miércoles, 5 de febrero de 2014

LLANES Y CLARA


Para Llanes la vida, antes de conocer a Clara, había sido como una plácida tarde de verano sentado en el chaflán de la tienda de sus dueños, donde vivía desde que nació. Al menos esto era lo que más claramente recordaba de cuanto le había ocurrido antes, pasarse las tardes allí sentado, mirando a la gente ir de un lado para otro, y esperar emocionado a que algún barco apareciera por la embocadura del puerto. Entonces salía corriendo a recibir a los pescadores, ladrando y haciendo cabriolas, dándoles la bienvenida a su manera. Esto era lo que más le gustaba en el mundo, y jamás había encontrado razón alguna que le impidiera hacerlo. Para evitar que se enfriara, ya que no había forma de hacerle entrar en razón y conseguir que se metiera para adentro ni siquiera cuando llovía o soplaba el viento desde el mar, su ama, la dueña de la tienda, le había puesto una pequeña alfombra raída a un lado de la puerta. Llanes se sentaba encima de la alfombra y se medio adormilaba a la espera de la sirena del puerto, aunque siempre estaba atento por si alguien quería entrar o salir. Entonces se echaba respetuosamente hacia un lado, y nunca ladraba ni gruñía, incluso aunque a veces la persona no le gustara o le cayera mal, porque alguna vez que lo había hecho antes le habían regañado muy fuerte. Parece ser que no se esperaba de él que asustara a las personas para evitar que entraran, así que dado que nadie le había encomendado una labor específica, simplemente se había aficionado a dar la bienvenida a los marineros, de manera que ya estos no concebían volver a puerto sin encontrarse en el muelle al juguetón perro de la barriga blanca y los ojos azules.
Llanes era un Huskie, un perro esquimal como le gustaba decir, aunque nunca había vivido en el Polo. Hasta donde recordaba siempre había estado en la gran tienda de regalos que hay en la calle principal, justo donde empieza el puerto, al lado de los restaurantes de marisco y los bares y las sidrerías. Era todavía muy joven, apenas había cumplido los dos años, y aunque ya era bastante grande todavía era muy infantil y juguetón. El nombre se lo pusieron porque el día que llegó sus dueños estaban muy ocupados y no tuvieron tiempo de pensarle un nombre, así que decidieron llamarle Llanes, como el pueblo donde vivía, que es un pueblecito de Asturias rodeado de hermosas playas y verdes montañas. Todos en el pueblo le habían cogido cariño, no sólo porque les agradaba la forma en que se había acostumbrado a recibir a los pescadores, sino porque era un perrito dócil y cariñoso que nunca había ocasionado conflictos.
La primera vez que Llanes vio a Clara estaba sentado en su raída alfombrilla, en el chaflán de la puerta de entrada de la tienda. No le pareció especialmente guapa, pero le llamó la atención que llevara puesta una especie de banda de color rojo alrededor del lomo, de la que salía hacia arriba una agarradera parecida a la que los humanos ponen en los cochecitos de los niños o en los carritos del supermercado para poder manejarlos mejor. “Mira, un perro con ruedas”, pensó.
Clara venía bajando muy despacio la cuesta de la calle principal hacia el puerto, acompañada de un hombre de gafas oscuras al que se le notaba que le costaba caminar, y que parecía no saber muy bien dónde se encontraba. Clara guiaba al hombre, quien se apoyaba de la agarradera del lomo, dejándose llevar más que controlando a la perrita. Cuando la vio aparecer Llanes se levantó del suelo y salió a su encuentro moviendo el rabo, que es lo que hacen los perros cuando están contentos, y fue directo a olisquearle el culo, que es lo que hacen los perros cuando se quieren saludar. Clara, a quien no le hacía mucha gracia que cualquier perro desconocido se atreviera a olisquearle el trasero, se puso un poco nerviosa. Como no quería que se lo notara no se le ocurrió otra cosa que quedarse muy quietecita y en actitud muy digna, con los ojos cerrados y la barbilla muy levantada.
Lo que ocurrió es que el hombre no se dio cuenta de que Clara se había quedado parada y como tenía la mano cogida de la agarradera del lomo se frenó también de golpe, con tan mala suerte que deslizó los pies sobre un pequeño charco de grasa de pescado que había en la acera.
