo, de vez en cuando mi padre interrumpía el ronquido, en apneas de corta duración que me mantenían en vilo. Me incorporaba entonces sobre su cabeza y me quedaba mirando hasta que recuperaba su ritmo. Después, ya levantado, deambulaba un poco por la habitación o por el pasillo, hasta que volvía al sillón de sky pasados unos minutos. Pero a medida que la noche avanzaba me daba cuenta que con estos paseos hacía ruido, y que acabaría por molestar al otro enfermo con el que compartíamos habitación, un anciano, algo mayor que mi padre, enfermo del corazón. Así que decidí quedarme sentado. Como estábamos al fondo de la habitación, junto a la ventana, me asomaba y miraba un rato por ella, que aunque estábamos a finales de septiembre estaba abierta por el calor, pero nunca hay nada que ver por la noche desde la ventana de un hospital, y no tardaba en volver a sentarme. Por su parte, la mujer del vecino hacía punto en la penumbra, dejándose en ello los ojos sin duda, sentada frente a su marido junto a la puerta de entrada de la habitación, levantándose resignada cada poco tiempo para llevarle un vaso de agua, que yo le oía sorber con fruición en la oscuridad.

Así iba transcurriendo la noche, y así parecía que transcurriría toda entera, lenta, vacía e infinita. A la una entraron dos enfermeras a tomarle la tensión y a darle medicación. Estuvieron un par de minutos en total. Después la habitación quedó completamente a oscuras y en silencio, con el monótono crujido de las respiraciones como un mar de fondo, envolvente y lejano.

Lo siguiente que recuerdo es que alguien me agitaba ligeramente, abrir los ojos y encontrarme a centímetros del rostro serio de una de las enfermeras, hablando en voz alta justo encima de mi cara: “¡Oye!, ¡¿dónde está tu padre?! ¡No está en la habitación!”. Protesté incrédulo, “¿cómo?, estará en el cuarto de baño, habrá querido salir al pasillo y se habrá caído”, frases parecidas a esa, me parecía fuera de todo lo razonable lo que me estaban diciendo. ¡Cómo que mi padre no estaba!. Eran algo más de las cinco de la mañana. 

Me incorporé y empecé a moverme tontamente por la habitación, miré en el cuarto de baño, en el armario, debajo de las camas. El respirador colgaba junto con la botella de suero y las vías sueltas de uno de los ganchos del atril junto a su cama. Todo ordenado y recogido, muy típico de mi padre. Era completamente absurdo, y habría resultado cómico si no fuera porque no tenía la más mínima gracia que un enfermo terminal hubiera desparecido de esa forma del hospital, y lo que es peor, que ese enfermo fuera mi padre. La mujer del anciano, que había aparentado estar dormida durante esos desconcertantes minutos, se despertó y me dijo: “su padre se ha marchado hace ya un buen rato. Se levantó de la cama, y pasó delante de mi. Sólo dijo que se aburría y que se iba a dar una vuelta, que ahora volvía”. “¿Y usted no le dijo nada?”. “Pues no, le dije que me parecía muy bien que saliera a estirar las piernas”. 

Lo que vino después fue una vorágine de movimientos, nervios, gritos y despesperaciones. En todo caso, no podía haber ido muy lejos. Estaba muy enfermo y, además, sólo contaba con el pijama que le había pedido a mi madre que le llevara, incapaz de soportar la indignidad de esas túnicas hospitalarias que dejan el trasero al aire. Estaba seguro de que no habría salido del hospital, así que corrí como un loco por los pasillos, mirando en todas las salas de espera, entré en las habitaciones de otros enfermos, en zonas reservadas de los médicos, en zonas quirúrgicas, consultas, bajé a la cafetería, a los sótanos, di dos veces la vuelta a la manzana. Descubrí que las tripas de un hospital son interminables, que cuentan con tétricos pasillos apenas iluminados con cientos de kilométricas tuberías, con anaqueles inmensos de medicamentos, con salas enormes con montones de toallas y sábanas que llegan hasta el techo, con cientos de metros de paredes de cemento desnudo, como uno se imagina en el subsuelo de una cárcel o de una ciudad futurista. La seguridad del hospital no tardó en activarse y tuve que contestar varias veces que no sabía nada de lo que me preguntaban, que no me había dicho nada, que no le había visto, que no había perdido la cabeza, que no tenía demencia senil. Al menos hasta ese momento. Como una hora después la dirección del hospital decidió avisar a la policía, y yo no tuve más remedio que llamar a mi madre y a mis hermanos, para explicarles lo inexplicable.

El cuerpo de guardia completo no tardó en aparecer en el hospital. Todo era muy confuso. La pareja de la Policía Nacional que había venido tomaba notas de cara a una posible denuncia de desparición, pero yo seguía incapaz de contestar nada coherente, y mientras la policía me hacía preguntas mi familia me apremiaba aún más. Y a todo esto, cada uno de nosotros hacía continuas llamadas de teléfono, a los amigos, los vecinos y conocidos, los bares del barrio, el centro comercial, el mercado, cualquier posibilidad por remota y extraña que pareciera. La cuestión es que ninguno entendíamos nada, y eso era, con diferencia, lo más doloroso.

Lo vimos aparecer al fondo del pasillo a eso de las nueve y media de la mañana. Vestía el pijama con el que se había acostado y caminaba con dificultad, muy lentamente, apoyándose en la pared. Fuimos corriendo hacia él y advertimos que estaba completamente lívido. Le preguntamos, mejor dicho, le acosamos entre todos para que nos dijera qué había pasado, pero tan sólo hizo un gesto con la mano de que le dejáramos tranquilo, apenas podía hablar. Lo llevamos casi en volandas hasta la habitación. Al entrar le dio los buenos días a la vecina, que le contestó con un “¿qué tal el paseo?”. Lo metimos en la cama. Una enfermera le puso el respirador y le colocó la vía. Se quedó dormido en pocos minutos.

Por supuesto, no podíamos explicar lo qué había pasado. Los dos policías decidieron marcharse, pidiendo que les avisáramos cuando mi padre se hubiera despertado y pudiera hablar, con objeto de cerrar el asunto. Un médico que vino a examinarlo nos dijo que la saturación de oxígeno había caído en picado, y que se encontraba mucho peor. Y nosotros no podíamos hacer nada más, salvo esperar. 

Los vecinos encendieron la televisión. Cinco personas con aspecto de saber de lo que hablaban discutían alrededor de una mesa, mientras en un plasma a sus espaldas se sucedían imágenes de actualidad. Por la parte inferior de la pantalla corrían letras amarillas que dibujaban textos con las noticias del día. Todos guardábamos ahora silencio. El ronquido de mi padre me parecía ahora irregular y agónico. Me pesaba que hubiera perdido la razón en el último momento, que hubiera vagado sólo, aturdido y desvalido por las calles, angustiado y desorientado. Miraba hacia el infinito a través de la pantalla de televisión, absorto en mis propias sombras. “El banquero Manuel Sable ha sufrido un intento de homicidio esta mañana cuando salía de su domicilio camino del juzgado”. No me lo podría perdonar nunca. “El banquero Manuel Sable...”. Estaba hundido, necesitaba que mi padre se despertara y hablar con él. “... esta mañana cuando salía de su domicilio”. Necesitaba pedirle perdón. “Nos llega una noticia de última hora. Parece ser que el banquero Manuel Sable ha sufrido un intento de asesinato, del que ha resultado herido. Nos amplían la información”. Apenas imperceptible, la voz de mi padre apareció: “sube eso, que quiero oirlo”.

Siempre decía que “hasta el rabo todo es toro”. Y parece que quiso aplicarlo al pie de la letra. A eso de las once volvió la pareja de policías que habían estado antes, pero ahora venían con un inspector de paisano y un par de personas más, que entendimos que eran secretarios judiciales. La intención era detenerlo, para lo cual no habría hecho falta tanta gente, pero la pareja de la mañana o la propia dirección del hospital debió advertir que se trataba de un enfermo terminal, por lo que decidieron tomarle declaración in situ. Mi padre se despertó cuando entraron en la habitación. Nos pidieron a todos que saliéramos, a lo que nos negamos en principio, exigiendo que nos explicaran lo que estaba pasando, pero mi padre nos dijo que por favor le dejáramos con ellos, que luego nos explicaría. En la habitación quedaron, pues, el inspector de policia y los dos secretarios judiciales, saliendo todos nosotros con los dos policicas, la mujer del otro enfermo y él mismo, a quienes no volvimos a ver, ya que decidieron trasladarlo y dejar a mi padre sólo en la habitación. 

Allí estuvieron poco más de diez minutos. Al salir el inspector nos informó que mi padre estaba detenido acusado de intento de asesinato en la persona de Manuel Sable, y que quedaría en custodia en el hospital hasta que su estado físico le permitiera acudir al juzgado a declarar ante el juez, el cual decretaría los pasos a seguir. En la puerta quedó uno de los policias, y los demás se marcharon. Nosotros entramos atropelladamente, lanzándonos sobre mi padre para que nos contará qué había pasado, qué era eso del banquero, que nos explicara algo. Pero mi padre apenas dijo nada más. Simplemente repetía que no nos preocupáramos y que nos quería a todos. 

Pasada la medianoche falleció.

Uno de los primeros que acudió al hospital fue el mismo inspector que le había tomado declaración por la mañana. Se mostró muy empático y nos dio el pésame muy amablemente. Todos estábamos en estado de shock, y yo particularmente no había podido articular palabra desde que mi padre reapareció. Aún así me dijo que quería hablar conmigo y se ofreció a invitarme a desayunar algo en la cafetería. Lo primero que me dijo es que mi padre había errado el tiro y que Manuel Sable sólo había sufrido una herida superficial en el hombro. Nadie más resultó afectado. Eso resultaba un alivio, por lo menos. Le pregunté qué les había dicho mi padre, y no tuvo objeciones en contármelo.

Mi padre había comprobado que las enfermeras no pasaban por la habitación entre la una y las cinco de la mañana, que no acudían en este periodo salvo que las llamaran, y que eso no se producía porque el anciano enfermo del corazón dormía profundamente cada noche y, en todo caso, su mujer se aplicaba esmeradamente a su cuidado, ocupándose de cuñas, almohadas, vasos de agua y otras pequeñas necesidades, por lo que nunca llamaba a las enfermeras. Esperó a que yo me durmiera y entonces, se quitó el respirador y la vía que tenía en su mano derecha, y salió de la habitación. No tuvo problema en alcanzar el ascensor y salir a la calle. Allí cogió un taxi y marchó hacia su casa, donde recogió una escopeta de caza, que ocultó en una maleta, y en el mismo taxi se plantó en la calle Príncipe de Vergara, donde vive el banquero. Esperó a que alguien abriera la puerta del portal de enfrente y se coló, subió hasta el ático y allí esperó pacientemente a que Sable saliera de casa. Cuando lo hizo le disparó dos veces con la escopeta. Después la dejó allí, bajó en el ascensor hasta el portal y salió a la calle, escurriéndose entre el tumulto que se había formado delante de la casa del banquero. Anduvo un par de calles, tomó otro taxi y regresó al hospital. 

Yo no daba crédito. La siguiente sorpresa era que fue mi propio padre el que llamó para decir que había sido él. Que buena parte de la anterior confesión la dijo por teléfono, citando a la policía en el hospital. Probablemente les llamó de camino. Estaba claro que mi padre quería que se supiera que había sido él.

No obstante, había un par de cosas que no cuadraban en la historia que les había contado. Ningún taxista reconoció haber recogido a alguien en pijama a la puerta del hospital, y más bien la policía pensaba que mi padre pudo tener algún cómplice que le había trasladado desde el hospital hasta la casa del banquero, y que le habría devuelto. Resultaba extraño que hubiera entrado en su casa para recoger la escopeta sin que se enterara mi madre, y más bien parecía que éste cómplice lo esperaba ya con el arma preparada, e incluso con ropa de calle, para no llamar la atención vestido sólo con un pijama. Yo le dije que jamás mi padre había tenido arma alguna que yo supiera, y que jamás había cazado. Eso confirmaba sus sospechas. Me preguntó si tenía idea de quién podría tratarse. Le dije que otra de las frases de mi padre era que había que tener amigos hasta en el infierno, y que probablemente la aplicó en la práctica, pero que yo no tenía ni idea ni de eso ni de, me daba cuenta, muchas otras cosas de su vida.

Porque si lo había planeado con anterioridad no sólo nos lo había estado ocultando, sino que habíamos pasado la vida ignorando que nuestro padre fuera una persona capaz de hacer algo así. Todo había sido una especie de estafa, toda su vida una gran mentira, ocultando al hombre que realmente era. Eso es lo que me parecía imperdonable y lo que nunca podría quitarme de la cabeza. Pero el inspector me contestó que realmente eso no importaba. 

- La realidad es que, seguramente, su padre sí era como ustedes pensaban que era. Y eso es lo que me preocupa.  

Yo negaba con la cabeza, incapaz de entender nada de lo que había sucedido en las últimas horas, incapaz de asimilarlo o incluso de creerlo.

- Mire, ¿sabe lo que creo? - me dijo-. Creo que su padre era realmente como parecía. Una persona normal, respetuoso de las leyes y de las normas, honrado, trabajador, decente, todo eso que es casi todo el mundo, aunque sean palabras que cada vez tienen peor prensa. Y también creo que un día se hartó. Simplemente. Se hartó de ver cómo en medio de un terremoto los saqueadores roban impunemente, y encima se ríen de los que caen al hoyo.

- Y decidió tomarse la justicia por su mano, ¿no? Mire no me cuente historias -le contesté ironicamente, dispuesto a no creerme nada de lo que me estaba diciendo.

- ¿Justicia? No, aquí no se trata de justicia. La justicia ya no tiene nada que ver. Decidió vengarse. ¿Sabe lo que me dijo? Que al menos sangren por la nariz. Ya que van a ganar siempre, que por lo menos no lo tengan tan fácil. Que sangren por la nariz. No, empieza a perder sitio la justicia en este mundo. Dentro de poco sólo se tratará de venganza. Eso es lo que me preocupa. Que gente como su padre haya llegado a esa conclusión.

No dijimos más. Me disculpé diciéndole que quería volver con mi familia. El inspector se despidió amablemente y no volvimos a hablar sobre el tema. Pero he vuelto a pensar en ello muchas veces. A veces me acerco al cementerio, hasta su tumba, e intento comprender. Intento ver a mi padre apuntando con su arma a un hombre y apretando el gatillo. Maquinando en su cabeza todo un plan para acabar con su vida. Echándose sobre los hombros las miserias y las afrentas y decidiendo vengarlas. Muchas veces no me parece que sea mi padre.

Pero, en otras, si lo pienso bien, si pongo a girar todo el entramado, las piezas acaban encajando. Las sonrisas, las bromas, su ser pacífico y cariñoso, su entrega, su esfuerzo, su falta de malicia, su decencia, su mirar de frente. Todo encaja con un hombre que un día levanta la cabeza y, por encima de cualquier otra consideración, por encima de cualquier miedo, cualquier castigo y cualquier convicción, decide, simplemente, vengarse. Y entonces lo comprendo y mientras una parte de mi se asusta de comprenderlo, otra parte se abraza a su querida memoria.


FIN

miércoles, 11 de junio de 2014

La mariposa del agua, de Cuentos armónicos. Fragmento.

Para los pequeños la chopera era una selva con un río, porque las hierbas crecían hasta sus cinturas y en los árboles se podían colgar lianas de juncos trenzados y en el río, que no era río, sino arroyo, el agua se podía cruzar echándole piedras gruesas o adentrándose en su corriente entre ranas y renacuajos, sorteando libélulas, mariposas, pájaros e imaginaria fauna de distintos continentes, desde leones y tigres, hasta monos, ovejas, caballos, elefantes, pingüinos, osos, renos, avestruces, colibrís, ballenas y delfines, águilas y cigüeñas, dinosaurios extinguidos o extraordinarios dragones de fantasía.
Aquella selva, símbolo del mundo, la recreaban los niños a partir de sus sueños y de todo lo que aprendìan en sus familias, en la escuela, en los libros, en las callejuelas, en la amistad que propiciaban los juegos.
La chopera era el lugar ideal para fumar la pipa de la paz al estilo indio, para conectar con extraterrestres cuando el viento formaba remolinos, para lanzar pelotas al agua, como si fueran balas de cañón que los barquitos de papel debían evitar, para liberar a los esclavos atados a los chopos, para seguirle el ritmo a combas, gomas, peonzas y chapas en la playa que existía como un remanso...
...La mariposa del agua se hizo pequeñita otra vez y se metió dentro del chopo, mientras una forma de mariposilla aparecía en el árbol, a la altura de las cabezas de los pequeños....
...Lysandra a veces sale para volar sobre la selva o viaja a otras latitudes. Pero siempre, como es un hada, escucha la voz de la chopera, cuando los que la quieren la llaman. Y se mete en su chopo. Ése es su poder y su alegría.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Fragmento de Cedro y Naranjo

Tormentosas y nocturnas nubes de invierno azotaban las calles de tierra y cantos, humedeciendo casas humildes, nobles y burguesas de Hambrán. La torre de la iglesia, en la plaza mayor, parecía tener ojos con campanas y nariz de ensimismado reloj, atónitas sus agujas ante el resplandor de los relámpagos. En otro lugar del pueblo, en el Cerro viejo, el  convento franciscano,  renacentista y deshabitado, exhibía sus ruinas de musgo y piedra,  como si fuera  un ramillete de arcos, bóvedas y muros, donde la lluvia y el viento inventaban figuras y voces de ánimas antiguas, de manera que el convento brillaba intermitentemente, marcando siluetas, mientras tronaba y los rayos caían como ramas tronchadas de finos árboles. Frente al convento, sobre dos colinas gemelas, se divisaban el palacete de la familia Cedro y la casona de los Naranjo, que competían en belleza gótica, ambas herencias   separadas  por un camino entre viñas, surcos secos y olivos altos. Desde el Cerro viejo la panorámica del pueblo se asemejaba a un dragón despierto con cuerpo blanco y lomo rojo, oscurecido por el crepúsculo,  tal se soñaban las fachadas y la mayoría de los tejados si se miraba la arquitectura en alzado,  dragón cálido de aspecto y voluntad a la luz del dìa, si se creía dibujar la planta de la villa, quizás también un dragón imaginativo cuando se adivinaban perfiles y detalles de las vivendas...

lunes, 31 de marzo de 2014

Guau guau

Le ataron la correa al cuello, le engancharon la cadena y la sacaron a pasear, como casi todas las tardes. Era su hora preferida del día; aquella y cuando le echaban de comer por la mañana. Por lo general, restos de comida del día anterior. De vez en cuando se colaban en el menú algún despojo  o mendrugo de pan que terminaban enterrados en el patio cuando nadie miraba. El paladar se le había acostumbrado a comidas guisadas y la carne cruda y el pan eran sólo apetecibles cuando un hambre voraz arreciaba. El pienso tampoco le resultaba demasiado apetitoso, pero estaba lejos de la cotidianeidad. Así que cuando tocaban aquellas bolas duras hechas de algo  salado la perrita se limitaba a mirar con cara de desilusión al humano que se las había echado y a dejárselas en aquel cacharro de hojalata que hacía de su plato. Ya iría comiéndoselas poco a  poco, porque el pienso no se podía enterrar y como no desaparecieran de aquel recipiente sus amos no le daban otra cosa.
            Aquella tarde estaba ansiosa de que la sacaran. Durante una semana no había parado de llover y sus amos habían suspendido el paseo. Nada más abrirse la puerta de la calle, su olfato se embriagó de aquel aire fresco del que aquellos seres que la acogían en su casa la habían privado a ella -¡y a ellos mismos!- sólo porque caía agua del cielo. Definitivamente había caras del comportamiento humano que no lograba entender. Una de ellas era esa, la de quedarse encerrados cuando llovía. ¡Cómo algo tan simple como la lluvia les impedía salir a respirar soplos y soplos cargados de mensajes codificados en olores tan fascinantes de descifrar! ¡Cuántos aromas, cuántas anécdotas, cuántas vivencias, cuántos sentimientos, cuántos kilómetros, cuántos espacios…¡ ¡Cuánto transportaban aquellas bocanadas airosas y qué pena no poder traducirlas a aquel lenguaje extraño empleado por los hombres!
            Al primero de sus amigos que se encontró fue a Pepo, un perro adoptado por una amable señora mayor que apiadándose de él lo acogió en su casa cuando sus antiguos amos lo dejaron abandonado. ¡Cuánto había  penado el pobre Pepo cuando alguna misiva airosa le traía aromas con esencias de su antiguo hogar! Pero como los perros se acostumbran al final a todo, Pepo se amoldó a su nueva ama con total entrega, en señal de su sumisión y agradecimiento perruno, prometiéndole fidelidad y protección hasta la muerte. Mientras las propietarias de los perros intercambiaban palabras, los canes se olfatearon, se menearon el rabo y siguieron su ruta.
            Tras torcer la esquina apareció Cartucho, un carea con olor a pasto, a alfalfa, a gallinero, a leche, y a rebaño de cabras y ovejas con el que nuestra perrita no terminaba de congeniar. Nunca había reñido con él como sí que le había ocurrido con otros perros a los que detestaba. Simplemente le pasaba lo que a los humanos con algunos de su raza: no terminaban de conectar. Quizá Cartucho no le gustaba por ser  demasiado rural; demasiado campestre. Un ladrido rústico e intercambios lingüísticos en canino en torno a piaras de animales era lo más profundo de lo que Cartucho solía hablar. Claro que a veces el perro resultaba de lo más divertido. Un carea de pura sangre, un reclutador de animales genuino del más alto pedigrí. Tan buen hacedor de su trabajo que cuando terminaba de encerrar el ganado en su nave hacía lo mismo con las gallinas. Hasta tal punto conocía y profesaba amor a sus animales Cartucho que un día que su amo compró gallinas nuevas las echó del gallinero porque Cartucho las concibió como extrañas invadiendo terreno ajeno.