Ay, madre - dijo, Clara, al ver que el hombre se pegaba el batacazo contra el suelo. - Qué desastre. Ha sido por tu culpa. - Llanes se quedó un poco perplejo. “¿Por mi culpa?, ¿y yo qué he hecho”, pensaba, mientras que desde dentro de la tienda salían sus dueños a socorrer al pobre ciego, que desde el suelo no hacía más que maldecir a la pobre Clara. Cuando por fin consiguieron ponerlo en pie lo llevaron hacia dentro de la tienda para ofrecerle un vaso de agua y un rato de descanso. Clara y Llanes se quedaron callados un momento, pero después no pudieron aguantarse la risa y empezaron a carcajada limpia al recordar la manera tan graciosa como se había caído aquel señor. 
Desde entonces se veían todos los días. Clara le contó a Llanes que en realidad no tenía ruedas, sino que era una perrita de asistencia.
¿Qué es eso de perrita de asistencia? - le preguntaba.
Pues quiere decir que me han entrenado para ayudar a caminar a las personas que no pueden ver. Yo les sirvo de guía, y evito que se tropiecen con las farolas o los bordillos de las aceras. También les indico cuando tienen que pararse y cuando pueden cruzar la calle.
Qué cosas - decía Llanes, quien en realidad nunca había pensado en que ayudar a las personas fuera una idea interesante. “A mi nunca me ha faltado de nada”, pensaba, “y lo único que he hecho ha sido dar lametones, mover el rabo y dejar que me acaricien los marineros en el puerto”. 
O - O - O
Con el tiempo Clara le fue pareciendo a Llanes cada día más preciosa. Le gustaba estar con ella, compartir sus juguetes y sus comidas, incluso le había dejado un trocito de la raída alfombra para que dormitara con él en las tardes en que hacía bueno, a la puerta de la tienda. 
A Llanes también le gustaba escuchar a Clara hablar de su trabajo. A Clara le encantaba ayudar a la gente, le hacía sentirse útil e importante, y esto le hacía muy feliz. La habían entrenado desde muy pequeñita en una granja que había a las afueras, y ahora se dedicaba a ayudar a las personas ciegas que venían por el pueblo de excursión o de turismo. Sus amos habían montado un negocio de casa rural adaptada para invidentes hacía poco, y Clara era una de las ventajas que ofrecían. De momento, aunque Clara no tenía demasiado trabajo, las cosas no les iban del todo mal.
Llanes se preguntaba cómo era posible que una perrita tan joven tuviera un trabajo de tanta responsabilidad, y se hacía ilusiones sobre a qué le gustaría él dedicarse. Pensaba que tal vez podría enrolarse en un barco de pescadores y atravesar la mar pescando merluzas y jureles, o tal vez ballenas y tiburones. Pero no le gustaba el pescado. Pensaba que, a lo mejor, podría hacerse perro bombero, o policía, para apagar fuegos y salvar a las personas, o perseguir a los ladrones y a la gente mala. Pero en el pueblo muy pocas veces pasaban cosas de esas. Tal vez, pensaba también, podría hacerse perro astronauta, y que lo mandaran a la luna en un cohete, como a esa perrita Laika, que había visto en la televisión. Pero luego concluía que mejor no, porque tendría que irse del pueblo, y entonces no podría volver a ver a Clara.
A veces, Clara tenía trabajo y no podía pasarse por la tienda. Llanes iba entonces a buscarla por el pueblo y normalmente acababa por encontrarla. La veía guiando a algún ciego por la zona amurallada, o llevándolo a la playa, o simplemente esperando a la entrada de un restaurante a que su dueño ocasional terminara su comida. Siempre muy seria y muy guapa, con actitud muy digna, siempre preparada e impecable para cumplir su trabajo a la perfección. A Llanes, entonces, le gustaba aparecer por sorpresa y acercarle el hocico. Clara se sobresaltaba y le decía: “oye, Llanes, ¿es que nunca te cansas de olisquearme el trasero?; porque ya te vale, en serio, que eres un pesado y un cochino”. Pero la verdad es que a Clara, en el fondo, le encantaba encontrarse con Llanes de sopetón al doblar cualquier esquina del pueblo.