            Por fin llegaron a campo abierto nuestra perra y sus amos y por fin la soltaron. Este era uno de los momentos preferidos del paseo: cuando era liberada de la correa que la encadenaba al andar civilizado y rígido de los humanos. Una vez sin ella todo recobraba de nuevo  el sentido canino que los humanos nunca entenderían: la libertad de movimientos, el espacio abierto sin itinerarios lineales en forma de calles, la naturaleza desplegada para ser sentida, pateada, oída, escarbada, vista y sobre todo, olida. De pronto un conejo se cruzó. Tenía dos opciones: ir tras él  intentar cazarlo o dejarlo marchar sin más. O quizá tenía tres. Y la tercera fue la opción por la que el can se decantó: echar una carrera siguiéndolo a modo de juego solamente. Quizá tuviera familia en una madriguera cercana y nuestra perra no quería destrozar ningún hogar. Entonces un olor a charco inundó sus papilas olfativas. El viento le decía dónde estaba aquella masa de agua repleta de vida. Así de fácil. Sin necesidad de indicadores metalizados señalando la charca. Echó a correr a merced del aquel olor a agua, ovas, renacuajos, algas, picos de pájaros sedientos, barro y tierra perfumados con esencias de primavera y campo y más y más. Entonces lo vio y como caballo al trote y al galope se dirigió allí, chapoteando entre aquellos olores ahora materializados en líquidos y sólidos. Cómo se regodeaba la perra retozando entre aquella masa líquida y rebozándose de barro fresco. Entonces oyó las voces de sus amos. Una era la que significaba volvemos a casa y la otra la que le recriminaba el haberse metido en el charco. Una vez más se apenaba de que aquellos seres no supieran apreciar el valor de algo tan grandioso como un revolcón en el barro. 

jueves, 27 de marzo de 2014

El callejón del embrujo, de Cuentos armónicos

Cuando los ojos del joven Pirueta se contemplaron por primera vez en los ojos de Nube y, a su vez, los ojos de Nube se descubrieron también en los ojos de Pirueta, ambos eran unos niños.
Se conocían desde siempre, eran vecinos. Se habían mirado muchas veces, habían  jugado juntos, habían sido compañeros de clase, habían reñido con riñas infantiles o habían reído como descosidos, habían soñado en alto qué querían ser de mayores, ella profesora y él cómico, y también habían visto  los atardeceres sobre los campos o surcado caminos en bicicleta.
Si de niños salían en la misma pandilla, ahora ,de adolescentes, Nube y Pirueta formaban parte de grupos distintos. Ella volvía a casa sólo en vacaciones, pues estudiaba en un internado con otras chicas del pueblo, que se convirtieron en sus amigas íntimas, y él se había quedado en el pueblo tras perder a su padre, se había puesto a trabajar para ayudar a su familia y  había cambiado también de amigos.
Aquella noche de septiembre brillaba el baile con orquesta en la plaza. Se celebraban las fiestas patronales del benévolo Cristo de la Salud, pura misericordia y devoción de los paisanos. La noche presumía  cálida, alegre, salpicada de pasodobles y canciones de moda, algunas para bailar lento, enlazadas las parejas por cinturas y hombros, una noche de refrescos o alcohol, peñas y chocolate con churros a la madrugada, noche de confidencias o expresión corporal, sin límite de edad.
Pirueta y Nube se saludaron y  bailaron con el peculiar sentido del humor de él, que le hacía moverse interpretando quién sabe qué personajes, y con el gozo de ella, que le seguía los movimientos muy divertida, ajenos ambos a las miradas de los curiosos. Luego se sentaron en un banco y hablaron sobre sus vidas. Y después se fueron al Callejón del Brujo y allí se dieron su primer beso de amor.
Desde aquel día vinieron todavía algunos años más de separación física, por los estudios de ella, hasta que se casaron y formaron un hogar, con dos hijos encantadores. Con el tiempo ella maduró como profesora y él dedicó sus ratos libres a la comedia. Y alquilaron  un local en el pueblo, donde Pirueta contaba chistes, cantaba ironías con una guitarra, monologaba o se disfrazaba de personajes conocidos y los imitaba.
Poco a poco, a Pirueta mucha gente le apodó El payaso, no siempre con buena intención, hasta que el mismo Pirueta decidió que lo de payaso le iba bien y preparó un espectáculo para niños  en las siguientes fiestas. Decidió llevarlo a cabo en el Callejón del Brujo, su paisaje del alma, a la manera de  un teatro de calle, y los niños y niñas del pueblo participaron tanto que, además de payaso, se ganó el apodo nuevo de Flautista de Hamelín, como en el célebre cuento. Pero a Pirueta y a su familia esto no  les importó, es más, la familia entera empezó a trabajar el humor. Tal vez por eso fueron conocidos por otro mote, La familia Risión, y no porque actuaran mal, que eran geniales, sino por envidias a veces y por empatía en otras ocasiones.
Pasaron los años y los apodos se fueron acumulando según cada ocurrencia surgida de los espectáculos. Y los intérpretes siempre con la sonrisa en la boca, de manera que cuando los hijos crecieron y llegaron los nietos  al compás de la época de las nuevas tecnologías, uno de los hijos de Pirueta y Nube ya era un cómico famoso y el otro hijo  cómico de la Enseñanza. Los nietos también se sentìan orgullosos del buen humor de la familia.
Y, si en todos los pueblos los motes son lo más natural del mundo, llegó un momento en el que la gente prefirió volver a los orígenes, a hablar de Pirueta y Nube y de los hijos y nietos  de Nube y Pirueta, pues con el resto de los motes, que eran unos cuantos, ya no podían.
Sin embargo, no tuvieron más remedio que aceptar uno nuevo, última voluntad del viejo Pirueta, por referéndum si le hacían caso y si fuera posible: cambiar el nombre del Callejón del Brujo, el lugar de su primer beso de amor, por el de Callejón del Embrujo. Al fin y al cabo había dejado escrito en su testamento: " Si no hubiera sido por Nube, embrujo de mi corazón, nunca habría llegado a ser yo mismo, y, como la alegría la hemos transmitido a los nuestros y a todo el mundo, quiero dar un consejo a los hombres y es que se cuiden  los maridos y rían con sus mujeres, que yo me voy a hacer piruetas al cielo de las carcajadas, con mis amores en mente y sin más enseres".
El referéndum se llevó a cabo y se dio el sí por mayoría absoluta a la propuesta de Pirueta. El Callejón del Embrujo está vivo.

viernes, 7 de marzo de 2014

Los tres anillos, de Cuentos armónicos

¡Son tan antiguos y maravillosos los anillos!. Algunos se remontan a tiempos inmemoriales, otros son contemporáneos y guardan significados universales, pues lo universal tiene algo de ancestral, otros pertenecen a personas de un pasado relativamente reciente, otros forman parte del Arte y la Literatura, y otros son como un regalo en nuestras vidas, porque la vida siempre es vieja y nueva a la vez. He aquí la aventura resumida de tres de estos anillos, que pertenece a una novela para jóvenes titulada El sueño de Pangea, la cual, a dìa de hoy, se está empezando a escribir.

Imago, Claramica y Genamor fueron raptados por un mismo delfín transparente, mientras los tres amigos soñaban despiertos aún en sus respectivos hogares del Pueblo de las colinas.

La tranquila noche estival se extasiaba con el lenguaje de algún mochuelo o con los bichitos de los parques. Una luna naranja presidía el firmamento y las estrellas parecìan anisillos que latían. Todo lo demás era silencio.

A lomos del buen delfín sobrevolaron la magnífica Tierra e hicieron un viaje cósmico, donde el tiempo real y conocido se transformaba en un tiempo infinitamente más lento, que parecìa no transcurrir. Viajaban más allá del límite de la velocidad de la luz, sin atuendos de astronautas ni más nave que el animal, que atravesaba manso, timonel en el espacio sideral, una visión detrás de otra, imágenes del pasado, del presente y del futuro.

Los tres amigos vieron también púlsares, quásares, galaxias, nebulosas, agujeros negros y otras formas astrales descubiertas o no por la ciencia. Estaban maravillados, comentaban entre ellos con entusiasmo las visiones o preguntaban a su guía, que gustosamente les transmitía información y emociones.

Al fin contemplaron un sistema solar similar al nuestro y un planeta parecido a la Tierra, con la diferencia de que un único continente con forma de corazón se alzaba, con su relieve y vegetación y sus mares interiores, lagos, ríos, en medio del inmenso océano. Se trataba de Pangea.

En la costa norte, allá donde confluían las dos mitades del corazón, el delfín se posó frente al Palacio blanco.
Un ser con voz de niña recibió a los viajeros y condujo seis ojos sorprendidos  hasta el Salón de los tronos, círculo bajo cúpula de cristal. A la izquierda de los tronos, formando una media luna, unas cincuenta personas, ataviadas con túnicas de colores cálidos y que parecían ingrávidos, les sonreían silenciosos, como bienvenida. Eran los Consejeros del reino. Frente a éstos, a la derecha de los tronos, otro grupo de personas hermosísimas también sonreía. Serían algunos de los compañeros de aventura que  acompañarían a los amigos.

El ser con voz de niña saludó a la reina Sensible y a su hijo, el príncipe Inteligente, ambos sentados en los tronos de madera labrada, quienes explicarían el sentido de aquel viaje. El rey Pacífico no estaba en aquel momento, por lo que su trono se veía vacío. De esta manera, Imago, Claramica y Genamor comprendieron que estaban allí para conocerse a sí mismos y para liberar al rey Pacífico, prisionero en la cárcel de Lam.

Cuando los amigos pregunaron qué debían hacer, la alondra de la reina les dijo:

- Buscad a lo largo de vuestras vidas.

Entonces la reina Sensible entregó a Claramica un anillo con un delfín, a Genamor otro anillo con una clave de sol y a Imago un tercer anillo con una boca divertida. Y el príncipe Inteligente les regaló un libro mágico, con las páginas inmaculadas, para que lo escribieran entre los tres con libertad.

Y empezaron las aventuras, tantas que, al despertar de aquel viaje, ninguno de los viajeros humanos, conseguía recordarlo todo. Pero sí se dieron cuenta de que, despiertos, en el mundo real, conservaban sus tres anillos.

Tras muchas cavilaciones, hilando detalles fragmentarios de la experiencia, llegaron a la conclusión de que el rey Pacífico era el bien y la cárcel de Lam era el mal y que cada vez que algo hermoso salía de las obras de los tres anillos, el rey Pacífico era liberado de sus cadenas. También vieron que había muchos anillos más, se contaban por trillones, o más, entre toda la gente que soñaba un mundo mejor.

Claramica decidió ser escritora, Genamor decidió ser músico e Imago decidió afrontar su vida con sentido del humor. Ninguno de ellos se quitó su anillo de las manos ni del corazón, nunca. Tuvieron la fortuna de llegar a viejos y entre los tres recordaron muchas veces toda la historia de Pangea, un libro que ahora, pues el tiempo es relativo y se mueve, está empezándose a escribir, repito. ¡Qué buenos los anillos ayer, hoy y mañana!.




miércoles, 5 de marzo de 2014

Irina

El bebé había llorado de forma desconsolada durante toda la noche, y ni siquiera Irina conseguía calmarle. Su pequeña estaba pasando mucha hambre, pero no era la única, ni mucho menos. Irina no podía culparla: debía hacer todo lo posible por alimentarla. Sus pechos no daban la leche necesaria para saciar su hambre, y cada día que pasaba daba menos. Sus nervios no hacían más que quemar poco a poco los cartuchos que le quedaban dentro, e Irina era muy consciente de ello. Aún así, no podía perder la esperanza.
Mientras veía el humo que llegaba tras las explosiones, pensaba dónde demonios debía estar Serguei. Ya habían pasado cuatro días desde que le prometió que volvería, y desde que le dijo que no se moviera de allí. Pero cuatro días eran demasiado tiempo incluso para él, y en cierto modo Irina estaba muy intranquila, y tenía miedo por él. Igual lo habían atrapado, o igual no había tenido más opción que huir sin ellas. Esa opción la irritaba, pero siempre era mejor eso que morir. No, Irina se pasaba las noches negándose lo que podía ser inevitable. Serguei no podía morir.
Irina intentó de nuevo tratar de alimentar a su pequeña, y sacó un pecho por encima de su ropa. La pequeña, al ser acercada, comenzó a chupar con ansia y con desesperación, y rompió en un llanto mayor que el anterior al ver que no podía sacar nada. Irina comenzó a llorar también, y abrazó a su bebé contra su pecho, con la esperanza de que así se calmara su llanto. Pero no fue así.
Comenzó a acunar a la pequeña, que lentamente cesaba en su llanto. Irina se movía de lado a lado de su habitación, mientras las lágrimas corrían sus sonrosadas mejillas. Pensaba en qué podía hacer si al amanecer Serguei no aparecía. Sabía que ahí fuera podía tratar de competir con el hambre, con el miedo y con el desprecio de los demás. Pero si había algo con lo que no podía competir, era con el frío. Y sabía que su bebé no sería tan fuerte. La pequeña estaba tan muerta de hambre que había irritado los pezones de su madre, debido a los dientes que comenzaban a salir, y su madre sabía que no aguantaría más de seis horas en la intemperie. Ninguna de las dos disponía de ropa desde que se fueron de su hogar.
Hacía dos semanas desde que tuvieron que abandonar Irina, Serguei y el bebé su casa de Sujumi para tener que refugiarse en el distrito vecino de Samegrelo-Zemo Svaneti. Pero al llegar a la ciudad de Zugdidi, aquella familia vio como la ciudad estaba siendo cercada por el ejército invasor. Mientras caminaban entre las pilas de cadáveres calcinados y respiraban las nubes de ceniza que no dejaban ver el cielo, Serguei intentaba buscar un refugio para los tres, sin demasiado éxito. Tras mucho andar y buscar, decidió que lo mejor era refugiarse entre los escombros, donde el ejército no volvería a buscar. Fue así como encontraron la casa en la que comenzaron a vivir, con el miedo en el cuerpo. Cuando dormía, el más mínimo ruido les despertaba, y hacía que Serguei cogiera su fusil y apuntara a las escaleras que daban al piso inferior. La casa era una sola habitación habitable, ya que los pilares del techo hacían imposible pasar a otras habitaciones. La puerta de entrada a la casa estaba en el suelo, partida en dos, y las ventanas eran trozos de cristal que se distribuían por todo el suelo. Una de las paredes, además, estaba medio derruida, y hacía que entrara el frío por una apertura del tamaño de una pizarra. No había luz, ni agua. Lo único que parecía cumplir su función era el camastro en el que dormían los tres acurrucados.
Cuando el ejército invasor entró en Sujumi, Serguei y los suyos se vieron obligados a partir al este, a las zonas más alejadas de los conflictos bélicos. No pudieron llevarse ropa, ni comida, ni agua. Tuvieron que irse con lo puesto, corriendo para huir de los soldados. Al principio, todo el vecindario se unió para intentar protegerse entre si, pero una que vez el ejército tomó posiciones en los edificios, los abatidos comenzaron a multiplicarse exponencialmente. Serguei e Irina decidieron abandonar al grupo en cuanto cayeron los primeros, y desde entonces no supieron nada del resto del grupo.