De todas formas lo mejor de todo eran las tardes a la puerta de la tienda o deambulando por el puerto. Muchas veces a Clara le gustaba acompañar a Llanes a dar la bienvenida a los marineros, y si no venía ningún barco, pues simplemente a pasear por los muelles y por las callejuelas estrechas que hay alrededor. En alguno de esos paseos se dedicaban a perseguir a Manolo, el gato que vivía en el callejón del Restaurante italiano. A ellos les parecía un juego inocente, y no sabían que el minino vivía en un estado permanente de estrés. Aunque nunca llegaban a hacerle verdadero daño, no había día que no se llevara un buen susto y una pequeña magulladura. La verdad es que el pobre gato estaba hasta los bigotes de los dos perritos.

Una de esas tardes en que los dos perros lo perseguían Manolo corrió todo lo que pudo, pero al final no tuvo más remedio que subirse a uno de los chopos del final del paseo. Desde abajo los dos perros le ladraban y rascaban el tronco del árbol, medio en broma en realidad. Pero Manolo estaba muerto de miedo, porque sabía que si se decidía a bajar algún que otro mordisco seguro que se llevaba. Así que, en un acto a la desesperada, reunió todo el valor que le quedaba y les gritó:
Qué pesados estáis hoy. A ver cuando os dedicáis a tener cachorrillos y me dejáis en paz de una vez.
Al decir esto los dos perros se quedaron mudos. Llanes fue a mirar a Clara, pero esta se puso muy vergonzosa y le apartó la mirada. A los dos empezó a latirles el corazón más deprisa de lo normal. Clara bajó las orejas y Llanes pensó que quería más a Clara de lo que nunca había querido a nadie, y le pareció que seguramente a Clara también le pasaba lo mismo. Ante la sorpresa del gato, Llanes y Clara agacharon la cabeza, dieron media vuelta y se marcharon juntos de vuelta hacia la tienda de regalos.
O - O - O
Un día, al final del verano, Clara se pasó muy temprano por la tienda de Llanes. Casi no había amanecido y era un día bastante nublado, pero la perra estaba muy contenta y quería contárselo. La tienda estaba todavía cerrada, así que Clara tuvo que ladrar muy fuerte para que Llanes la oyera desde el piso de arriba, que era donde el perro dormía junto a sus dueños todas las noches. Por fin, después de que Clara tuviera que insistir unos minutos, Llanes asomó su cabecita por el alféizar de la ventana.
¿Qué te pasa? - le dijo. - Si todavía no ha amanecido.
Es que estoy muy contenta, porque las personas que nos han contratado quieren que les llevemos de excursión a la montaña. Y yo nunca he ido a la montaña. Seguro que es muy emocionante.
Llanes pensó que para qué narices querría ir un ciego a una montaña, si no puede ver nada, pero enseguida desechó ese pensamiento: “cada uno puede hacer lo que le dé la gana” se dijo. “Siempre que no fastidie a los demás” añadió, al tiempo que miraba los negros nubarrones que a lo lejos se cernían sobre la Sierra del Cuera. Tenía aspecto de que iba a caer una buena tormenta.
Clara, yo creo que hoy no es un buen día para ir a la montaña.
¿Por qué? - preguntó Clara.
Porque parece que viene una buena tormenta, con rayos y mucha lluvia. Yo creo que puede ser peligroso andar por el campo en un día así.
Anda, quita, quita. Qué exagerado eres. ¿Vas a saber tú más que los humanos? Anda, anda, luego te cuento.- Y se marchó corriendo calle arriba.
Llanes no se quedó tranquilo. Ya no se pudo volver a dormir, y en cuanto abrió la tienda bajó a la calle y empezó a dar vueltas de un lado para otro, como un león enjaulado. 
Pasaron algunas horas. Los turistas iban y venían por la tienda. Llanes estaba sentado a la puerta de la tienda, pero esta vez no era como las otras. Era la primera vez que se encontraba de esa forma. Se sentía raro, no le apetecía comer, no se fijaba en las carantoñas que le hacían los clientes o sus dueños. Simplemente esperaba. Incluso, cuando sonó la sirena de un barco entrando en el puerto, Llanes ni se inmutó. y fue consciente de que no se movía. No es que no hubiese oído la sirena, es que simplemente no tenía ganas de ir a saludar a los marineros.