Irina comenzó a cantar una nana a su pequeña, que parecía dormir más por agotamiento que por sueño. Irina solía mover a la pequeña cada poco tiempo, y obligarla a llorar. Ninguna de las dos descansaba de esa manera, pero así al menos Irina se aseguraba de que la pequeña no había perecido al frío. En sus muchos años como instructora de música, Irina había llegado a componer sus propias nanas, que se hicieron muy famosas en la ciudad. De hecho, las noches que Serguei llegaba tarde, tenía por costumbre escribir en su cuaderno negro nanas a las que llamaba “las nanas de los pesimistas”. Soñaba con poder ambientarlas con guitarras acústicas, trompetas y acordeones, y con poder venderlas. Esas no las enseñaba.
Cuando Serguei llegaba borracho a casa, no había quién le parara. Tras los golpes que le daba por no ser la esposa ideal, Serguei se tumbaba encima suya y trataba de moverse lo poco que podía sin vomitar. Irina pensaba que esa situación debía cambiar, pero no tenía ningún sitio al que ir. Y menos cuando se enteró de que estaba embarazada. Al enterarse de la noticia, Serguei sufrió un cambio radical. Dejó la bebida y se convirtió en el novio modelo. Escuchaba pacientemente los ensayos de Irina, y hasta encontró un empleo. La noticia del bebé le cambió por completo.
De eso hacía año y medio, y las cosas habían cambiado demasiado, y demasiado deprisa. Irina miraba la foto de Serguei y pensaba en lo afortunada que se sentía al haber traído al mundo a aquella criatura, que había cambiado a aquel demonio en el ser más angelical que conoció. Irina lloraba, por el miedo a perderlo todo, por el miedo a comenzar de nuevo, por el miedo a ver el cielo azul y quedarse ciega. Lo único que quería era que su pequeña dejara de llorar por el hambre, encontrar unas cuatro paredes y un techo sin roturas, y que Serguei volviera.
Al establecerse en aquel lugar, Serguei e Irina se prometieron que al menos uno de los dos trataría de sobrevivir con el bebé. Cuando oían el ruido de los carros de combate por las calles, Serguei se escondía con el bebé entre los escombros, e Irina se tumbaba en el camastro, aparentando soledad. Más de una vez los soldados la habían encontrado tendida, y ante las negativas de ella, la habían forzado hasta que Irina perdía el conocimiento. Serguei deseaba gritar y salir de su escondrijo para darles a esos cerdos su merecido, pero sabía que si lo hacía les condenaba a los tres. Y más si le encontraban. Desde que comenzaron los fusilamientos a las afueras de Zugdidi, la ciudad había quedado semidesierta, y sólo quedaban en ella huérfanos, enfermos y viudas. Todos los que podían huir o lo habían hecho, o habían sido fusilados. Los ancianos sufrieron la peor parte, dado que el ejército consideraba un desperdicio darles la clemencia de la bala en la sien. Les degollaban, proporcionándoles una muerte lenta y dolorosa. Si había parejas de ancianos, mataban primero a la mujer, para que el pobre hombre sufriera dos veces. Cuando encontraban una viuda o una joven, la violaban, y cuando encontraban a un niño…
Era por ello que no podían permitir que encontraran a la niña. Podían arriesgarse a perderse el uno al otro, pero la niña debía sobrevivir. Era el nexo de la pareja, lo que les había vuelto a enamorar. Era lo único bello que les quedaba, y no podían arriesgarse a perderlo. Por ello, cuando aquellos dos soldados subieron y encontraron a Serguei escondiéndose, lo llevaron sin miramientos agarrándole del brazo. Serguei le pidió a Irina que no se moviera, por el frío que cada vez era mayor; que le esperara, y le prometió que volvería pronto.
De eso hacía ya cuatro días. Y Serguei no había dado señales de vida. Era hora ya de tomar una decisión, por dura que fuera. E Irina lo vio claro: debía echar a andar, con la niña en sus brazos, y tratar de huir lo más lejos posible. Y si no, al menos morirían juntas. Antes de echar a andar, miró a su pequeña, y le susurró al oído los sentimientos más profundos que podía albergar en ese momento:
“-He intentado luchar por las dos, pero la noche es tan oscura… Pensé que él volvería, pero se ha olvidado de nosotras. Estoy tan desesperada por intentar evitar que tengas que vivir este infierno… Y por eso, cada vez que dejas de llorar, y cierras los ojos, mi alma se cae al suelo y sufro por pensar que es la última vez que oiré tu voz. No puedo perderte, no quiero perderte. ¡No quiero irme sin ti!”
Irina rompió a llorar, completamente en silencio para no despertar a la pequeña. A pesar de que no quería que durmiera, sabía que si no dormía, acabaría muriendo de cansancio. Quizá fue por eso por lo que no prestó atención a que alguien subía. Cuando aquel hombre se quedó quieto en el umbral, contempló a la tierna madre ahogando sus lágrimas, que miraba por la ventana. Al darse cuenta Irina de la presencia de aquella persona, se sobresaltó, pero se limitó a sonreír brevemente.
-Dimitri…
-No hay tiempo para charlas, debemos irnos. – Respondió el hombre al que había llamado Dimitri.
-Pero Serguei me dijo que le esperara…
-Serguei me pidió que viniera a buscarte. Vamos, debemos irnos lejos.
-¿A dónde? – Quiso saber Irina, que no dejaba su miedo apartado ante un conocido.
-A donde podamos. Te buscaré un lugar donde esconderte hasta que te pueda sacar de aquí, pero desde que encontraron a Serguei, este no es un lugar seguro.
-¿Dónde está Serguei? – Su sobresalto despertó a la pequeña, que comenzó a llorar.
Dimitri asió del brazo a Irina y comenzó a tirar de ella, haciéndola bajar. Al llegar a la calle, Irina pudo contemplar la pila de cadáveres humeantes que se encontraban sobre la nieve. La batalla no había sido clemente con nadie, y se podían apreciar cadáveres de niños muy pequeños debajo de los de soldados del ejército invasor. Al final, todos se reducían a masas de carne. La pobre Irina habría llorado, pero lo cierto era que tras todo lo sucedido anteriormente, a Irina no le quedaba más que indiferencia ante esa masa sanguinolenta. Ya sólo le quedaban lágrimas para los suyos.  Mientras bordeaba la pila de cadáveres, pudo contemplar cómo una mano trataba de agarrar su pie sin demasiada fuerza. Irina se apartó con un espasmo, mientras desde el fondo de la pila aquel brazo trataba de decir algo débilmente. Irina no podía ayudar a esa persona, y siguió a Dimitri cuando éste la llamó.
Bordearon por un callejón contiguo al edificio que anteriormente había sido su refugio. Esquivando las ratas y los enfermos que suplicaban comida, consiguieron llegar al otro lado, en el momento en el que pasaban los carros de combate. Dimitri paró inmediatamente a Irina y se escondió con ella tras unos cubos de basura. El hedor de la basura, las ratas y los enfermos era repugnante, pero debían mantener la calma si querían sobrevivir. Entre los cubos y la pared, Irina podía ver la calle por la que debían pasar a continuación. Allí, entre las filas de soldados, un joven de aproximadamente 16 años se arrastraba en dirección a Irina y Dimitri. El pobre tenía toda la pierna derecha aplastada, y la herida que tenía en la cabeza supuraba sangre y pus. El chico estaba condenado, pero aún así se aferraba a la poca vida que le quedaba desesperadamente. Pero el carro de combate dobló la esquina y se dispuso a atravesar la calle. El pobre joven no se dio cuenta de que el carro se acercaba, y seguía arrastrándose con tranquilidad. Cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde: comenzó a gritar y a malgastar sus fuerzas intentando arrastrarse a mayor velocidad, y en un último instante, sus ojos se posaron en los de Irina, y pareció gritar auxilio. Un segundo después, la masa que antes componía su cabeza y su tórax formaba parte de la calle nevada. El carro prosiguió su marcha, al igual quelas tropas.
Irina ahogó un grito, y Dimitri la abrazó con fuerza. Irina no lloraba, pero tenía miedo. Dimitri sí que lloraba, pero más por rabia e impotencia que por miedo. Cuando creyó que estaban a salvo, Dimitri ayudó a Irina a levantarse y cruzaron la calle rápidamente. Tras atravesar otro callejón, Bajaron a un túnel. El túnel era oscuro, pero Dimitri agarró a Irina de la mano y la guió. Parecía como si hubiera travesado muy a menudo ese túnel, pensó Irina, aunque después se convenció de que si comenzaba a dudar de Dimitri, ya no le quedaría nadie en quien confiar salvo Serguei. Unos minutos más tarde, llegaron a una zona iluminada, que daba con el final del túnel en una pendiente. Tras subir durante un rato, Irina cayó de rodillas, exhausta.
Dimitri la asió del brazo y la susurró que no podía fallar ahora, quedando tan poco. Casi arrastrando de ella, Dimitri consiguió que ambos salieran a la superficie. Estaban a las afueras de la ciudad. Allí les esperaba un camión.
-¿Nos espera a nosotros? – Preguntó Irina esperanzada.
-No. La espera a ella. – Dijo Dimitri señalando a la pequeña. Irina aferró al bebé a su pecho, y comenzó a negar con la cabeza, pero Dimitri trató de tranquilizarla. – Escucha, necesito que confíes en mí. No va a pasarle nada al bebé, sólo le pondremos a salvo en un orfanato. Es más sencillo colar al bebé que a una mujer, pero lo conseguiré, te lo prometo.

Irina entró en trance. El cansancio, el hambre, el frío y la situación habían terminado por agotar las pocas energías que le quedaban. Pero no soltaba al bebé. Era de lo único que podía estar segura, de que no iba a abandonar a su bebé. Dimitri la ayudó a sentarse.
-¿Cómo puedes pedirme que renuncie a ella? ¿Cómo sé que nos reencontraremos? – Dijo Irina en un hilo de voz casi imperceptible.
-No puedo pedirte eso. Pero debes fiarte de mí. Serguei estaría de acuerdo conmigo, en que esto sería lo mejor para la pequeña.
-No, quiero oírlo de sus labios. ¿Dónde está Serguei? – La angustia hacía que recobrara el coraje, pero de nada servía.
-No tenemos tiempo, Irina. El ejército vendrá, y…
-¿¿¡¡DÓNDE ESTÁ SERGUEI!!??
Dimitri suspiró y dejó que una lágrima volviera a brotar de sus mejillas. Tras unos instantes, Dimitri levantó la vista, y señaló a la cornisa de un edificio. Allí había varios cuerpos, que colgaban de los mástiles que anteriormente portaban las banderas de una embajada. Allí estaba lo inevitable.
Irina rompió a llorar con una intensidad que asustó a Dimitri, por la dualidad de la propia mente humana. La mujer que hacía unos instantes estaba abatida por el sufrimiento, había recibido la puñalada definitiva, y nada podía encadenar su dolor. La niña se despertó al oír a su madre, y como si entendiera a su progenitora, rompió a llorar también. Las dos estuvieron largo tiempo llorando, hasta que Irina no pudo más, y comenzó a desgarrarse la piel de la cara. Poco a poco, la sangre caía sobre la nieve recién caída. No sobre la niña, a la que Dimitri había apartado previamente.
-¡Los mataré, los mataré a todos! ¡Te lo prometo! – Dijo Dimitri, tan asustado como la pequeña, ante la escena de sufrimiento que estaba presenciando.
-No. De eso me encargaré yo. Tú pondrás a mi pequeña a salvo. – Respondió Irina tras recobrar la calma. – Volaré sus campamentos. Mataré a sus descendientes. Les abriré el canal y haré que las televisiones de todo el planeta vean mi obra. Compondré odas a lo macabro. Y después, sólo después de que cumpla mi venganza, buscaré a mi hija, y la obligaré a mirar lo que le hicieron a su padre. Su corazón se endurecerá, y sentirá un odio infinito y duradero.
-¿Hacia quien? – Dimitri retrocedió al ver que Irina se levantaba.
-Hacia la raza humana.
Ambos oyeron el ruido del carro de combate acercándose. Irina miró a Dimitri con una mirada gélida, mientras la sangre cubría todo su rostro.
-Vete. Vete. Sólo dime adonde te la llevas.
-A España. – Respondió Dimitri, aterrorizado al ver que Irina pensaba realmente plantar cara al tanque.
Irina asintió, y Dimitri subió al camión con la pequeña. De detrás del camión, un desconocido se asomó con un lanza granadas, y tras tres intentos, consiguió dar al carro, que voló en mil pedazos. Irina vio impasible la explosión, mientras Dimitri se acercaba de nuevo a ella con una maleta.
-Toma. Aquí tienes un subfusil, munición y tres granadas. Intenta sobrevivir hasta que vuelva.
-Vete.
Dimitri subió al camión y le dijo al conductor que arrancara. Irina se giró para ver el camión alejarse, pero de repente se arrepintió, y comenzó a correr tras él, intentando darle caza, sin conseguirlo. Tras varios gritos, su voz se apagó, y cayó de rodillas sobre el gélido asfalto mientras intentaba gritar. En un último esfuerzo, volvió a llevarse las manos a las heridas del rostro, y la desesperación y el rencor se apoderaron de ella. La sangre volvió a brotar,  y tras unos segundos, ella desfalleció.
La nieve volvió a caer de forma tenue, en aquella gélida noche de enero, mientras el camión se alejaba por la carretera. Dimitri había enmudecido. La niña, también. Dimitri no era capaz de evadirse ni un solo momento de la imagen que acababa de ver. Finalmente, el compañero que conducía rompió el gélido silencio.
-Y… ¿Haremos con ella lo mismo que con los otros?
-Si. – Respondió Dimitri de forma seca. – Daremos en adopción a la cría. Pero en este caso nos preocuparemos de a quién se la damos.
-¿Tiene nombre?
-Nunca me lo llegó a decir la madre.
-Dimitri, sabes que sin un nombre no podemos hacer nada. Volveré a preguntártelo otra vez: ¿Tiene nombre?