La mañana siguió avanzando, y Clara no volvía. “¿Dónde se habrá metido esta perra loca?”. Llanes estaba más y  más nervioso, gruñía a todo el mundo,  hasta el punto que la gente empezó a mirarle con prevención , y más de uno evitó entrar en la tienda. Su dueña se dio cuenta, de modo que se acercó hasta él y empujándole con el pie le dijo: “anda, Llanes, vete a dar una vuelta por ahí, a ver si se te pasa la mala uva que tienes hoy”. Llanes efectivamente se levantó y salió corriendo hacia la muralla, hasta el parque que está arriba del puerto, ese que aún guarda unos oxidados cañones de una guerra olvidada. Una vez allí se quedó mirando hacia la sierra del Cuera, que cada vez estaba más negra y más llena de nubarrones. Cuando empezó a llover con fuerza Llanes decidió que ya había esperado suficiente.
El problema es que no sabía muy bien hacia donde dirigirse. Nunca había estado en la sierra y desconocía cuál era el camino que debía seguir. Estando así las cosas decidió tirar hacia la casa de Clara, que se encontraba a la entrada del pueblo. Llovía a mares, pero Llanes prácticamente no lo sentía, estaba decidido a lo que fuese. Cuando llegó a la casa le pareció notar el olor de Clara. Llanes, como buen perro que era, sabía que tenía un gran olfato, pero nunca lo había empleado para seguir un rastro. Esta era una buena ocasión, pensó, y se decidió a utilizarlo, tomando la primera bifurcación a la salida del pueblo. Y así siguió la carretera de la sierra durante unos cuantos cientos de metros, con la nariz pegada al asfalto y al aroma de Clara, sintiendo que la vida se le escapaba en cada segundo que pasaba.
Unos minutos más tarde escuchó la sirena de un todoterreno de los bomberos, que venía por la carretera en su dirección. Llanes no lo dudó. Se plantó en medio de la calzada y empezó a ladrar con fuerza. El coche pegó un frenazo y resbalando en el suelo mojado, llegó a detenerse de milagro a tan sólo unos centímetros del hocico del Huskie. “¿Será posible?”, exclamó uno de los bomberos, mientras que Llanes daba un salto y se subía al capó del vehículo, sin dejar de ladrar. “¡Pero si es Llanes!”, dijo el otro bombero. Y como el primero no decía nada añadió: “Sí, hombre, el perro de la tienda de regalos, el que saluda a los pescadores”. “Y parece que quiere entrar. Puede que haya salido en busca de la perrita de asistencia, y seguro que nos puede resultar de ayuda ahí arriba”. El primer bombero asintió y se giró para abrir la puerta trasera. En cuanto Llanes lo vio se bajó del capó y entró de un brinco. La puerta se cerró y el coche continuó la marcha.
A los dos bomberos les sorprendió que Llanes entrara de esa forma, aunque la verdad es que les pareció bien, ya que un perro puede ser de muy valiosa ayuda cuando se trata de rescatar personas. Así que no le dijeron nada. Llanes no estaba tranquilo, de todas formas. Aunque el coche iba a toda velocidad a él le parecía que iba a paso de tortuga, por lo impaciente que estaba por llegar cuanto antes junto a Clara.
Por fin el todoterreno comenzó a subir las pendientes de la Sierra del Cuera, por unas pistas de tierra estrechas y llenas de curvas que Llanes no había visto nunca. La lluvia no paraba de caer y el conductor se afanaba en evitar que los cristales se empañaran. Llanes se sorprendía de que los hombres supieran por donde tenían que seguir, porque a veces él perdía la carretera de vista, y parecía que iban a caerse por el barranco. Aún así el coche siguió subiendo una cuesta que parecía interminable, hasta que por fin llegó a una meseta que había en lo alto. En medio de la meseta había una casucha medio derruida, y junto a ella otro todoterreno y un hombre haciendo gestos. El coche de los bomberos se detuvo, y los dos hombres y el perro salieron al exterior.
Llanes reconoció al dueño de Clara en la persona que les había pedido que se parasen. Por los gestos indicaba a los bomberos que algo había ocurrido en una dirección, hacia el este de donde se encontraban. Llanes no necesitó esperar a que el hombre terminara su explicación. Corrió hacia la niebla, siguiendo un camino apenas marcado que no conocía en absoluto. Pero le daba igual, el olor de Clara era ya fortísimo, no tenía más que seguir el rastro. Sabía que ella estaba cerca, aunque no podía oír nada, y cada vez había más niebla y la tormenta era más fuerte.