-Si. Se llama Irene.

jueves, 27 de febrero de 2014

Amor rizado

Tenía quince años, una edad en la que resonaban aún en mí los cristales de las ventanas destartaladas de la escuela, por los que entraban el sol, las nubes, las ondas del tacto de la lluvia suave o tormentosa y los movimientos curvos de las ramas del guindo del patio, el olor a serrín para la estufa de la clase en invierno, los pupitres para dos, con sus tinteros llenos de faldas de lapiceros y diminutos trocitos de borradores sobre los tableros con garabatos, las pizarras negras y las tizas blancas, mi amiguita, cuyo nombre en latín sinificaba poema o canción, el chico que metía lagartijas en mi cartera, los dos maestrillos  que me mandaban a media mañana a sus casas, si me portaba bien, o me suspendían en conducta, a recoger fruta o yogur para soportar sus mañanas de trabajo,  el otro maestro guapo, que fue mi sueño platónico en octavo curso, la bajita maestra suave y el maestro feroz que rompió el anillo de mi vecinita con una vara, el recuerdo de la enciclopedia donde venía el Cara al sol , mientras yo pensaba ingenuamente que era una canción romántica, por lo de la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, la gimnasia en el patio que sólo consistía en levantar y bajar los brazos y formar abanicos con las piernas, la comba y la goma, el quisiera  ser tan alta como la luna, bailar al son de ese jardín de la alegría al que quería mi madre que fuera y  pensar en la tarara en los discos de vinilo, los sobrehilados de la clase de costura,  hacer con amor sensitivo las Flores a María, ver un eclipse con un cristal ahumado, tomar la leche en polvo o de botella de pie,  en la galería, llevar uniforme de rayas blancas y marrones con lacito rojo, acudir a la visita a la iglesia antes de comer,  atendiendo a la llamada  de dos mujeres devocionales que nos invitaban a los niños desde las escalerillas del templo, las tardes de paseo con los maestros a las eras, las cigüeñas de la plaza que alegraban en primavera nuestros recreos, la salida de la escuela para merendar y jugar en la calle o ayudar a nuestras madres a tender en los juncos de la Fuente de la teja la ropa recién lavada en el arroyo, la responsabilidad de elegir entre trabajar de por vida en las fábricas de zapatos o pedir una beca lejos para estudiar el bachillerato, y optar por la propia vocación.

Tenía quince años y era una niña. Estábamos en junio, comenzaban las vacaciones de verano. Acababa de regresar del internado, donde aprendía letras, números, idiomas, el cine los sábados en el salón de actos, acordes,la sensación de lejanía de la familia, mi propia expresión anímica y el descubrimiento de nuevos seres afines, la vida, en suma, en una universidad laboral en teoría para hijos de gente humilde, en una ciudad medieval con escudos nobiliarios, que olía a encinas y celindos, a la que me escapaba a menudo para respirar la libertad.  

Aquel día, con el sol casi su cénit, yo estaba con mis amigas en el puente viejo. Venías desde algún sitio con una guitarra en los brazos.  Y tu cabello dorado se ondulaba, cabello de serafín. Y tu camisa de cuadros y tu pantalón vaquero escondían a un atleta. Y eras blanquísimo, blanquísimo, con los ojos como almendras y ambarinos. Y las líneas de tus labios parecían montañas sobre un campo de centeno. Y se estremeció mi piel. Y sin saber quién eras te quise. Y, por azar, aquel mismo verano nos unió en la misma pandilla para siempre. 

Llevo este recuerdo atado a todos los vaivenes de mi vida. Yo era una niña, sí, y tú el que  me enseñó a reconocer mi voz de mezzosoprano, el que interpretó a Vania cuando yo, embarazada, era Sonia, feliz Chéjov, el que se abrazó a mi boca, pura pasión por la vida, y conversó conmigo sobre las cosas y lo Creado, el que me dio luz y sombra, mi amigo para toda la vida, el padre para nuestro hijo, mi primer amor.

Mi niña de quince años escribió un libro para que su amor sea eterno. Mi niña tenía los ojos abiertos para mirarte, para que ampliaras su mundo. Y lo hiciste. Lo haces. Y, aunque el tiempo a veces es un hada revoltosa, te pinto este retrato para no me olvides.





domingo, 23 de febrero de 2014

El cuadro

Me encontraba creando. Pintaba dos seres unidos por el cordón umbilical de la vida y al mismo tiempo libres. La joven madre y el niño vestían de blanco. Ella dejaba caer su trenza por el pecho, mientras miraba a su niño con ternura, y el pequeño se abrazaba a su madre con un gesto de felicidad. Alas que eran corazones nacían en las espaldas de ambos seres, dentro de un fondo trigueño con un sello floral de campanillas carmesí en la parte inferior izquierda del cuadro.
Con la última pincelada me retiré del caballete para ver el efecto de la composición. Por la ventana entraban la luz vespertina y los gorjeos de los pájaros. Pensé todo está como quiero. Sabía que mis pinturas nunca serían convencionales, tal vez resultarían difíciles de clasificar. Además, tardaba muy poco en hacerlas, con más emoción que técnica, aunque, eso sí, reconocibles por mi estilo. Pero no  sabía  expresarme artísticamente de otra manera.
Cuando más tarde me quedé dormida soñé con los seres del cuadro. En escenas sucesivas del sueño vi a la madre dar a luz tras un parto largo y al hermosísimo recién nacido acurrucado en  sus  brazos. Luego los dos crecían entre nanas y juegos y atravesaban la adolescencia del hijo y su juventud. De pronto algún sufrimiento les había engordado, pero después retomaban los dos seres su esbeltez y el hijo, ya maduro, caminaba por la vida de la mano de su propia familia y la madre se había vuelto a enamorar.
Al despertar creí seguir soñando. Me acerqué al cuadro y las miradas de la madre y el niño se conectaron conmigo. Sus labios se movían, me hablaban. Sus cuerpos volaban por el cuadro, salieron, revolotearon por mi frente, por mis brazos y mis piernas, se metieron en mi corazón. Les oí llorar, reír, cantaron. Finalmente regresaron a su lugar en el lienzo. Me froté los ojos y esperé durante un tiempo interminable, sosegándome, sentada en el sofá de mimbre. No sabía qué esperaba, tal vez volver a sentir el agradable estremecimiento de aquellas dos figuras encarnándose y rozándome, moviéndome, viviéndome, viviéndolas yo también. 
Le conté a mi hijo la experiencia. Estarías aún en duermevela, dijo, o se tratará de alguna alucinación.  Pero hay sueños que guardan una lógica en su misterio, a veces son tan nítidos que recordamos incluso sus detalles.
Hace treinta y cinco años que me ocurrió esta historia. Ahora soy una viejecita que tiene un compañero y mi hijo disfruta con sus hijos y sus nietos. Me rodea el amor por todas partes y doy mucho amor. Todavía pinto, aunque mis manos a veces tiemblan un poco, como si bailaran. Y siempre me he preguntado si cada inspiración de la vida, la cotidiana o artística,  nos lleva a nuestros sueños o si son los sueños los que inspiran la vida, con sus días y sus noches.  Sí, me lo pregunto porque tuve una visión que luego fue real. ¡Y hay tantas cosas que no he contado!. No crean que soy una loca de atar, no. Cuando se mira hacia adentro, la belleza está viva, sale de sí misma, nos quiere, la queremos. No es tan raro. 

viernes, 21 de febrero de 2014

EL ALGUACIL


Mi trabajo consiste en custodiar esta caravana, y vive Dios en el cielo que habré de hacerlo bien, aunque mi espada tome brillo por limpiarla en exceso de la sangre de cualquiera. Porque es orgullo para un hombre la confianza vertida por los notables, y valga mi admiración y mi gratitud por don Félix una dedicación desmedida a la labor encomendada. Y ay del que pretenda que lo más nimio se me pueda reprochar. Si de algo me pude servir para ganarme mi pobre vida, como siempre la definió mi padre, fue de saber ser digno del favor de los grandes hombres, y loco habría de estar si arriesgara una piedra de río en ser traidor ante ojos que milagrosamente se dignaron a posarse en mí.

Sí, bien sería que mi padre pudiera verme ahora, con la vestimenta lujosa de alguacil y el jornal asegurado. Tanto debería sentir arrepentimiento como orgullo, de ver a su hijo despreciado viajando al encuentro de la reina de Castilla, como custodio del mayor presente que los hombres verán, el regalo de un nuevo mundo para su mayor gloria. Y avergonzado hasta la imploración de saber que don Félix, el amo denostado por los ignorantes, ha sabido perdonar su maledicencia y su deslealtad a través de su hijo, a quien ha cubierto de honores. Porque don Félix es hombre de linaje y de alcurnia, que no habría de mirar y mucho menos tratar a seres como yo, pero siendo buen cristiano, así como de su caridad los sucios rebaños de Dios encuentran pasto y acomodo en sus tierras, también premia a los fieles cuyo comportamiento no presenta resquicios.

Hace dos semanas me hizo el honor de dirigirse a mí: “Pedro, te hago responsable de que todos los indios lleguen a Barcelona. Si así fuere, recibirás el justo premio y el pago que te mereces. Pero si por tu torpeza alguno de ellos se perdiera por el camino, entonces me habrás de pagar tú, y te juro que me cobraré tu vida”. No pude por más que arrodillarme y besarle las manos, pues jamás honor tal había entrado en mi casa. Pues bien podría entenderse que cuando el señor Colón y los marineros llegaron a Palos y quisieron organizar el viaje hacia Barcelona, que don Félix, hombre ancho de recursos, amigo de la Corte y de justa fama en las grandes casas de Sevilla, fuera llamado a favorecer a don Cristóbal. Pero poco sería esperado que en tan decisivo momento se acordara de mí para la guardia del encargo.

No temo que todo va a salir bien, y que habré de triunfar en lo que de mí se espera. Los indios son pacíficos, y así habrán de seguir si no quieren que el látigo deje sitio a la espada, pues don Félix me recomendó firmeza y yo sólo he de cuidar porque lleguen a destino. Estoy atento a que no importunen a los señores, y acallo sus lamentos de raíz. Ayudo a los padres a que la palabra de Dios entre más allá de los piojos de sus crines, mas poco me preocupa que sea más con humillación que con humildad.