Unos metros más adelante vio algo. Clara estaba al borde de un precipicio, con la cabeza vuelta hacia la caída, sujetando algo con los dientes. Llanes se acercó más. Clara estaba completamente mojada, y tenía aspecto de estar realizando un gran esfuerzo. También parecía agotada, así que fuera lo que fuese no podría aguantar mucho más. Por fin, un poco más cerca, Llanes pudo ver lo que Clara estaba sujetando. Era la chaqueta de un hombre, una persona ciega como las que Clara solía ayudar, un hombre mayor, alto y bastante grueso. El hombre estaba inconsciente, y colgaba del precipicio, adónde caería con toda probabilidad en el caso de que Clara lo llegara a soltar. Pero Llanes no veía eso. Lo único que Llanes veía es que el peso del hombre terminaría por arrastrar a Clara antes o después, y eso no estaba dispuesto a permitirlo.
Clara, Clara, estoy aquí. - Clara seguía concentrada en sujetar al hombre. Aunque tenía las mandíbulas fuertemente apretadas se las ingenió para emitir algún sonido. Lo que intentaba decir era “ayúdame”. Pero Llanes no la oía. Llanes estaba preocupado, así que le dijo:
Clara, suelta al hombre, si no acabarás cayendo tú también.
Llanes, cállate y ayúdame - pudo susurrar Clara, que cada vez estaba más agotada.
Suéltalo Clara - insistía Llanes- Suéltalo o caerás tu también, y no quiero perderte. Por favor, Clara.
Llanes, ayúdame a sacarlo de aquí. ¡Vamos! - Pero Llanes no podía reaccionar. Ver a Clara en esa situación le estaba paralizando de miedo.
Suéltalo Clara, suéltalo de una vez. Qué te importa ese hombre.
Clara no dejaba de sujetar la chaqueta del hombre. Sabía que antes o después la ropa cedería, acabaría desgarrándose, y el hombre caería. Eso o que se le terminaran las fuerzas y se fuera rodando hacia abajo con él. Clara sabía que Llanes era la única solución, pero este estaba demasiado asustado, pidiéndole que dejara al hombre. Clara no daba crédito. ¿Cómo podía Llanes pedirle eso?. Salvar a ese hombre era su trabajo y su responsabilidad. Cómo podía Llanes pedirle que abandonara, que dejara las cosas por la mitad, que fracasara. Clara apretó aún más los dientes y haciendo un gran esfuerzo consiguió volver un poco el cuello para mirar al asustado perrito que estaba inmóvil a unos pocos metros de ella. Cuando por fin pudo mirarle, le dijo:
Llanes, tú, ¿por qué me quieres?.
De momento Llanes no entendió a qué venía esa pregunta en ese momento tan complicado. Pero al cabo de unos segundos la respuesta le inundó el cerebro como una ola cuando el mar se embravece. No dijo nada, simplemente se acercó corriendo hacia Clara y el hombre, y agarrando a este por la manga de la chaqueta tiró de él hacia arriba con toda la fuerza de que era capaz. Dos veces estuvo a punto de resbalar y dos veces pudo mantener el equilibrio. Ahora estaba seguro de lo que había que hacer. No paraba de tirar mientras pensaba, “te quiero porque nunca hubieras dejado caer a este hombre”, y siguió tirando con todas sus fuerzas hasta que por fin el hombre estaba a salvo sobre la tierra y los dos perritos yacían a su lado, exhaustos pero satisfechos. 
Los dos bomberos y el dueño de Clara se las habían apañado para seguir a Llanes y estaban ya casi junto a ellos. Cuando comprendieron lo que había pasado cubrieron rápidamente con una manta tanto al hombre como a sus salvadores. “Buen perro, buena perra”, decían. 
O - O - O
En el pueblo todo el mundo se puso muy contento. Estaban orgullosos de sus perros Clara y Llanes, que habían demostrado ser unos valientes héroes salvando a un pobre ciego de una muerte segura. Pero por mucho que la gente del pueblo les mimara, les regalara y les premiara, Llanes y Clara sabían perfectamente cuál era lo mejor que habían ganado. Su mayor premio eran tenerse el uno al otro.

1 comentario:

  1. ¡Qué cuento tan bonito!¡y enseña tanto!. Desde luego las niñas y otros niños o mayores que lo lean van a disfrutar muchísimo. ¡Es genial crear para todos los públicos!

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