Cuando recibí el encargo fui a dónde los indios estaban, a fin de aprenderme sus rostros para que ninguno se me borrara. Ingenuo de mi, que con ese aspecto nada podrían hacer para parecer cristianos, tan cetrinos y peludos, así que difícilmente habría engaño que les hiciera pasar ante mi vista sin yo reparar en ellos. Habíanlos colocado en un barracón inferior, con una sola ventana. Un par de frailes se ocupaba de ellos, más bien diría que de proporcionarles agua y comida, porque en cuanto a la limpieza toda la estancia desprendía un hedor irrespirable. Al olerlo sentí un asco infinito hacia ellos que todavía se mantiene, así que desde el umbral de la estancia, disuadido de entrar por la pestilencia, ya les dejé alto y claro lo que habrá de ser y lo que ocurriría si a alguno le diera por cavilar la idea de escaparse.

Seis son. Cinco de ellos ya ancianos, de tal guisa que la impresión primera fue pensar en muestra de despojos más que de hilo fino lo que a la reina se enviaba. Más hacía pensar en barro de camposanto que en río de oro la contemplación de esas carnes arrugadas. Pero el sexto es más joven, tan sólo un mozo de quince años más o menos, y el más despierto y el menos dócil de todos ellos, casi con la misma edad que yo tenía cuando entré al servicio del amo, aquel año que a mi padre se le ocurrió la necedad de echarse al monte. En todo caso, el hedor que despedía la estancia los convertía en un único bulto pestilente, una triste piara que de un modo u otro, para mi desgracia y mi suerte, habré de conducir hasta la otra punta del reino. Pese a todo lo que me dijo don Félix, el presente para la reina no me suscita la más mínima admiración ni el menor aprecio. Tampoco me inspiran piedad, aunque me considero buen cristiano y a que es bastante perceptible e imaginable el miedo que sienten. Pánico podría decirse, si uno pensara en verse rodeado de extraños tan lejos de su patria y ante un devenir incierto.

Pero yo no pensé en nada de esto. Tan sólo en las duras jornadas que tenía por delante y en que la cuerda completa representaba una amenaza para mi paga y mi premio una vez lleguemos a Barcelona. Así que no crucé palabra con ellos, ni volví a verlos hasta el día de la partida.

Don Félix me conminó a hacerme con un transporte adecuado para las leguas por venir, y si bien fui aconsejado por los frailes a que tomara algunas mulas de los establos, he tenido a bien agenciarme un carro cerrado, con barrotes y techo, de los que usan los alguaciles del reino para los galeotes, los herejes y los locos. La causa de esta elección es obvia, dada la tarea encomendada, pues era poco probable que los indios supieran montar, y mi labor se dulcifica al tenerlos a todos a buen recaudo en todo momento. Además, conozco de sobras a don Félix, y supe que el cariz de su indicación, a suerte de haber monturas para todos en su hacienda, de no desprenderse de ellas y de hacer lo que hice. Como medida de precaución, ya que quería evitar que don Cristóbal o alguno de los frailes protestaran la medida en pro de la humanidad del porte, me ocupé de que el carro tuviera aire y espacio suficiente, su buen colchón de paja limpia, y que las ruedas y los ejes estuviesen en disposición de no andar a trancas a cada trecho. Así hice de las mulas, que procuré fueran mansas y de buen guiar, por que la andadura fuese lo más liviana posible. Sorpresa fue para mí que no se me reclamara inspección y, más aún, que nadie dijese nada.

Así fue que la mañana de la partida los seis pasaron en silencio de una celda a la otra, y tan mansos y asustados que no me pareció menester encadenarlos. Simplemente fueron sentándose sobre la paja, repartiéndose el espacio de la mejor manera que su entender dispuso, y quedándose inmóviles, con la cabeza entre las rodillas, tal como permanecen la mayor parte del camino. Con el carro formado y las mulas enganchadas, dejando al grupo a recaudo de los dos hombres que tomé por ayudantes, fui a rendir pleitesía a don Félix antes de la partida. Este me dio sus parabienes, me dijo que me pusiera a las órdenes de don Cristóbal y me recordó que mi labor era que los seis llegaran con vida a Barcelona, y que otra cosa sería un fracaso que tendría su castigo.

Con estas, por fin, la comitiva se puso en marcha. Formamos la caravana don Cristóbal, dos marinos de su confianza, cuatro religiosos, tres criados que don Félix puso a disposición del Almirante, dos mozos de mi confianza y yo mismo, amén de la recua de infieles en su carro y de otros con enseres, animales y plantas de las nuevas tierras. He provisto alforjas con víveres de emergencia y llevo grilletes, látigos, palos y espadas, por mor de utilizarlos llegado el caso. Mis dos ayudantes son camaradas de antaño, del grupo que don Félix vino a conformar para llevar paz a la comarca, y me son absolutamente leales y obedientes, pues voluntad del amo fue que así sea, siendo bien cierto que también me lo supe ganar, que nunca permití confianzas ni quereres en asuntos de trabajo. Los criados se ocupan del bienestar de Colón, mientras que los frailes persiguen la conversión rápida de los indios, pues ovejas del Señor habrá de verlos la reina. En cuanto a los marineros apenas cruzan palabra con nadie, y su tarea no se me antoja que sea otra cosa que dar fe si se les requiere.

De todos ellos no atiendo más órdenes que las de don Cristóbal, si bien es cierto que hasta el momento, y ya estamos a un par de jornadas de Zaragoza, en ningún momento ha contradicho mis opiniones, sino que más bien me deja hacer, a su completo pláceme y confianza. Los demás ni se me arriman, y en cuanto a los religiosos, los he acostumbrado a pedirme permiso cuando pretenden acercarse a los indios. Bien podría ver ahora mi padre a la mula de su hijo mandando tropa camino de la Corte, y entender de últimas donde está la verdad de los litigios que mantuvo. Porque no está el beneficio en la disputa con el poderoso sino en el entendimiento de que lo es por algo, y que la obediencia y el acatamiento llevan el pan a la mesa, y lo contrario es el fuego y el hambre. Bien podría mi padre estar vivo para comprenderlo al fin, y retirar todas las maldiciones que me espetó. Sí, los poderosos lo son por algo, y la rebeldía no sólo es ultraje sino falta de raciocinio.

Los indios se mantienen quietos, casi inmóviles, y apenas hablan entre ellos. No deben ser del todo idiotas y pronto entendieron que el látigo era la respuesta a su jeringonza, así que guardan silencio cuando estoy cerca. Aprenden rápido, pues incluso bajan la mirada frente a mi, y nunca protestan la ración ni piden más de lo que se les da. Tan sólo algunas veces el jovenzuelo me clava la mirada, aunque no se atreve a sostenérmela, y la retira de súbito en cuanto hago ademán de llevarme la mano al cinto. A pesar de eso no dudo que me observa y me reprueba constantemente, como si ese despojo humano se sintiera por encima de mi y me tuviera lástima, y eso es algo que no creo que pueda soportar muchas más jornadas.

La verdad es que cada vez me incomoda más, me pone furioso. A veces me parece un demente, cuando se queda mirándome con esa sonrisa estúpida, como de cura bonachón que regaña a un niño. Hace dos noches, mientras hacía la ronda para comprobar que todo estaba en calma, no pude evitar soltarle un puñetazo a través de los barrotes del carromato. Volvió a mirarme de la misma manera, sin odio, sin desprecio evidente, pero que de alguna manera me hace desear matarlo. Igual que me miraba mi padre al final. Creo que lo que no soporto es que esa forma de mirar me haga recordar asuntos que quiero olvidar.

En todos los pueblos y posadas que hemos cruzado he encontrado campesinos de la misma calaña que los de mi pueblo. A todos ellos les he narrado las fabulosas riquezas que se esconden detrás de los pordioseros del carro, y ante todos ellos he exhibido mi autoridad y mi habilidad con el látigo. Todos quedan extasiados con lo que las nuevas tierras podrían deparar a un hombre con suficientes arrestos como para cruzar el océano y estar dispuesto a someter a jaurías de nativos. También quedan absortos ante mi prestancia, y sé que envidian el poder que manejo ante los indios. Yo no soy como ellos. Dejé de ser el campesino débil y acobardado hace muchos años, y no me quedaré rogando lluvia y soportando humillaciones el resto de mi vida. Yo, como don Félix, ganaré a fuego mi tierra y someteré a los que allí vivan, sabré ser un gran hombre como lo es él, y nadie podrá discutirlo. Si algo he aprendido es que sólo hay dos tipos de hombres, los que humillan y los que son humillados. Lo que hay dentro del carro es la prueba de que a todo se le puede dar la vuelta.

Todo esto empecé a aprenderlo a partir de aquella tarde en que mi hermana volvió a casa con sangre en el rostro y las piernas, y mi padre vociferó venganza. Han pasado ya muchos años pero recuerdo bien que la niña sollozaba que unos caballeros la habían forzado al volver del río, que entre ellos iban don Félix y el hijo de éste, y que le dolía todo el cuerpo de los palos que le habían dado. A pesar de todo, mi padre acalló su pena, pues aún la prudencia le guiaba, y no hubiese dicho nada de no saber al poco tiempo que mi hermana estaba preñada. Fue entonces cuando se decidió a pedirle cuentas a don Félix, dispuesto a que éste le diera una salida para la vida rota de su hija, que de allí para siempre marcada estaría por aquello. Marchó para la hacienda, y no sé en qué términos se desarrollaría el encuentro, pero el hecho es que a mi padre lo trajeron al día siguiente muy malherido unos campesinos vecinos. Muchas horas pasó entre la vida y la muerte, delirando toda suerte de torturas para el amo, mientras que mi madre y mi hermana no hacían otra cosa que llorar, y yo sólo sentía miedo. Miedo a que la vida se parase, a que cayéramos en el estigma de moriscos como antes lo habíamos sido, a que se recordase que no muchos años antes fue mi abuelo el que renunció a Mahoma y abrazó la fe verdadera, a volver a caer en el desprecio y la desconfianza de que a duras penas habíamos conseguido escapar.

Mi padre, cuando salió con bien de la agonía, gracias a Dios, escuchó las imploraciones de mi madre y aceptó de mala gana la humillación como algo irreparable, por la prenda más jugosa de conservar el pan en la mesa y las vidas de su familia, que la honra con muerte muerte es, y la vida con escarnio sigue siendo vida. Pues de necios es apostarlo todo a una jugada a sabiendas que se manejan malas cartas. Mi padre calló, una vez más, y no pasó nada, el incidente quiso borrarse de los dimes del pueblo, y quedó mi hermana como otra pobre descarriada, a cuestas con un bastardo, igual que muchas otras de antes y de después. Y así siguieron las cosas hasta que la pobre infeliz en mala hora determinó a lanzarse a las rocas del barranco, para sanar con muerte su dolor. Ese día mi padre enloqueció, y junto a unos pocos como él, cristianos recientes cuyas familias habían vivido en esas tierras desde siglos antes que el primer antepasado de don Félix las pisara por primera vez, se echó al monte.

El más joven de los indios se mantiene en silencio, como los otros. Es el que mejor aprende las oraciones y pasa la mayor parte del tiempo junto a un anciano que ya me pareció de poca salud cuando partimos y que ahora me parece moribundo. He pensado en doblarle la ración por si consigo que llegue vivo a Barcelona, si bien no creo que sea así. Últimamente no para de toser, y hasta ha escupido sangre, poco parece poder hacerse. El otro le atiende e intenta darle ánimos. Y en el entretanto me mira, siento que me clava la mirada a distancia, lo noto incluso cuando no lo puedo ver. Una mirada más que de odio, de burla y de desprecio. Pero también de lástima, estoy seguro de ello. Soy el guardián del rebaño de otro, el fiel lacayo que cuida los bienes del amo, esa mirada lo dice, y hace tiempo que juré que mataría a quien me volviera a mirar así.

Hace tiempo. El grupo de mi padre anduvo robando caballos y mulas y matando ganado de la hacienda de don Félix, algo que provocó que éste organizara partidas para dar con ellos, pero que no dio término a su paciencia y hasta a su buen humor, pues como divertimento se lo tomaba por entonces. De ello era prueba que tanto mi madre como yo continuábamos vivos. Alguna vez mandó a alguien a casa para decirle a mi madre que si le veía le dijera que mejor sería para todos que se dejara de necedades, que dispuesto estaba a olvidar el asunto si la cosa no iba a mayores. Nosotros correspondimos la advertencia. De una manera u otra siempre sabíamos por donde andaba mi padre, y yo me encargaba de subirle víveres y ropa de cuando en cuando. A lo de don Félix respondía que el tiempo no se había cumplido, y que mejor haríamos mi madre y yo en marcharnos lo más lejos posible. Yo ya temía por aquellos días que mi padre había perdido la razón, pero aún confiaba en que a no mucho tardar acabaría por sanarse y las cosas se calmarían. Me esperanzaba que algunos de su grupo ya habían desesperado e iban regresando, quedando zanjada la querella con el amo por el precio de unos cuantos cerdos de sus pobres cochiqueras.

No fui consciente de lo que me equivocaba hasta el día que supimos que mi padre, junto a los tres que aún le seguían por entonces, llegaron a toparse con el hijo de don Félix en el camino del río, y le dieron muerte en el acto. Esa misma noche dos lacayos del amo me sacaron a golpes de casa ante los gritos impotentes de mi madre, y a golpes me llevaron hasta la hacienda.

A estas alturas los ejes chillan como demonios, y el carro da tantos tumbos que las magulladuras y los vómitos empiezan a ser algo habitual en el pasaje. El anciano enfermo parece que delira, si bien no puedo asegurarlo pues no entiendo lo que habla, más anoche uno de los frailes me dijo que tiene tanta calentura que teme que no sobreviva un par de días más. Los indios, sin embargo, no alborotan en demasía, y sólo lanzan quejas ahogadas sin destino, no piden en realidad nada, y se diría que están entregados a su suerte, que yo creo, y apostaría una bolsa a que ellos lo dan por seguro, no les depara otra cosa que una muerte cierta y no demasiado lejana. No soy hombre de saberes ni estudios, por lo que no alcanzo a ver qué utilidad encontrarán para ellos una vez terminada la audiencia. Bachilleres habrá en la Corte capaces de discernir una estrategia que sirva los intereses del reino, pero no confío en ello, a sabiendas también, como me dijeron en Palos, que son de natural enfermizo y que cuatro de ellos no sobrevivieron al viaje de vuelta. El joven guarda silencio, y ni tan siquiera entra en el coro de lamentos que cada vez más a menudo entonan los otros. Se limita a consolar al anciano y a ayudarle a aprender las oraciones. Se mantiene sereno, observando con esa mirada altiva que me llena de ira y me desconcierta.

Los lacayos de don Félix me arrojaron al suelo en el patio de la hacienda, junto a las caballerizas. Por el camino no habían parado de pegarme, mientras me contaban lo que había hecho mi padre. Así que allí, de cara contra el suelo, permanecí quieto, añadiendo a la sangre que llenaba mi cara, al sudor y a la orina que mojaba mis pantalones, las lágrimas de pánico por lo que creía iba a ser mi muerte inmediata. Tuerto, pues no podía abrir un ojo, y casi sordo del dolor que sentía, alcancé a notar la presencia del amo enfrente de mí. Me dijo que me pusiera en pie y me apresté a hacerlo, mas habría sido imposible si uno de los lacayos no me hubiera sostenido. Por fin en pie no me atrevía a levantar la cabeza, optando instintivamente por una actitud de sumisión que deduje sería la única que tendría alguna posibilidad de salvarme la vida. Don Félix, entonces, me llamó por mi nombre, y comenzó a hablarme de una manera que no olvidaré nunca. “Pedro, tu no has hecho nada, pero asuntos de otros te han traído hasta aquí, y ya no hay forma de echarse atrás. Yo no puedo detenerme ahora, y lo que yo voy a hacer te ha de llevar por delante, de una forma o de otra. Sólo tienes dos caminos. Uno de ellos ya lo has andado, termina aquí. Ahora me resultaría muy fácil pagarle a tu padre con la misma moneda, pero yo creo que está tan loco que no le dolería como debiera. Por eso hay otro camino. Este implica que me habrás de rendir un servicio. Y ese servicio es la vida de tu padre. ¿Lo comprendes, Pedro?” Asentí con la cabeza. Don Félix continuó hablando. “Yo no voy a detenerme ahora, y jamás voy a perder. Tu padre debería haberlo sabido. Yo no perdono, y tengo fuerza suficiente para pagar con creces todas las afrentas. El debería haberse quedado en su casa, manejando su arado o lo que sea que tenga, tendría que haber llorado a esa infeliz y no hacer nada. De los de vuestra condición es lo que se espera. Pero yo no, yo no hago eso. He de inflingirle el doble de dolor, y por eso has de ser tu el que me lo entregue. Los hombres como yo no perdemos nunca, no debes olvidarlo”.

No lo he hecho. Allí mismo juré a don Félix que cumpliría el mandado. El amo pretendía simplemente que la próxima vez que mi padre nos mandara recado fuera a decirle dónde estaba. Quería apresarlo, y darle una muerte terrible, y también quería asegurarse de que supiera que era yo quien le había traicionado. Le juré que lo haría. En un principio fue por miedo, por salvar la vida de mi madre y la mía, al fin y al cabo mi padre ya estaba perdido. Pero después entendí las palabras de don Félix mucho más de lo que hubiera imaginado. Pensé en las caballerizas, pensé en los salones, pensé en los rebaños, en los lacayos, pensé en los ropajes y las viandas. Pensé en todas las cosas, tierras, voluntades, mujeres, que él se había atrevido a tomar por la fuerza sin temer nada. Sin temer nada. Entonces lo entendí, él no perdía nunca.

Cuatro días después mi padre me mandó llamar para que le llevara víveres y ropa de abrigo. Decidí que no seguiría las instrucciones de don Félix tal como me las dio. En vez de correr a avisarle fui donde mi padre. Se escondía en una cueva, al otro lado de la Sierra, no muy lejos del pueblo. Yo conocía bien el lugar, él mismo me lo había mostrado tiempo antes. Subí por la noche. A la entrada montaba guardia uno de los suyos, un campesino vecino nuestro de toda la vida, llamado Juan. Los otros dos dormían fuera de la cueva. Juan me reconoció enseguida, me abrazó y me dijo que encontraría a mi padre dentro. Esperé a que me diera la espalda y le degollé con un cuchillo que traía. Después maté a los otros dos, que no llegaron a despertarse. Luego, entré en la cueva y encontré a mi padre. No permití que se me acercara. Solamente le dije que era un necio por enfrentarse a don Félix, que los hombres como él nos sobrepasan y que nosotros deberíamos aceptarlo en silencio, dando gracias por seguir vivos. Le clavé el cuchillo en el estómago con toda la fuerza de que fui capaz, y aún se lo clavé varias veces más antes de que se desplomara. Repitió mi nombre varias veces mientras se desangraba, maldiciéndome e insultándome, llamándome hijo de puta, inútil y no sé cuantas cosas más. Por fin quedó en silencio, mirándome fijamente con una expresión de tristeza, como si sintiera lástima por mi. Después dejó de mirar.

Lástima por mi. Desnudé el cadáver de mi padre y lo até con cuerdas a una de las mulas que habían robado meses antes de las cuadras de Don Felix. Me aseguré que las tripas que yo había abierto quedaran bien expuestas, y dejé sus ojos abiertos. También hice algunos cortes más a lo largo de su cuerpo, para que toda su cáscara luciera bien ensangrentada. Después, reuní el resto de los caballos y me dirigí hacia la hacienda.

Don Félix estuvo a punto de acabar conmigo cuando llegue, por haberle burlado el objeto de su venganza. Pero al ver el espectáculo de mi padre arrastrado entre una recua de mulas se dulcificó un poco, y entendió más que cumplida su ira. Mucho más, en realidad, pues con el tiempo me premió con su confianza. 

He jugado lo mejor que he podido las malas cartas que llevaba. He conseguido burlar la miseria. Pude ganarme la vida, mucho mejor de lo que mi padre hubiera soñado, y pronto me haré rico a costa de los paisanos de estos infelices que llevo en el carro. Lástima por mi. Si mi pobre padre pudiera verme ahora no me miraría de esa forma.

Como me mira es sucio pordiosero imberbe. Juré que nadie volvería a hacerlo. Hay que hacer lo necesario, empiezo a pensar que no llegará a Barcelona. Ya me las agenciaré para quedarme a solas con él. Después será fácil convencer a todos de que el muchacho quiso escapar. No tuve más remedio que matarlo. No tuve más remedio.